La Isla de las Máscaras (Serie Ulysses Moore 4)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap

Nota al lector

Después de numerosos intentos, Pierdomenico ha conseguido por fin enviarnos la traducción del cuarto cuaderno de Ulysses Moore. Leyéndolo descubriréis muchas cosas…

A pesar de nuestro entusiasmo por la continuación de esta misteriosa historia, estamos un poco preocupados por nuestro colaborador: lo último que nos dijo es que estaba a punto de descubrir dónde se escondía Kilmore Cove. Desde entonces, no ha vuelto a dar señales de vida y su móvil está siempre apagado. Confiamos en poder daros pronto noticias suyas…

La redacción de Montena

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Queridas editoras:

Estoy seriamente preocupado. He intentado mil veces enviaros un mensaje de correo electrónico con la traducción del cuarto manuscrito, pero me lo devuelven siempre. Si esta vez os llega, por favor, contestadme enseguida.

El cuaderno está lleno de sorpresas que os dejarán con la boca abierta… pero no tengo tiempo de contaros más. Lo que me apremia ahora es encontrar Kilmore Cove, el pueblo fantasma. Antes de ayer salimos dos en su busca: el propietario del bed & breakfast de Zennor, que insistió en acompañarme porque también él ya está metido de lleno en esta historia y yo mismo.

Nuestra única pista era la guía turística de Kilmore Cove que un hombre misterioso (¿Ulysses Moore?) me había dejado en la mesa del bar. Lo he verificado: la editorial que la publicó lleva cerrada quince años y no parece que haya otros ejemplares en el mercado, ni siquiera en la librería de viejo mejor abastecida de Notting Hill. Pero no importa, porque hemos llegado ya a la recta final… ¡Por fin creo haber encontrado el pueblo fantasma que me atormenta desde hace meses!

Fuimos en coche a lo que la guía llama «los alrededores de Kilmore Cove» y recorrimos la carretera costera hasta que nos encontramos con una desviación.

La carretera estaba cortada y habían colocado una serie de señales de prohibido el paso, lo que levantó mis sospechas: ¡a lo mejor alguien estaba intentando impedirnos llegar a Kilmore Cove! Así que me bajé del coche, quité las señales y proseguimos hacia el mar.

¡En qué hora se nos ocurrió! En la primera curva el asfalto se transformó en un queso gruyer, lleno de baches gigantescos por todas partes. El dueño del bed & breakfast empezó a ponerse nervioso y me indicó con el dedo una enorme excavadora atravesada en medio de la carretera…

Un señor muy elegante nos hizo señal de parar y nos preguntó si no habíamos visto los carteles de prohibido el paso. Llevaba un mono perfectamente planchado y olía a colonia de lavanda. Intenté averiguar si era la persona con la que me había topado en el bar… pero llevaba un casco amarillo que le cubría el rostro.

Después vi que hacía una señal a un segundo hombre sentado al volante de la excavadora y comprendí que era el momento de dar marcha atrás. De vuelta al bed & breakfast, intenté enviaros el texto del cuarto cuaderno antes de regresar a la carretera cortada.

Solo una cosa más: el dueño del bed & breakfast dice que el hombre que estaba al volante de la excavadora llevaba un parche negro en el ojo. ¿Os dice algo esto?

Hasta muy pronto, espero…

Pierdomenico

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El faro de Kilmore Cove se encendió con un ruido sordo, repentino. El haz de luz blanca empezó a sondear lentamente el mar y la costa, dando vueltas sobre sí mismo. Llegaba lejos, sobre las olas oscuras, recortando franjas luminosas del cielo nocturno. Pasaba sobre los tejados del pueblo y llegaba hasta las colinas para incomodar a las liebres y las lechuzas, que se quedaban paralizadas a su paso.

Cuando alcanzó los árboles centenarios del jardín de Villa Argo, se filtró por entre las persianas de madera que daban al mar.

En el desván había tres personas en cuclillas junto a un viejo baúl de viaje cerrado, lleno de abolladuras y de etiquetas medio arrancadas.

—Es Leonard… —dijo Nestor, el jardinero.

—El farero —explicó Julia, dirigiéndose a su hermano.

Jason no había visto todavía el faro encendido: la tarde anterior estaba en la Tierra de Punt, en Egipto. Se acercó a los cristales de las ventanas que cerraban la buhardilla y miró hacia fuera, hacia la noche.

—Uau —exclamó, cuando la luz lo arrolló por segunda vez. Su sombra se alargó hasta alcanzar los rincones más recónditos, las pilas de muebles cubiertos con sábanas blancas, los cuadros abandonados—. ¿Se enciende todas las noches?

—Solo cuando Leonard se acuerda —respondió Nestor tosiendo. En el aire flotaba un olor a témpera seca.

Julia sonrió. Leonard se había acordado de encender el faro dos noches seguidas. La noche anterior, el gran ojo curioso le había hecho compañía mientras arreciaba la tormenta y Manfred intentaba echar abajo las puertas de Villa Argo.

Jason volvió a ponerse en cuclillas al lado del baúl. Ayudó a su hermana a abrir todos los candados y observó la tapa. En los fragmentos de una etiqueta medio arrancada podía leerse aún «VENECIA, recuerdos», escrito con la caligrafía angulosa de Ulysses Moore, el anterior dueño de la casa.

—Lo conseguimos —dijo el chico con cierto recelo. Al levantar la tapa del baúl se alzó una nube de polvo.

La luz del faro danzó en el desván.

—Magnífico… —dijo Julia, acariciando el suave paño rojo encima del cual habían arrojado unos puñados de bayas perfumadas para ahuyentar a polillas y roedores.

—Parece una capa —sugirió Jason. Levantó la tela, cuyo estampado adamascado de flores rojas sobre un fondo rojo despedía extraños reflejos, como si tuviera una urdimbre de hilos de plata. Estaba muy raída y tenía el borde deshilachado en varios puntos.

El baúl escondía tres compartimentos, cada uno de los cuales se distinguía de los otros dos por un antiguo medallón y una máscara de cartón piedra blanca.

—¡Máscaras venecianas! —exclamó Julia, cogiendo una de ellas con sumo cuidado. La examinó atentamente, dándole vueltas entre los dedos: era un rostro de ojos vacíos y nariz aguileña, con dos lágrimas de oro y un tocado negro sobre la frente. Había tres, cuidadosamente dispuestas sobre sendas telas negras como la noche: tres capas que se cerraban con un par de broches laqueados a la altura del cuello.

Bajo la atenta mirada de Nestor, los chicos alinearon en silencio las máscaras y las capas en el suelo del desván.

En los compartimentos encontraron varios pañuelos con las iniciales U.M. y P.M. bordadas, un par de guantes de encaje, una larguísima bufanda de lana, un broche con forma de galgo, unos gemelos de teatro, un bastón con el pomo de bronce y un plano de

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