La Tienda de los Mapas Olvidados (Serie Ulysses Moore 2)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-2

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Hay un pasadizo —dijo Jason, apartándose el pelo mojado de los ojos.

—Y además se ve un poco de luz —añadió su hermana.

Rick, que estaba detrás de los gemelos, se volvió a meter en el bolsillo los cabos de vela que le quedaban.

—Me parece también que aquí hace más calor…

Avanzaron por el pasillo, arrebujándose en las ropas que habían encontrado en el baúl de la nave: pantalones y camisas de una talla demasiado grande e incómodas sandalias de madera.

Rick tenía razón: en el corredor hacía mucho más calor que en la gruta de la Metis.

Jason se agachó para examinar el suelo.

—Arena —dijo—. Está cubierto de arena.

Su hermana acarició los bloques de piedra de las paredes. Eran de roca oscura, distinta de la del acantilado de Salton Cliff.

—A lo mejor nos estamos adentrando en un volcán… —dijo con una risita burlona.

Rick se dio la vuelta para examinar la puerta por la que acababan de pasar. Se confundía totalmente con la piedra del corredor y, si no hubiera sabido que estaba allí, no habría sido capaz de encontrarla.

Se colocó simétricamente sobre los hombros la cuerda que se empeñaba en llevar consigo y prosiguió el camino.

Jason silbaba, nervioso.

—Vigila dónde pones los pies —le advirtió su hermana—. No vayas a acabar en alguna trampa.

Doblaron una esquina y se encontraron ante un nuevo pasadizo y una escalera angosta y empinada que subía. La luz procedía de una rejilla colocada en el techo. Jason se plantó justo bajo el haz de rayos de sol que caía desde lo alto y dijo:

—¡Por fin un poco de sol!

Rick sacudió la cabeza, perplejo.

—No es posible. No nos hemos pasado toda la noche en la gruta.

Solo entonces Julia se dio cuenta de que su reloj se había parado.

—A lo mejor está amaneciendo —aventuró.

Rick se colocó junto a Jason bajo el haz de luz.

—Desde aquí, se diría que el sol está ya alto. De otro modo, no podría filtrarse por una rejilla que está en el suelo. Es increíble… No puede haber pasado tanto tiempo.

—Al menos eso explicaría por qué estoy tan agotado —dijo Jason, acariciándose suavemente los rasguños del pecho.

—¿Alguno de vosotros tiene la más remota idea de dónde estamos? —intervino Julia, acercándose a ellos.

—Pues yo diría que… estamos todavía bajo Salton Cliff… solo un poco más allá de Villa Argo —reconstruyó Rick, con su sentido práctico.

—Vamos a comprobarlo —sugirió Jason, con un pie ya en el primer peldaño de la escalera.

A mitad de la escalera se pararon de golpe. A través de la rejilla se podía oír la voz de dos personas que estaban en plena conversación:

—… un cargamento de resina de la mejor calidad.

—¿Y ya has hecho que lo lleven al mercado de la mastaba?

—Naturalmente ¡aunque hoy es casi imposible dar un paso con tantos controles!

—¡Demos gracias al faraón por su visita!

—¡El faraón sea loado mil veces… si la próxima vez se queda en su casa!

Las voces se alejaron hasta hacerse imperceptibles y los chicos intercambiaron una mirada atónita.

—¿Habéis oído lo mismo que yo? —preguntó Julia.

—Alto y claro —contestó Jason reemprendiendo el ascenso.

—¿También la palabra… faraón?

—Sí, sí. Han dicho «faraón».

—¿Y tú, Rick?

El chico pelirrojo había abierto el Diccionario de las lenguas olvidadas y estaba hojeándolo.

—Un momentito, Julia. Estoy buscando «mastaba».

Al llegar a lo alto de la escalera, Jason se detuvo ante un muro de ladrillos que les cerraba el paso.

—Jason, ¿tú sabes qué es una mastaba? —le preguntó su hermana poniéndose a su lado. Entonces vio el muro y dijo—: ¡No me digas que no hay salida!

Jason, después de dar unos golpecitos en el muro con los nudillos, contestó:

—No hay salida. Pero no creo que este muro nos detenga mucho tiempo. No es sólido. Es un muro falso.

—«Mastaba —leyó Rick, con voz cada vez más débil—: tumba sagrada del Antiguo Egipto en forma de pirámide truncada. Su interior puede estar decorado con frescos o grafitos. La entrada a la cámara sepulcral está disimulada para evitar los saqueos de los profanadores de tumbas.»

Julia, con los ojos desmesuradamente abiertos, preguntó:

—¿Tumba sagrada del Antiguo Egipto? ¿Cámara sepulcral? ¿Profanadores de tumbas? —Se volvió como un rayo hacia su hermano y lo ensordeció con un grito—: ¡Jason!

Rick cerró el Diccionario de las lenguas olvidadas.

—Decidme que estoy soñando…

—¡Jason! —repitió Julia—. ¿Nos estás ocultando algo?

En realidad, Jason estaba tan asombrado como ellos pero, como bien había intuido su hermana, el suyo era un asombro rayano en la alegría.

—De modo que… funciona así… —musitó, apoyándose extasiado en el muro de ladrillos.

Se acordó de cuando estaba en la cubierta de la Metis, soñando despierto sueños imposibles, y la nave se negaba a moverse. Y de cómo al final había logrado que zarpara cuando había deseado con todas sus fuerzas viajar a… ¡¡¡Egipto!!!

Rick miró a su amigo, miró a Julia y, por último, observó el extraño pasadizo en el que se encontraban y asintió.

—Está claro. Ya no estamos en Kilmore Cove. Esto no puede ser Kilmore Cove…

Julia se quedó rígida.

—¿Qué quieres decir con eso de que ya no estamos en Kilmore Cove?

Rick señaló la rejilla que estaba sobre ellos.

—Has oído a esas personas, ¿verdad? Resina, mastaba, faraón…

Jason se mordió los labios para impedir que se le escapara una risita.

Julia giró sobre sus talones y le apuntó con el índice de la mano derecha.

—Jason, ahora mismo…

Pero no consiguió acabar la frase. Alguien estaba dando golpecitos en el muro de ladrillos.

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Poco antes de la medianoche, se encendió el faro de Kilmore Cove. La tormenta arreciaba. En lo alto de la torre brilló una luz naranja, parecida a la de una bombilla recalentada. Después, tras varios intentos, dos luminosos conos blancos comenzaron a sondar la noche, girando lentamente.

La luz penetraba en el mar, perdiéndose en la lejanía, y pasaba luego por encima de los tejados de las casas, como un ojo blanco, grande y tranquilizador.

El pueblo dormía plácidamente, custodiado por su guardián de luz.

Por las calles desiertas transitaba un solo coche. Era uno de esos coches de gángster, negro e imponente, envanecido de su carísima tecnología de lujo. Sus limpiaparabrisas de última generación corrían de un lado a otro del cristal como veloces patinadores sobre hielo. El coche empezó a descender por la colina y los cristales refractantes nada pudieron hacer contra la violenta luz del faro, que iluminó el habitáculo como si fuera de día. Cegado de improviso, el conductor pisó a fondo el freno.

Desde el asiento de atrás, se oyó bramar de furia una

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