Los piratas de Pompeya 3

Caroline Lawrence

Fragmento

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Tras la explosión de la montaña, la oscuridad cubrió la región durante tres días. Cuando al fin volvió a lucir el sol, éste no era el astro resplandeciente que había iluminado el Imperio romano una semana antes. Era una mustia falsificación que brillaba en el cielo incoloro, sobre un mundo destruido.

En una ladera gris, situada a dieciséis kilómetros al sur del volcán, una joven esclava de piel oscura trepaba por un sendero en busca de la flor que podría salvar a su amigo moribundo.

Nubia movía la cabeza a derecha e izquierda y escudriñaba la pendiente, cubierta de cenizas, por si descubría una flor rosada. No conocía el aspecto del ciclamen napolitano; sólo sabía que era de color rosa y que poseía grandes propiedades curativas. El médico lo llamaba «el remedio».

Pero allí no había nada rosado, todo era gris. Nubia subía con lentitud entre olivos, higueras, cerezos, membrillos y moreras, cubiertos de una fina capa de ceniza terrosa. Por todas partes se veían negros tocones, restos de olivos o palmeras quemados por las chispas de fuego que habían caído. Algunos troncos chamuscados aún echaban humo. Nubia pensó que aquélla parecía la tierra de los muertos: la Tierra Gris.

El manto de ceniza amortiguaba los sonidos, pero Nubia oyó un grito procedente de la playa. Se paró, se dio la vuelta y miró hacia abajo. Desde aquella distancia, los edificios situados en torno a la cala resultaban diminutos.

A través de la fina película de cenizas que seguían cayendo del cielo vislumbró la taberna Pegaso en el margen derecho de la cala, junto al promontorio. Unas cuantas barcas de pesca, minúsculas como si fueran de juguete, se hallaban varadas en la playa, cerca de los cobertizos para botes en los que Nubia y los demás se habían refugiado después de la erupción. Las termas de Minerva estaban en el extremo opuesto; su cubierta de tejas rojas parecía de color rosa pálido bajo el velo de ceniza. Entre las termas y los cobertizos para botes había cientos de tiendas de campaña y albergues improvisados: era el campo de refugiados.

Desde la playa llegó otro gemido, y Nubia oyó una voz ansiosa a su espalda.

—¿Quién ha muerto? No ha sido él, ¿verdad?

Nubia se giró y vio a la niña de cabello castaño claro que descendía corriendo por la pendiente. Tres perros iban tras ella levantando nubes de ceniza al abrirse camino entre las adelfas y los mirtos que bordeaban el sendero.

—No creo que sea él —dijo Nubia mientras volvía a contemplar la playa.

—Mardoqueo afirmó que no viviría mucho...

Las niñas observaron una espiral de humo negro que ascendía desde la pira funeraria del arenal. Alrededor de ésta, pequeñas figuras humanas alzaban las manos hacia el blanco y ardiente cielo e invocaban a los dioses. Nubia se estremeció y buscó la mano de su ama.

Flavia Gémina era su amiga más que su dueña. Se trataba de una niña romana nacida libre que había comprado a Nubia en el mercado de esclavos de Ostia para salvarla de un destino inimaginable. Desde entonces, la bondad de Flavia había sido como un sorbo de agua fresca en un desierto de dolor. Y, en ese momento, Nubia buscó consuelo en la firme mirada de Flavia y en el reconfortante apretón de su mano.

Al cabo de un instante, se volvieron sin decir palabra y continuaron su ascenso por el monte gris. Eran dos niñas, una de piel oscura y otra de piel blanca, que vestían túnicas rotas y sucias y buscaban entre las cenizas la flor que salvaría a su amigo moribundo, Jonatán.

Lupo, un niño de ocho años, observó desde la playa a las niñas que continuaban subiendo por el sendero. Resultaba fácil distinguirlas, pues eran las únicas manchas de color en el monte gris. Flavia llevaba una túnica azul, y la de Nubia era de color mostaza. El punto de color marrón dorado al que seguían dos puntitos negros debían de ser Scuto y los cachorros.

Cuando se dirigía hacia la pira para presenciar la cremación del cuerpo, creyó ver a alguien que caminaba por lo alto del monte: una persona vestida de marrón; no, no era una, sino dos personas.

En ese instante, una ráfaga de viento arrastró el humo acre de la pira y lo batió contra su rostro. Tenía los ojos llorosos y empañados. Se los secó y vio de nuevo a las niñas y a sus perros, pero las otras figuras habían desaparecido.

Lupo no le dio importancia y continuó hacia la pira para contemplar la cremación.

Los familiares del difunto lloraban y se lamentaban. Dos plañideras profesionales, vestidas de negro, contribuían a expresar el dolor de la familia con agudos quejidos. Lupo no se dejó impresionar por los gritos de angustia. No sabía quién era el muerto ni le importaba. Sólo sabía que, hacia el mediodía, el cadáver hinchado de un hombre había aparecido en la playa. Era uno de tantos cadáveres hallados en los dos últimos días.

El niño estaba tan cerca de la hoguera que el calor casi lo abrasaba, pero mantenía los ojos bien abiertos a pesar de que el humo se los irritaba. Cuando las plañideras se arañaron las mejillas, él hizo lo mismo. Le dolió, pero al mismo tiempo se sintió aliviado. Necesitaba experimentar aquel sufrimiento.

El ennegrecido cadáver parecía temblar entre el calor de las llamas. Durante un segundo Lupo imaginó que se trataba del cuerpo de Plinio, el gran almirante que lo había tratado con amabilidad y respeto y que había muerto boqueando como un pez.

A continuación pensó que era el cuerpo de Clío, una niña de siete años, lista, valerosa y alegre, a quien él había intentado salvar en dos ocasiones, aunque había fracasado.

Por último, creyó ver el cadáver de su propio padre, de cuyo asesinato había sido testigo sin poder hacer nada por impedirlo. El padre al que nunca había llorado como se merecía. Lupo volvió a arañarse la cara y dejó que el dolor lo invadiese, mientras las plañideras se lamentaban a su lado. Al fin, también él abrió la boca sin lengua y aulló de ira, de rabia y de desesperación.

Los penetrantes ojos grises de Flavia no solían fallar a la hora de buscar flores silvestres.

En Ostia, cuando iba a visitar la tumba de su madre, situada extramuros de la ciudad, su nodriza Alma y ella recogían hierbas y flores silvestres por el camino. Flavia siempre colocaba las más hermosas sobre la sepultura para consolar a los espíritus de su madre y de sus hermanos pequeños. Después, Alma dividía las hierbas restantes en dos grupos: utilizaba algunas para cocinar y ponía las demás en la caja de los remedios medicinales.

Cuando Mardoqueo pidió a las niñas que buscaran el ciclamen napolitano, Flavia no dudó que lo conseguirían. Pero resultaba difícil distinguir las flores silvestres bajo la costra de ceniza. A media tarde, Nubia y ella habían encontrado otras plantas que podrían ser útiles para el médico, como la valeriana roja, la fumaria y la milenrama, pero no había ni rastro del ciclamen.

Siguieron monte arriba y subieron cada vez más. A medida que ascendían, los olivos dej

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