El vuelo de Eluán

León Krauze

Fragmento

Título

El Nasar

Eluán temblaba dentro de su cueva en las alturas del Monte Nasar. La montaña, con sus flancos ocres y sus arbustos retorcidos, lo enmarcaba como cada amanecer. La yerma pared que lo albergaba era casi completamente vertical, sólo decorada por esos pequeños setos de flores lilas que crecían una vez cada luna. En su nido, Eluán colgaba apenas por las uñas. Desde hacía tiempo temía caer. La guarida, cavada muy por encima del peligroso Mar de los Dangralos, amenazaba con desmoronarse. Lo que alguna vez había sido un hueco sólido, digno del crecimiento de un hombre alado llegado del florido valle del Río Berintao, ahora parecía estar a punto de desaparecer.

Como todos los de su especie, Eluán había vivido ahí desde pequeño. Sus padres le habían dado esa cueva justo a la mitad de la escarpada faz del Monte Nasar, cuando era todavía un chiquillo.

—Ésta es tu casa, hijo. Aquí crecerás, como antes crecimos nosotros y todos los que nos precedieron y nos seguirán —le dijeron los padres al asustado niño, y lo metieron ahí, como a un abandonado.

Eluán todavía recordaba el vuelo de despedida de sus padres. Lo habían dejado ahí, en la cueva, y emprendieron el vuelo para quizá no encontrarse nunca más. Porque los padres de los de su género rara vez vuelven a ver a los pequeños que crecían, por varias lunas, encima del Mar de los Dangralos. Ya era demasiado tarde cuando los hijos finalmente regresaban al Berintao, tierra de los hombres alados desde el principio de Pantia. Casi todos los padres morían antes de lograr ver a esos niños de plumaje tímido convertirse en hombres de alas poderosas. La paternidad tardía era uno de los pocos infortunios de la especie del valle del Berintao: podían procrear, pero muy pocos tenían el gusto de atestiguar la madurez gallarda de sus descendientes. Sólo algunos, como el abuelo Neibor, quizás el hombre alado más longevo de la larga historia de Pantia, vivían lo suficiente como para ver a sus hijos. La edad no perdona ni a los hombres alados. El adiós era, pues, probablemente para siempre.

Eluán no había cumplido ni siquiera las seis lunas cuando sus padres lo dejaron en el Nasar. Una vez que se despidió del confundido pequeño, la madre de Eluán se alejó en un vuelo muy alto, como queriendo olvidarlo de verdad. El niño, con sus plumas frágiles y los ojos redondos bien abiertos y humedecidos por el desconsuelo, la vio subir hasta cielos inalcanzables. Las alas blancas de su madre se confundieron con las nubes largas de Pantia. Se volvió un punto minúsculo que, de pronto, se fue para no regresar jamás. El pequeño, sentado en su cueva, quiso pegar un grito de dolor: no comprendía cómo ni por qué lo habían dejado ahí, en un inhóspito agujero a la mitad de una montaña que nunca había visto. Eluán no pudo darse cuenta del dolor de sus padres. Su madre emprendió el vuelo llorando esas lágrimas rojas que sólo derraman los hombres alados que crecen, hasta querer volar, en las Alturas del Nasar. Nunca más vería a su hijo. Pero el dolor no sólo la atrapó a ella. El padre de Eluán también sufría por tener que dejar a su único descendiente a su suerte: abrazó en pleno vuelo a su mujer y, con el alma atorada en la garganta, sólo pudo desear una cosa:

—Vuela pronto y vuela alto, hijo —murmuró el padre de Eluán.

Y así, Eluán se quedó en su cueva, viendo el vuelo pausado de un linaje que por primera vez lo dejaba solo.

Una vez aislado, el instinto le dijo qué hacer. Guiado por esa voz interior que siempre sabe lo que sigue en la vida, Eluán miró hacia dentro de la cueva y empezó a rascar en el suelo. Debía construirse un nido donde descansar, una cama de tierra que lo arrullara mientras esperaba el paso de las lunas, que lo harían crecer tan fuerte y grande como su padre. Sus minúsculas manos comenzaron a sacar puñados de polvo cobrizo. Los seis dedos de cada manita se movían al mismo ritmo. Ellos, los alados del Nasar, tienen seis dedos al final de cada extremidad: seis en cada mano, seis en cada pie. Son seis porque cinco no son suficientes, no para ellos, que son más que hombres y más que aves, son hombres que alzan el vuelo, hombres alados de manos laboriosas.

Al poco tiempo, Eluán ya había hecho un hueco en el suelo. Perfectamente redonda, la cavidad parecía una cuna. Eluán sintió la tierra tibia y se acurrucó. Un soplo de brisa con olor a Mar entró y le recorrió la espalda. Los aires del temible Mar de los Dangralos le dieron la bienvenida a sus lunas de crecimiento. El frío lo hizo quejarse. Las dos minúsculas alas que apenas crecían debajo de sus hombros comenzaron a dolerle. Esas alas habrían de llevarlo lejos algún día, cuando llegara el momento de volar, como también lo habían hecho sus padres, sus abuelos y todos los que habían respirado el aire de Pantia antes que Eluán. Algún día sería él quien tendría que dejar en algún nido de este lugar a un pequeño niño alado. Y su hijo estaría también tiritando de frío, con las alas nacientes, en una noche típica del Nasar y los Dangralos.

Eluán cerró los ojos con trabajo. No sabía si sonreír o soltar una lágrima roja. Ésta sería su casa. No la dejaría sino hasta que pasaran poco más de diez lunas, el tiempo necesario para que un hombre alado esté listo para emprender el vuelo de vuelta a la tierra del Río Berintao, donde buscaría a una mujer buena y noble con la cual formar, a su vez, una familia. Ése era el destino de todos y cada uno de los hombres alados que nacían a orillas del Berintao y crecían en la cara casi vertical de las Alturas del Nasar, justo arriba de las olas furiosas del Mar de los Dangralos, el mar de las mil batallas y los monstruos de fauces amplias. La espera sería larga.

Así transcurrieron casi ocho lunas. Eluán crecía aceleradamente. La barba empezó a poblarle el rostro cuando apareció la sexta luna de su estancia en el Nasar. Justo a tiempo para un hombre alado con once lunas de vida. Eluán se tocó las mejillas una mañana y sintió el tímido crecimiento de la barba que tienen todos los de su especie. Apenas un esbozo del pelambre que, con el paso del tiempo, habría de enmarcarle la quijada. Las piernas también le crecieron como dos largos troncos. Los brazos no se habían quedado atrás y poco a poco se declaraban listos para probar otros aires.

Pero no todo su cuerpo le había hecho caso al correr de las lunas. Sus alas tardaron en desarrollarse. Todos los días, Eluán tocaba cada una de sus plumas; las sentía frágiles, delgadas e incapaces. Y empezó a tener miedo, a dudar de sí mismo. No sabía si el plumaje aguantaría el primer vuelo, que se veía cada vez más cerca. Temía infinitamente que le ocurriera lo mismo que a Losvor, aquel imprudente que había crecido en un hueco apenas arriba de Eluán. El descocado Losvor intentó volar al ver salir la decimosegunda luna de su vida, un poco antes de lo aconsejado. Pobre Losvor: cuando saltó de su nido del Nasar, sus alas, lánguidas e impotentes, no abrieron como debían. Las plumas se resquebrajaron a media caída y el joven alado nunca pudo levantar el vuelo. Eluán, que entonces era un recién llegado al Nasar, lo vio

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