Buscadores de reliquias y la gema sagrada

Helen Velando

Fragmento

Buscadores de reliquias y la gema sagrada
2

Eleonora McAllister, arqueóloga reconocida, estaba jubilada desde hacía dos años. Sin embargo, cuando en la pequeña ciudad de Puerto López las autoridades del museo del pueblo vecino de Salango le propusieron que realizara un relevamiento topográfico para buscar antiguas comunidades perdidas, no pudo sentirse más que feliz. Era la oportunidad de volver a trabajar en algo que la apasionaba.

Aquella mañana, dos semanas atrás, había comenzado como tantas otras. La vida en la granja —su hogar en las montañas— era muy satisfactoria. Luego de su retiro se dedicó a plantar, escuchar música, practicar deportes de escalada (que eran de sus favoritos), cocinó, leyó, organizó encuentros culturales, se perdió en largas travesías por los senderos de la selva. Aun así, sentía un vacío que no podía llenar con sus múltiples actividades. No quería pensar en su hija; desde hacía ya varios años estaban muy distanciadas.

Recibía una tarjeta navideña para las Fiestas; por su parte, ella le mandaba un mensaje el día de su cumpleaños y preguntaba por su familia, pero eso era todo. Apenas habían hablado en esos últimos diecisiete años. Es que Angie se había ido de la casa a un viaje de fin de cursos y… en realidad ya nunca regresó. Fue en el último año de bachillerato. Decidió seguir viajando durante un año por todo el continente. Luego de esa extensa aventura cambió de carrera, se fue a estudiar al exterior y de pronto un día le anunció a su madre que se había casado con un abogado, y ni siquiera le había pedido su opinión. Eleonora estaba deshecha. Si Roberto hubiese estado para ver en lo que se había convertido aquella hermosa niña que corría entre las flores, se hubiera disgustado mucho.

Angie había dejado el arte y se había vuelto abogada, con un estilo totalmente diferente al de sus padres: siempre vestida impecable, fría, poco demostrativa. Y un día le comunicó que estaba embarazada. A Eleonora aquello la dejó muda. Era una mezcla de sentimientos, no sabía qué hacer con ellos. La pareja, por ejercer carreras relativas a la abogacía y la diplomacia, viajaba continuamente. Vivieron en Ginebra, en Estocolmo, en Toronto, y desde hacía unos años estaban radicados en Johannesburgo, Sudáfrica. Eleonora había visto a su nieto en tres oportunidades: cuando cumplió el año, cuando cumplió los cuatro y a los ocho.

Luego había dejado de seguir intentando acercarse a su hija. Ella siempre estaba ocupada, o pendiente del marido, quien era un hombre muy estresado y tenía tantas fobias que Eleonora no había podido terminar de aceptar que su hija lo hubiese elegido. Era como un cachetazo a toda la libertad que sus padres habían tratado que tuviera. Por eso, cuando aquella mañana atendió el teléfono y el celular mostró la cara de Angie con su familia, le resulto un poco más que extraño. Soltó el mapa que estaba analizando y lo dejó sobre el escritorio. La lupa con la que examinaba los sitios arqueológicos quedó a un lado y atendió con la voz más impersonal que pudo.

—Hola, Angie. ¡Qué sorpresa! —dejó caer, con cierta ironía.

—Mamá… —se oyó la voz dubitativa del otro lado.

—¿Mamá? ¡Qué raro! Hace años que solamente me llamás Eleonora.

Del otro lado se hizo un silencio incómodo. Angie sabía que precisaba de su madre, aunque también sabía que la conversación no iba a ser fácil. Habían pasado muchos años desde la última vez que se vieron y todo terminó de una manera terrible.

Había sido para el cumpleaños número ocho de Jaime. Angie y su familia estaban viviendo en Toronto y Eleonora viajó hasta allí. Los padres de Esteban, el esposo de Angie, habían nacido en Argentina aunque vivían en Canadá, así que también estuvieron en el festejo. Fueron momentos incómodos para todos, en especial para Eleonora.

Esteban había sido criado en una familia muy conservadora, y por esa razón el abogado y su esposa tenían una vida totalmente opuesta a la vida casi hippie e independiente que llevaba Eleonora en Ecuador. No se aprobaban unos a otros, y eso generaba un ambiente ya de por sí bastante tenso. Angie lo sabía y, conociendo a su madre, era consciente de que aquella reunión sería como estar sentada en un volcán que podía hacer erupción en cualquier momento.

Cuando estuvieron ubicados alrededor de la mesa, en la hermosa y moderna casa que tenían Angie y su marido, durante aquel festejo del octavo cumpleaños de Jaime, Esteban estornudó. La madre del abogado, una elegante señora de pelo lacio y corto, corrió en busca de un pañuelo y le preguntó si había tomado su medicación para la alergia. Por su parte, el papá, un elegante señor de pelo gris y delicadas facciones, se mostró preocupado y no hizo más que hablar de lo peligrosas que eran las alergias, y que debían cuidar a Jaime, porque el frío intenso y el polvillo de los árboles podrían afectarlo.

Angie volvió la mirada a su madre. Eleonora estaba a punto de estallar, y sin embargo no lo hizo. Se levantó de la silla y salió a la puerta, a pesar de que caía nieve. Respiró profundamente y volvió a entrar, cerrando de un portazo. Se sentó, tomó un sorbo de la copa de vino y luego reflexionó en voz alta:

—El cuerpo y el espíritu son el territorio de las emociones. Si no hay conflictos emocionales en el territorio, no hay resfrío ni gripe ni enfermedad.

La miraron como a una extraterrestre. Su yerno volvió a estornudar y Angie le pidió a su madre que la siguiera a la cocina. Jaime miraba hacia abajo, sin entender por qué esos adultos se habían olvidado de que era su cumpleaños. Se levantó de la mesa y fue a encerrarse en su cuarto. Ya no tenía ni ganas de soplar las velitas de la torta.

—Eleonora, te ruego que seas un poco más… diplomática con los padres de Esteban. Ellos no son como vos, que vivís en el paraíso.

—Yo no vivo en el paraíso, vivo en un pueblo de Ecuador y te recuerdo que vos también viviste allí. Parece que todo lo que tu padre y yo hicimos estuvo mal.

—Yo elegí mi camino y es diferente al de ustedes.

—Y de paso te casaste en secreto con un fóbico y te volviste una mujer fría y distante. Apenas he visto a mi nieto en estos ocho años. No sé ni quién es.

—¡No me sorprende! Sabía que no era una buena idea que vinieras.

—Tenés razón. ¡Mañana mismo me voy!

Desde el dormitorio, Jaime escuchó fragmentos de aquella conversación. Lo mejor era ponerse los auriculares y escapar del mundo de los adultos.

Eso había sucedido hacía nueve años y no habían vuelto a verse. Desde que Angie, Esteban y Jaime se instalaron en Sudáfrica, apenas habían intercambiado unas llamadas de cortesía por los cumpleaños o las fiestas. Eleonora se sentía tan defraudada y desorientada por la actitud de su hija que no sabía cómo tomarla. Imaginó siempre que vería crecer a su nieto, que le enseñaría a correr por el campo, trepar a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos