La Casa de los Espejos (Serie Ulysses Moore 3)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-1

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Lentamente, como arrastrándose, empezó a extenderse en el aire un aroma de beicon con huevos revueltos. Julia se dio la vuelta entre las sábanas, frunciendo la nariz. Sonrió, medio dormida, y hundió la cara en la almohada. Permaneció inmóvil unos minutos; después, cuando se quedó sin aire, abrió de par en par un ojo y miró a su alrededor.

¿Dónde estaba?

Los recuerdos fueron llegando lentos y en un orden concreto. Estaba en Kilmore Cove, en Villa Argo, en un dormitorio.

Pero ¿cómo había llegado hasta allí?

Mientras observaba los detalles de la estancia, el corazón empezó a latirle cada vez con más fuerza.

Beicon con huevos revueltos.

A los pies de la cama había una montón de ropa que había dejado un charco de agua a su alrededor. Era su ropa.

Al reconocerla, otra secuencia rapidísima de imágenes empezó a darle vueltas en la cabeza: la tempestad, la aparición de Manfred, el acantilado y, por último, el salto al vacío y el mar que había engullido al ayudante de Oblivia Newton.

Julia saltó fuera de la cama como movida por un resorte.

—¡Jason! —gritó.

Sintió bajo sus pies descalzos la suave caricia de una alfombra. Se dio cuenta de que llevaba un pijama que no recordaba haberse puesto. Se puso en cuclillas entre la ropa y hurgó en los bolsillos de los pantalones. Las cuatro llaves de la Puerta del Tiempo estaban aún allí, intactas.

Las cogió y las colocó encima de la cama, a la vez que intentaba adivinar qué hora era.

Beicon con huevos revueltos.

Por las rendijas de la persiana penetraban brillantes haces de luz. Mañana. ¿O tarde?

Incapaz de controlar los nervios, Julia salió del dormitorio vestida con lo puesto.

—¿Jason? —preguntó en dirección al pasillo desierto.

Toda esa planta de la casa estaba aún a oscuras, excepto un dormitorio, que tenía levantada la persiana. Julia se acercó a la puerta de puntillas, con los pies descalzos, y echó una ojeada dentro. Había una cama completamente deshecha, unos cuantos pares de zapatillas de deporte por el suelo y un amasijo de camisetas encima de una mesa redonda.

Podría reconocer ese desorden hasta con los ojos cerrados: Jason.

El corazón le dio un vuelco cuando oyó la voz de su hermano a través de la ventana abierta de par en par, proveniente de la cocina.

—¡Sí! —exclamó la chica loca de alegría—. ¡Mi hermano ha vuelto!

Se dio media vuelta, cruzó disparada el pasillo, se lanzó escaleras abajo y se precipitó dentro de la cocina.

Jason y Rick estaban trajinando en los fogones.

—¡Jason! ¡Rick! —exclamó Julia precipitándose a su encuentro con los brazos abiertos—. ¡Habéis vuelto! ¡Habéis vuelto! ¡Ay! Estaba tan preocupada por vosotros…

—Pero, hermanita… —le sonrió Jason apartándose de ella—, claro que hemos vuelto… ¡Calma! ¡Calma! ¡Tranquila! ¡Estamos bien!

Rick, en cambio, le devolvió de buena gana el abrazo, además de darle un beso en la mejilla. En cuanto cruzó su mirada con la de Julia, le empezaron a temblar las piernas de alegría.

Se dio media vuelta de golpe, para que no vieran que se estaba poniendo colorado.

Julia miró a los dos de arriba abajo como si hubieran pasado veinte años fuera o como si, por sus ropas, pudiera llegar a deducir lo que había sucedido más allá de la Puerta del Tiempo. Pero no consiguió obtener mucha información: Rick estaba vestido igual que el día anterior, mientras que Jason había sacado de la maleta una camiseta y unos pantalones nuevos que no hacían juego para nada.

—¿Qué tal estáis? —preguntó tras una primera inspección.

—¡Estamos negros! —respondió Jason.

—¿Por qué?

—No logramos saber cuánto tiempo tarda en freírse el beicon. Está crudo y al cabo de un segundo ¡está ya carbonizado! —exclamó Rick, usando un cucharón de madera para verificar la consistencia del beicon chamuscado—. Digo yo que podríamos intentar comérnoslo así.

Julia no les quitaba el ojo de encima, como si quisiera asegurarse de que eran ellos de verdad. Salió riendo tras ellos de la cocina al jardín, donde Rick sacó de la sartén beicon y huevos revueltos para todos. Julia cedió de buena gana su parte a su hermano: todavía tenía el estómago encogido por los nervios.

—¿Se puede saber qué ha sucedido tras la puerta?

Jason se encogió de hombros. Se sentó en la silla de hierro forjado negro del jardín y probó el beicon.

—¡Atómico, Rick! Atómico de verdad.

Cuando vio los labios temblorosos de su hermana, le respondió un segundo antes de que ella estallase de rabia:

—¡Bueno, Julia, es que es tan largo de contar que se me van a enfriar el beicon y los huevos! —Y empezó a comer furiosamente, sin añadir nada más.

—Hemos visto un sitio increíble —resopló Rick al tiempo que engullía un bocado que se le fue por el otro lado.

—¡Conseguiremos encontrar el dichoso mapa! ¡Ya verás! —añadió Jason, mientras su amigo daba saltos alrededor de la mesa tosiendo. Se permitió el lujo de rebañar el plato con un trocito de pan del día anterior, se puso un buen vaso de leche y se lo bebió de un trago—. ¿Verdad, Rick?

—¡Aunque tengamos que buscarlo por todo el país! —confirmó Rick, rojo hasta las cejas y despeinado.

Julia respiró hondo. El aire era húmedo y fresco.

Por el momento, creyó oportuno no hacer más preguntas y dejar que las cosas fueran siguiendo su curso. Acercó la mano a un vaso para echarse un poco de leche y se dio cuenta de que le temblaba.

—¿Pasa algo? —le preguntó Rick.

Ella negó con la cabeza.

—No, solo que me alegro de volver a veros.

—Y nosotros —dijo Rick—. No sabes cuánto. Ha sido de miedo… Pero viendo cómo está el jardín, yo diría que tampoco habéis estado de brazos cruzados por aquí.

—¡Parece como si hubiera pasado un ciclón! —exclamó Jason.

Julia miró a su alrededor: las flores y las plantas seculares parecían aturdidas por la lluvia y despeinadas por el viento. Había un no sé qué desolador en las hojas y en las pequeñas ramas caídas esparcidas sobre la hierba y los senderos de guijarros.

Además, en mitad del patio, podían verse todavía las marcas dejadas por el coche de Manfred.

Julia notó que el corazón le latía a toda velocidad al ver aquellas huellas y revivió segundo a segundo el momento en que había puesto la zancadilla a Manfred y le había quitado la llave. Miró hacia el borde del acantilado, el mar engañosamente azul y la silueta lejana del faro.

Cerró los ojos.

—¿Qué te pasa, Julia? —le preguntó Jason al ver que su hermana se había puesto blanca de repente.

—Yo no he tenido la culpa: se ha caído al vacío… —murmuró ella.

—¿Quién se ha caído al vacío? —preguntó Jason, a quien le caían unos churretones de leche bajo la nariz.

Julia les contó todo lo que había pasado en Villa Argo con voz lenta y sin cadencias, como si estuviera repitiendo una lección. Les confió lo que le había confesado Nestor sobre el antiguo dueño y sus viajes a bordo de la Metis. Y les habló

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