Enola Holmes 6 - El caso del mensaje de despedida

Nancy Springer

Fragmento

enola-4

Julio, 1889

—Señor Sherlock, estoy tan contenta de verlo, de verdad, y tan agradecida de que...

La fiel sirviente de la familia Holmes, la señora Lane, que conoce al detective desde que era un niño con pantalones cortos, no puede disimular la emoción en su voz ni detener las lágrimas que brotan de sus viejos ojos velados.

—... de que haya venido...

—Tonterías —interrumpe Sherlock, encogiéndose de hombros para rechazar, como ya es habitual en él, cualquier muestra de emoción y examinando el mobiliario oscuro de Ferndell Hall—. Celebro la oportunidad de visitar mi casa solariega.

Ataviado con el atuendo habitual para el campo, un traje de lino beis de verano combinado con unas botas y unos guantes de entretiempo de piel de cabritilla de color canela y un gorro escocés, deposita los guantes y el sombrero, así como su bastón, sobre la mesa de la sala y pasa directamente a tratar el asunto:

—El telegrama del señor Lane era bastante enigmático. ¿Serían tan amables de explicarme qué hay de extraño en ese paquete que tanto dudan en abrir?

Antes de que la señora Lane pueda responder, su esposo, el mayordomo de cabello canoso, irrumpe en el salón con mucha menos dignidad de lo que es habitual en él.

—¡Señor Sherlock! ¡Qué amable por su parte!

Y se reproduce un parloteo similar.

—... todo un placer para estos ojos cansados míos... muy amable por su parte... un día con una temperatura estupenda. ¿Me permite, señor, sugerirle que se instale en el exterior?

Y así, con hospitalidad, se acomoda a Sherlock Holmes a la sombra del porche, donde la brisa mitiga el calor, y la señora Lane le ofrece limonada fría y macarons antes de que Holmes logre abordar de nuevo el asunto.

—Lane —pregunta al venerable mayordomo—, en realidad, ¿qué es lo que tanto les inquieta de ese paquete que han recibido recientemente?

Con décadas de experiencia en la gestión de irregularidades y trastornos domésticos, el señor Lane responde de forma metódica.

—Ante todo, señor Sherlock, la manera en que llegó en mitad de la noche y que no sepamos quién lo dejó allí.

El gran detective se muestra interesado por primera vez y se inclina hacia delante desde los almohadones de su silla de mimbre.

—¿«Allí» dónde?

—Delante de la puerta de la cocina. No lo habríamos encontrado hasta la mañana siguiente de no ser por Reginald.

Al oír su nombre, el peludo perro collie, que está tumbado de costado por allí cerca, levanta su cabeza chata.

—Como también empiezan a pesarle los años como a nosotros, lo dejamos dormir en el interior —explica la señora Lane mientras se acomoda, todo lo grande que es, en otra silla.

Reginald vuelve a reposar la cabeza y golpea su espesa cola contra los tablones de madera del porche.

—Ladró, ¿no es así?

Sherlock Holmes se impacienta.

—Oh, sí, ladró como un tigre —asiente la señora Lane categóricamente—. Pero incluso así, no creo que lo hubiésemos oído si yo no hubiera estado durmiendo en el sofá Davenport de la biblioteca, y le pido disculpas de antemano, señor Sherlock, porque las escaleras me destrozan las rodillas.

—Yo estaba en nuestras dependencias —enfatiza el mayordomo—, y no me enteré de nada hasta que la señora Lane hizo sonar la campanilla.

—¡Se ponía a dos patas y arañaba la puerta, ladrando como un león! —exclama la señora Lane, presumiblemente refiriéndose al perro. Sus comentarios entusiastas contrastan bastante con la meticulosidad informativa de su esposo, en especial si se tiene en cuenta que los tigres y los leones no ladran—. No me atreví a hacer nada hasta que el señor Lane bajó.

Sherlock Holmes se vuelve a reclinar en la silla, y sus rasgos aquilinos retoman su expresión habitual de decepción ante la estupidez humana.

—Así que cuando al final decidieron indagar qué pasaba, descubrieron el paquete, pero ni una señal de la persona o personas misteriosas que lo habían dejado allí a las... ¿qué hora era?

Lane responde.

—Las tres y veinte de la madrugada del jueves, más o menos, señor Sherlock. Salí y rastreé el exterior, pero era una noche oscura, nublada, y no se veía nada.

—Por supuesto. Así que recogieron el paquete y lo llevaron al interior, pero no lo abrieron. ¿Por qué no?

—Supusimos que no era para nosotros, señor Sherlock. Y, además, el paquete en sí es bastante peculiar en más de un aspecto. Resulta difícil de explicar...

Aunque Lane parece dispuesto a explicarlo de todos modos, Sherlock Holmes alza una mano autoritaria para detenerlo.

—Me basaré en mis propias impresiones. Les ruego que me traigan ese paquete misterioso.

Más que de un paquete, se trata de un sobre plano, enorme, confeccionado con trozos de papel grueso de color marrón que han sido adheridos entre sí, tan liviano que parece que no contenga nada en su interior. Sin embargo, las inscripciones que hay sobre el papel hacen que incluso Sherlock Holmes clave sus ojos en él. Hasta el último centímetro de la parte delantera del sobre está cubierto por unos rudimentarios adornos hechos en negro. Zigzags, espirales y serpentinas bordean hasta la saciedad los cuatro lados del rectángulo, mientras que, en diagonal, de esquina a esquina, unos dibujos en forma de círculos y almendras, muy destacados, lo recorren como si fueran unos ojos primitivos que observan.

—Me ponen los pelos de punta, se lo aseguro —comenta la señora Lane sobre estos últimos, a la vez que se santigua.

—Es muy probable que ese sea precisamente su propósito. Pero ¿quién...?

Sherlock Holmes deja que la pregunta se extinga en sus labios mientras examina con atención las otras marcas en el sobre: dibujos toscos de pájaros, serpientes, flechas, los signos del zodiaco, estrellas, lunas crecientes y explosiones solares llenan cada centímetro del papel como si tuvieran miedo de que algo más pudiera caber..., excepto en un gran círculo central. Encuadrado con unas hileras de líneas entrecruzadas a más no poder, este espacio al principio parece que esté vacío. Sin embargo, Sherlock Holmes, que ha sacado la lupa y está inspeccionando cuidadosamente el sobre, se concentra sobre esta área en concreto con una intensidad notable, incluso para él.

Después de unos momentos, deposita la lupa, aparentemente sin darse cuenta de que lo ha hecho sobre el plato de macarons, y se queda sentado, con el sobre en el regazo, observando pensativo los lejanos bosques de robles de Ferndell.

El señor y la señora Lane intercambian una mirada. Ninguno de los dos pronuncia palabra. En el silencio que sigue se pueden oír los ronquidos de Reginald Collie.

Sherlock Holmes parpadea, mira el perro dormido y, a continuación, se dirige al mayordomo y su esposa.

—¿Alguno de ustedes dos ha advertido el dibujo a lápiz? —pregunta el detective.

—Sí, señor, lo hemos visto —responde Lane con un tono extrañamente formal, casi con cautela.

—Mis viejos ojos lo pasaron por alto por completo —dice la señora Lane como si confesara un pecado—, hasta que el señor Lane, a la luz matinal, me lo enseñó. Cuesta distinguirlo sobre el pa

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