Amanda Black 1 - Una herencia peligrosa

Juan Gómez-Jurado
Bárbara Montes

Fragmento

cap-2

2

Me llamo Amanda Black y mi historia comienza un día de no hace mucho tiempo.

Mi vida en aquellos momentos era una... No sé cómo decirlo para que suene más suave... En fin, te lo cuento y ya rellenas tú los puntos suspensivos.

Vivía en un apartamento de una sola habitación con mi tía abuela Paula; es más abuela que tía, su amor puede llegar a ser agobiante, pero, aun así, me siento agradecida por tenerla. Me llevó a vivir con ella cuando yo era un bebé. Mis padres murieron poco después de nacer yo. No tengo recuerdo alguno de ellos. La tía Paula es mi única familia.

Nuestro piso era diminuto, apenas una habitación estrecha, y teníamos que compartir el cuarto de baño con nuestro casero, que también era el propietario del restaurante mejicano que había justo debajo de nuestro piso y del edificio en el que vivíamos, un edificio que se caía a pedazos situado en uno de los peores barrios de la ciudad. El casero ya no trabajaba en el restaurante, lo llevaba uno de sus hijos. Él sólo pasaba por allí para comer. El hombre adoraba la comida mejicana. «Adoraba» = «No comía otra cosa». Y cuanto más picante, mejor, le encantaba el picante.

Kilotones de picante.

Tenía que levantarme antes del amanecer para ir al baño porque el casero era muy madrugador. Si perdía la carrera, aquello se convertía en zona catastrófica. Habría sido necesario ponerlo en cuarentena, en alarma de guerra biológica. Habría necesitado una pinza en la nariz para internarme en aquella jungla olfativa, de lo contrario me hubiese esperado una desagradable muerte por asfixia.

Sin embargo, mi vida estaba a punto de cambiar.

Y no sabes de qué manera.

Me encontraba haciendo los deberes del insti metida en un conducto de ventilación de la entreplanta. ¿Que por qué hacía los deberes metida en un conducto de ventilación?

Ya llegaremos a eso. De momento basta con que sepas que solía esconderme ahí para que el casero no me viese. El casero estaba siempre buscándonos a mi tía y a mí para exigirnos el pago del alquiler atrasado. No teníamos mucho dinero. O mejor dicho, no teníamos NADA de dinero. Con lo que ganaba mi tía nos daba lo justo para alimentarnos.

Alguien pasó frente al conducto. Oí cómo sus pasos se alejaban, continuaban subiendo. No mucho, porque se detuvieron cuando llegaron al primer piso, donde sólo vivíamos el casero, mi tía Paula y yo. Pensé que era muy extraño, porque nunca recibíamos visitas. Él, porque era un ser humano bastante desagradable; nosotras, porque no conocíamos a nadie, ni teníamos más familia.

Ding dong.

Ding dong.

Unos pasos. Y otro timbre distinto.

PRRRRRRIIIIIING.

Al instante, la áspera voz del casero llegó a través de la puerta.

—Ya voy, ya voy. Un poco de paciencia. —La última frase sonó más fuerte e intuí que se debía a que ya había abierto al misterioso visitante—. ¿Qué quiere?

—Traigo un mensaje importantísimo para Amanda Black. —La voz era suave y estaba teñida de elegancia—. ¿Sabe si está en casa? He llamado, pero nadie me abre.

—No lo sé, no soy su portero, si quiere puede dármelo a mí —contestó el casero en un gruñido.

—Eso no será posible, caballero, es un mensaje que sólo puedo entregarle a la señorita Black. Ya le digo que es un mensaje importantísimo.

—Pero ¿cómo va a recibir esa niña un mensaje tan importante? Ella y su tía no son más que dos muertas de hambre que me deben varios meses de alquiler. ¡Démelo y lárguese!

—Lo siento, señor, este mensaje lleva con nosotros trece años. Nos fue encomendada la misión de entregárselo única y exclusivamente a ella. Volveré en otro momento. Muchas gracias por su tiempo, caballero.

—Váyase a la... —La última palabra quedó ahogada por el portazo.

Los pasos comenzaron a acercarse de nuevo en dirección al conducto en el que me encontraba para después alejarse hacia el portal. Unos segundos más tarde el casero salió de su piso, echó la llave a la puerta y bajó las escaleras, pasando, sin saberlo, también frente a mi escondite. Una vez abajo, se paró a hablar con un vecino.

Yo, mientras tanto, estaba hecha un manojo de nervios.

¡Tenía que detener al mensajero!

¡Necesitaba saber qué decía aquel mensaje, quién lo enviaba y por qué era tan importante (importantísimo)!

Pero ¿cómo salía de allí sin que el casero me viese? Si me veía me iba a exigir el alquiler, y no teníamos ninguna forma de pagarle.

De repente tuve una idea.

cap-3

3

Salí reptando del conducto de ventilación dejando los libros, cuadernos y bolis en él. Ya regresaría más tarde a recogerlo todo. Corrí escaleras arriba hasta el cuarto piso y me dirigí a la ventana que había al final del pasillo. Me costó mucho abrirla. Todo en aquel edificio estaba mal, pero nadie lo arreglaba. Tras forcejear con los cierres durante unos instantes conseguí, por fin, abrir la maldita ventana. Justo a tiempo, porque estaba a punto de romper el cristal. Total, un desperfecto más en el edificio tampoco se notaría.

Llovía.

A mares.

Y yo odio la lluvia.

Cuando llueve mi pelo se riza y se esponja haciéndome parecer un pomerania recién bañado.

Refunfuñando, salí por la ventana y trepé por el canalón que había junto a ella hasta la repisa del quinto piso (la ventana del quinto piso estaba tapiada con tablas y yo lo sabía porque había sido yo quien la había roto jugando con un vecino, por eso había utilizado la del cuarto).

Cuando llegué al quinto piso me di la vuelta con cuidado, pegué la espalda a la pared y miré hacia abajo. Nunca tendría que haberlo hecho. Sentí un poco de vértigo. Si caía terminaría estampada como una pegatina sobre el pavimento. Seguro que dolía un montón. Pero ya había llegado hasta allí y tenía que continuar; realicé un par de inspiraciones profundas y salté al edificio de enfrente.

Durante el saltó ya me di cuenta de que había calculado mal la distancia. Las probabilidades de que no pudiese alcanzar el saliente que era mi destino eran de altas a muy altas.

No lo alcancé.

A cambio, me pude sujetar a los barrotes de un balcón. Tras quedar colgando unos instantes, comencé a trepar al balcón, con tan mala suerte que una de mis zapatillas resbaló a causa de la lluvia (¿Te he dicho ya que odio la lluvia?) y estuve a punto de caer de nuevo.

Por fin conseguí subir y fui bordeando la barandilla hasta alcanzar un nuevo saliente, que empecé a recorrer con mucha cautela, no quería volver a resbalarme.

A través de una de las ventanas frente a las que pasé vi a un par de niños pequeños que jugaban con unos muñecos de superhéroes en el salón de su apartamento. Les guiñé el ojo a través del cristal e hice el gesto que hace Spiderman cuando lanza una de sus telarañas para, a continuación, desaparecer de su vista. En realidad, salté a la escalera de incendios, pero creo que esos chavales nunca olvidarán e

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