Los secretos del Vesubio

Fragmento

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Cuidado, Jonatán! —gritó Flavia Gémina.

Jonatán ben Mardoqueo, metido hasta la cintura en el azul mar Tirreno, no vio a la horrible criatura que salió del agua detrás de él.

—¡Arrrgh! —El monstruo marino lo agarró por la cintura.

—¡Ayyyyy! —chilló él.

Pero el grito quedó interrumpido, pues se hundió y la boca y la nariz se le llenaron de agua salada. Un instante después volvió la calma a la superficie, brillante bajo el cálido sol del verano. Flavia y la niña esclava Nubia se quedaron horrorizadas.

De repente, el muchacho volvió a salir entre espuma y salpicaduras en busca de aire para respirar, y escupió un buen trago de agua.

—¡Lupo, idiota, casi me ahogo!

Otra figura emergió a su lado, riendo a carcajada limpia. El monstruo resultó ser Lupo, que estaba desnudo como una anguila. Aunque no tenía más que ocho años, Flavia chilló al verlo así y cerró los ojos; entonces lo oyó salpicar entre las olas camino de la orilla.

Cuando creyó que ya podía mirar, la niña abrió un ojo.

Lupo se estaba anudando el ceñidor de la túnica.

Flavia abrió el otro ojo.

Jonatán se acercó sigilosamente a Lupo con un gran puñado de arena mojada en la mano, pero, antes de que pudiera colársela dentro de la ropa, éste se volvió y lo agarró. Cayeron al suelo y rodaron como un par de luchadores en la palestra.

Jonatán, que era mayor, acabó finalmente encima, se sentó a horcajadas sobre Lupo y lo sujetó por las muñecas contra la arena caliente. El niño hizo esfuerzos por zafarse, pero, aunque era fuerte y ágil, no podía con Jonatán.

—¡Ja! —gritó—. El guerrero Aquiles ha derrotado al monstruo marino. Implora clemencia. Vamos, ¡di pax!

Flavia suspiró y puso los ojos en blanco.

—Ya sabes que no puede hablar. ¿Cómo va a decir nada? Suéltalo.

—No —insistió—. No habrá compasión mientras no la suplique. ¿Quieres compasión?

Los ojos verdes de Lupo brillaron y negó desafiante con la cabeza mientas luchaba por escapar.

—¡Entonces recibirás un castigo! —Jonatán dejó salir una gota espumeante de saliva de la boca, que se quedó colgando sobre la cara del pequeño.

Lupo miró alarmado el escupitajo y las niñas chillaron. De pronto, una criatura peluda y mojada se lanzó sobre Jonatán ladrando con entusiasmo.

—¡Scuto! —se rió el muchacho, y se levantó mientras el perro le llenaba la cara de lametazos. Dos cachorros aparecieron detrás de él.

Scuto esperó a que los cuatro amigos lo rodearan y después se sacudió enérgicamente. Los perritos lo imitaron y agitaron sus cuerpecillos desde la cabeza a la cola.

—En! —dijo Nubia—. ¡Cuidado! Me salpicáis la túnica nueva.

Jonatán se rió.

—Creo que te hemos leído demasiada poesía latina.

Flavia se miró la ropa, que también estaba mojada.

—Bueno, lo único que se puede hacer...

Dio un grito y se tiró al agua vestida. Los otros tres chillaron y la siguieron.

Jugaron un rato entre salpicaduras y ahogadillas. Luego Lupo les dio la clase diaria de natación y les enseñó a mover los brazos y las piernas como las ranas. Nubia, nacida en el desierto africano, donde el agua era un bien escaso, al principio había tenido miedo del mar, aunque ahora le encantaba nadar. También Jonatán había aprendido mucho, pero Flavia era incapaz de coordinar sus movimientos.

Después salieron todos y se tumbaron en hilera en las cálidas y suaves dunas. Aún con la respiración agitada, cerraron los ojos y dejaron que el caluroso sol de agosto los secara mientras la brisa marina refrescaba agradablemente sus cuerpos mojados. Scuto y los cachorros Nipur y Tigris se habían echado jadeantes sobre la arena.

Cuando recobró el aliento, Flavia se apoyó en un codo y miró hacia la playa con los ojos medio cerrados. Sexto, uno de los marineros de su padre, dormitaba bajo la sombrilla de papiro destinada a las chicas.

Llevar guardaespaldas era algo más que un lujo. Algunas semanas atrás, ella y sus compañeros habían escapado por los pelos del traficante de esclavos Venalicio. Si los hubiera capturado, los habría llevado a cualquier lugar del Mediterráneo para venderlos y nadie los habría vuelto a ver. Pero ahora Sexto estaba cerca y por el momento se encontraban a salvo.

Volvió a echarse y miró a una gaviota que planeaba por el azul diáfano del cielo. Los labios le sabían a salitre y oía el susurro de las olas en la arena mojada. Los demás estaban tumbados a su lado y los perros dormitaban a sus pies.

Flavia Gémina cerró los ojos y suspiró. «Ojalá fueran así todos los días», pensó. Pero su padre había decidido que Ostia no era un lugar seguro donde pasar el resto del verano, y dentro de un par de días zarparían hacia el sur, a la hacienda de su tío, cerca de Pompeya.

Era una pena, porque la finca era un lugar seguro pero aburrido.

Dio otro suspiro.

Había disfrutado de su primer caso de investigación, cuando sus amigos y ella habían descubierto y atrapado al asesino de perros de Ostia. Quería resolver más misterios, y allí había muchos. Una niña de nueve años llamada Sapphira había desaparecido meses antes; habían robado en tres ocasiones al panadero favorito de Alma, y siempre merodeaban por el puerto extraños forasteros con intención de subir al primer barco que los llevara lejos de la península Itálica. Vivir en una ciudad portuaria tan ajetreada exigía poner los cinco sentidos en todo y estar siempre alerta.

—¿Qué pasa, Jonatán? —dijo Flavia—. ¿Por qué me zarandeas?

—Porque roncabas —respondió—. Además, creo que alguien está en apuros.

La niña se incorporó y se hizo visera con la mano.

Mar adentro, en el agua azul brillante, distinguió la quilla de un bote de remos que se había dado la vuelta. Una pequeña figura se aferraba a él con una mano y pedía socorro con la otra.

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Los cuatro amigos se pusieron en pie y miraron al mar.

—Fijaos. ¡Ha volcado una barca grande! —dijo Nubia.

—¡Sexto! —llamó Flavia—. ¡Rápido!

El enorme guardaespaldas se levantó y miró alarmado a su alrededor.

—¡Ha zozobrado una embarcación! —le gritó.

Los

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