Enola Holmes 1. El caso del marqués desaparecido

Nancy Springer

Fragmento

Capítulo primero

CAPÍTULO PRIMERO

Me encantaría saber por qué mi madre me puso de nombre «Enola», el cual, leído del revés, en inglés, significa «sola». A mi madre le gustaban, o tal vez aún le gusten, los mensajes en clave y los acertijos, así que seguro que algo pretendía con el nombre, ya fuera una premonición, algún tipo de bendición enigmática o incluso un plan, aunque mi padre todavía no había fallecido.

Sea lo que fuere, durante mi infancia casi cada día ella me decía: «Te apañarás muy bien sola, Enola». De hecho, esa era su habitual cantinela de despedida cada vez que salía hacia la campiña cargada con su cuaderno de dibujo, sus pinceles y sus acuarelas. Y en verdad, sola es como me dejó cuando, una tarde de julio, la misma de mi decimocuarto cumpleaños, no volvió a Ferndell Hall, nuestro hogar.

Al principio, como celebré mi fiesta de cumpleaños con Lane, el mayordomo, y su esposa, la cocinera, la ausencia de mi madre no me preocupó especialmente. Aunque nuestra relación era cordial, mamá y yo rara vez interferíamos en los asuntos de la otra. Supuse que la habría retenido algún asunto urgente, y más cuando había dado instrucciones a la señora Lane para me entregara varios paquetes a la hora del té.

Los regalos de mamá fueron:

Un set de dibujo: papel, lápices de grafito, un cortaplumas para afilarlos y una goma de borrar de caucho de la India, todo ello organizado ingeniosamente en una caja plana de madera que, al abrirse, se convertía en un caballete.

Un libro bastante grueso titulado El significado de las flores (con explicaciones sobre los mensajes en abanicos, pañuelos, lacres y sellos de correos).

Otro cuadernillo mucho más pequeño lleno de mensajes en clave.

Aunque sabía dibujar hasta cierto nivel, madre me animaba a mejorar la poca mano que tenía. Ella sabía que disfrutaba dibujando, al igual que disfrutaba leyendo cualquier tipo de libro, sobre cualquier tema. Sin embargo, en lo que se refiere a mensajes encriptados y acertijos, sabía que no me interesaban para nada. Pese a eso, y como podía apreciar con claridad, había confeccionado con sus propias manos y especialmente para mí ese pequeño libro, doblando y cosiendo ella misma las páginas interiores, que estaban decoradas con algunas de sus refinadas acuarelas de flores.

Resultaba obvio que había estado trabajando en el regalo durante un tiempo considerable. «Ha pensado en mí», me dije con firmeza varias veces durante la tarde.

Aunque no tenía ni idea de dónde podía estar mamá, suponía que regresaría más tarde o enviaría un mensaje por la noche. Dormí plácidamente y sin preocuparme.

Sin embargo, a la mañana siguiente, Lane negó con la cabeza. No, la señora de la casa no había regresado. No, no había llegado ningún mensaje.

Afuera, una lluvia gris se compenetraba con mi estado de ánimo, que fue volviéndose cada vez más intranquilo.

Después de desayunar, subí de nuevo las escaleras hacia mi dormitorio, un refugio agradable en el que el armario, el lavamanos, el tocador y el resto de los muebles estaban pintados de blanco y decorados con unas cenefas de florecillas rosas y azules. La gente solía llamarlo «estilo cottage»: mobiliario barato propio de una criatura, pero a mí me gustaba. Casi siempre.

En aquel preciso día, no.

No podía permanecer en el interior de la casa; de hecho, no podía sentarme, excepto para calzarme las botas de agua a toda prisa. Ataviada de forma cómoda con una camisa y unos pantalones bombachos que habían pertenecido a mis hermanos, me puse un impermeable por encima. Y así, vestida enteramente de goma, brinqué escaleras abajo y cogí un paraguas del perchero.

—Salgo a dar un vistazo —anuncié a la señora Lane mientras atravesaba la cocina.

Qué extraño. Eran las mismas palabras que pronunciaba casi cada día cuando salía para... buscar cosas, por ejemplo, aunque generalmente no sabía qué. Cualquier cosa. Trepaba a los árboles solo para ver qué encontraba: conchas de caracol con franjas granates y amarillas, nueces, nidos de pájaros. Y si me topaba con el de una urraca, buscaba en su interior: botones, trozos de cinta brillante, un pendiente extraviado. Jugaba a que algo de mucho valor se había perdido y yo lo estaba buscando...

Solo que esta vez no era un juego.

La señora Lane también sabía que esta vez era diferente. Como siempre hacía porque nunca lo llevaba, debería haberme preguntado: «¿Y su sombrero, señorita Enola?». Pero no dijo nada cuando salí.

Cuando salí a dar una vuelta para buscar a mi madre.

Convencida de que podía encontrarla yo sola.

En cuanto estuve lo suficientemente lejos de la cocina como para que no me vieran, empecé a correr de un lado a otro como un perro beagle, olisqueando cualquier señal de mamá. El día anterior por la mañana, como capricho de cumpleaños, me permitieron holgazanear en la cama hasta tarde, así que no la había visto marcharse. Pero supuse que, como era su costumbre, habría salido algunas horas para dibujar bocetos de flores y plantas, por lo que primero la busqué en los terrenos de Ferndell.

Mamá administraba las tierras, y le gustaba que las cosas crecieran a su propio ritmo y sin interferir. Vagué por los jardines de flores silvestres, por los pastos invadidos de aliagas y zarzas, por los bosques cubiertos de vides salvajes y hiedra. Y durante todo ese tiempo, el cielo gris siguió llorando lluvia sobre mí.

Reginald, el viejo perro collie, trotó a mi lado hasta que se cansó de mojarse y fue a buscar cobijo. Qué criatura tan sensata. Calada hasta los huesos, sabía que debía imitarlo, pero no pude. Mi ansiedad y mi paso se habían acelerado guiados por el azote del pánico; pánico de que mi madre estuviera ahí fuera, herida, enferma o —un recelo que no podía ahuyentar por completo puesto que madre no era precisamente joven— de que hubiese tenido un ataque al corazón. Podía estar... pero no, no podía ni pensarlo; hay otras palabras. Fallecida. De viaje hacia el más allá. Difunta. Se fue con mi padre.

No, por favor.

Se podría pensar que como madre y yo no estábamos muy «unidas», su desaparición no iba a afectarme lo más mínimo. Sin embargo, fue más bien al contrario. Me sentí horrible. No dejaba de decirme que si algo le ocurría, sería culpa mía. Siempre me sentía culpable de... de todo. De respirar. De haber nacido indecentemente tarde en la vida de mi madre. Menudo escándalo, menuda carga. Y siempre había contado con resolverlo cuando creciera. Tenía la esperanza de que un día, de alguna manera, conseguiría hacer brillar una luz que sacaría mi vida de las sombras de la vergüenza.

Y entonces mi madre me querría.

De modo que tenía que estar viva.

Y yo estaba oblig

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