Tzendales

Carlos Tello Díaz

Fragmento

Tzendales

I

La noticia

FUGA

En la primavera de 2000 me fui a vivir a la Selva Lacandona. Hacía tiempo que quería salir de la ciudad. Estaba cansado de ver calles, edificios y postes de luz. Ya no soportaba más las bocinas de los taxis, el motor de los camiones, la música de los radios, el ruido de mi refrigerador, los altavoces, la histeria de las alarmas contra robos. No me quería acostumbrar a vivir en el polvo y el cemento, a respirar con asco el aire que me rodeaba. Necesitaba dejar la ciudad, pero sabía que salir al campo no era suficiente. Me gustaba, desde luego, caminar entre las milpas que crecían al pie de las montañas, sentir el olor a tierra de los agostaderos, respirar el perfume del anís que crecía a orillas del camino. Pero todo eso, que era mucho, no bastaba, pues formaba parte de un mundo que quería dejar: el de los hombres. El mundo que yo buscaba —más elemental, pero también más raro— estaba suspendido en el pasado. Para llegar a él era necesario volver atrás, hacia los sitios, muy pocos, que permitían aún esa posibilidad. Por un tiempo pensé en el desierto, que conocía, pero luego descubrí la selva.

Estas fueron las razones que me empujaron a salir de la ciudad, como las enumeré después en un libro que registra la historia de aquel viaje, En la selva. Pero los motivos que me llevaron a permanecer allá, y a volver con insistencia, acabaron confundidos con los objetivos de una expedición en la que participé con un grupo de biólogos en la región de Tzendales, la más remota de la Selva Lacandona. Queríamos explorar los restos de una montería del siglo XIX, abandonada tras la Revolución, que, sabíamos, estaba situada en la confluencia del río Tzendales con el arroyo Negro: la central de San Román, y queríamos avanzar después por el Tzendales hasta llegar a la boca del río Colorado, para remontar sus aguas en busca de unas ruinas mayas descubiertas por el etnólogo Alfred Tozzer al comienzo del siglo XX. Tozzer había encontrado esas ruinas el 24 de febrero de 1905, dos días después de salir a pie de la central de San Román.

TZENDALES

El río Tzendales nace en la profundidad de la selva, al sur de la Sierra del Caribe, cerca de la frontera de Chiapas con Guatemala. Escurre de forma muy accidentada, como serpentina, entre meandros y raudales, en general hacia el este, alimentado por otros ríos de la región, como el Negro y el Colorado. Escuché su nombre por primera vez en enero de 2000, unas semanas antes de remontar su curso en una lancha de fibra de vidrio con motor fuera de borda. Es un río mágico, con un color parecido al jade, opaco, entre azul y verde, muy distinto al río San Pedro, que es más obscuro, entre negro y café, a pesar de tener un origen similar: las montañas de la Selva Lacandona. Ambos ríos convergen en un solo cauce momentos antes de llegar al Lacantún, que es el afluente más importante del Usumacinta.

El responsable de la expedición era Javier de la Maza, quien llevaba más de veinte años de recorrer las selvas de Chiapas, primero como entomólogo, después como funcionario de Conservación Internacional. Entonces trabajaba en el Instituto Nacional de Ecología. El 13 de febrero nos detuvimos en un banco de piedras arrojadas por la corriente, visibles nada más en los meses del estiaje. Ahí descansamos un momento, antes de remontar el río, echados sobre aquellas piedras, que eran lisas, blancas, pequeñas y redondas, como huevos de cocodrilo. Veíamos en silencio todo lo que nos aislaba del resto del mundo, arrullados por el rumor del agua, cuando de pronto nos sorprendieron unos alaridos en el horizonte. Parecían muy excitados.

—¡Guacamayas! —exclamó Javier.

—¿Dónde? —pregunté.

—Allá —señaló las ramas de un árbol—. ¿Las ves? Son dos. Siempre vuelan en parejas.

Iban juntas, en efecto, una tras otra, con sus alas extendidas y sus largas colas rojas prolongadas en el aire. Parecía que volaban un poco inclinadas, laboriosamente, con sus cuerpos agitados y las plumas de sus extremidades muy abiertas, como para no caer. Ver eso me conmovió. Unos segundos después pasaron con toda claridad sobre nosotros, en lo más alto del cielo, donde sus plumas brillaron un instante con la luz del sol. Luego nos despidieron con su griterío caótico y alborotado. Las guacamayas tienen el poder de alegrar a las personas que las miran al volar, como lo habría de confirmar más tarde, cada vez que las veía cruzar a gritos por el cielo de la selva.

El Tzendales debía tener en la parte más amplia de su cauce 60 metros de ancho. Sus orillas estaban tachonadas de troncos arrastrados por las crecientes, sus ramas inertes y grises erizadas en el aire, como despojos de un naufragio. Las partes más bajas estaban llenas de jimbales, con espinas muy filosas y hojas largas y diminutas movidas en oleadas por el viento. Conforme remontábamos el río, su cauce era cada vez más estrecho. El paisaje cambió. A menudo navegábamos bajo la sombra, cerca de la ribera, donde las ramas de los árboles pasaban por encima de nosotros. En las orillas, entre las palmas y los helechos, aparecían los troncos claros y delgados de los árboles más pequeños, como el guarumbo, y arriba de sus ramas los árboles más grandes: majaguas, guapaques, jobillos y cornizuelos, cubiertos por una red de lianas sobre la que destacaban los troncos de los árboles más corpulentos, algunos enormes, cubiertos de musgos y bromelias y abrazados por bejucos muy antiguos. Eran los pilares de la selva, las columnas que sostenían los techos más elevados, aunque por encima de todos ellos destacaban las ramas solitarias y torcidas de la ceiba. Aquel árbol era siempre, en todas partes, el más grande. Yo lo conocía de cerca. Sus cimientos parecían muros de piedra.

Llegamos al atardecer a la confluencia del Tzendales con el arroyo Negro, el sitio que los mapas del Inegi llaman Paraje Romano. Ahí acampamos. Luego de desempacar me fui a bañar al río, que parecía inmóvil. La fuerza de la corriente me sorprendió. Nadé cerca de la orilla, desnudo, hasta que perdí de vista nuestras lanchas. Crucé después al otro lado, con la boca llena de agua, para conocer el sabor del río. El lugar estaba lleno de troncos atorados en el fondo, con algunas de sus ramas asomadas en la superficie. Ahí me senté para ver con calma lo que me rodeaba, hasta que cayó la noche. Eran cosas muy sencillas —el río, el cielo, los árboles, un tucán, las garzas que regresaban a sus nidos— pero había en ellas algo que inspiraba, en mí, un sentimiento de veneración. Me sentí de golpe profundamente conmovido, pues entendí que estaba rodeado por el bien: el mal, en ese sitio, no existía. Lejos de todo, envuelto por la selva, sobre un tronco sumergido en el agua, que era tibia, recuerdo que pensé: Qué extraño es el mundo sin los hombres.

Al día siguiente recorrimos el terreno en busca de las ruinas de la montería de San Román. La vegetación era tan densa que no podíamos ver más que un

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