El héroe perdido

Rick Riordan

Fragmento

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Capítulo I

Recuerdo con punzante nitidez el día en que juré por mi salvación eterna no revelar jamás lo que voy a contar en este libro.

Tenía veintidós años. En aquel entonces, la salvación eterna era algo que apreciaba más que a mi vida. Pensar en el concepto opuesto, la condenación eterna, hacía que las palmas de mis manos se cubrieran de sudor frío. Me abismaba en la aterradora posibilidad de un destino de tortura sin tregua ni final. Se me había adiestrado desde los doce años para no imaginar el Infierno como una abstracción, sino como un lugar real donde ardía un fuego inextinguible que los hirientes fuegos de este mundo solo podían prefigurar con vaguedad. No solo el contenido y la formulación del juramento lo hacían solemne; también el que lo pronunciase ante la persona que en ese momento representaba para mí la voz y la mirada de Dios: Luis Fernando Figari, fundador y entonces superior general del Sodalicio de Vida Cristiana (SCV)1.

Esto ocurrió un sábado del verano de 1998. Vivía en una comunidad sodálite ubicada a las afueras de Lima, en el distrito de Santa Clara, llamada San José, Casto Esposo de la Virgen María. San José –como le decíamos cotidianamente– tenía algo que la distinguía de las demás comunidades sodálites y que, en más de un sentido, la convertía en la más importante. En ella vivía el fundador. Era una sola comunidad, pero constaba de dos casas, cada una aposentada en un terreno de unos dos mil o tres mil metros cuadrados, y separadas por un muro interno de dos puertas. Ambas tenían horarios y propósitos distintos. Luis Fernando residía en San José I. Quienes vivían con él estaban allí para servirlo directamente. Uno como su secretario principal, confidente y ayuda de cámara. Dos o tres como sus secretarios segundos; otro como cocinero-mozo; uno más como el encargado de pasarle películas durante la madrugada; y el sexto como chofer. Quienes vivíamos en San José II estábamos destacados allí con la misión explícita de atender las necesidades de quienes tenían la bendición de servir directamente al fundador.

Si yo albergaba alguna duda sobre cuál era la dinámica de la comunidad San José, Casto Esposo de la Virgen María, esta desapareció pronto cuando Luis Fernando me preguntó nada más mudarme allí:

–Sabes que esta es una comunidad funcional, ¿no?

Como la inseguridad que me provocaban sus preguntas capciosas –que era la mayoría de ellas– me impidiera decir siquiera si sabía o no a qué se refería, él mismo me ofreció la respuesta:

–Porque todo funciona en torno a mí, pues, huevón.

Aquel día me tocaba lavar los trastes del desayuno. Ya estaba secando los últimos platos cuando Luca Gilardi se asomó por la ventana de la cocina y me dijo que partíamos en cinco minutos con Luis Fernando rumbo a Lima. Luca, tan solo dos años mayor que yo, era su confidente, su ayuda de cámara y un posible heredero del cargo de superior general. Era también mi consejero espiritual y mi amigo. Sentía una admiración primitiva hacia él, muy parecida a la que siente un niño por su hermano mayor.

Le encomendé a alguien guardar los platos en la alacena, le avisé al encargado de la comunidad de mi partida y estuve parado junto al automóvil de Luis Fernando en menos de tres minutos. Recuerdo lo que sentía al estar cerca de ese Toyota Tercel último modelo, de un blanco hueso, reluciente y tapizado por dentro de terciopelo granate. Lujoso si se lo comparaba con el resto de los automóviles del SCV y, sobre todo, si se lo medía con el parque automotor del Perú de los años 90. No olvido mi panorama emocional porque fue siempre el mismo en todas las ocasiones que acompañé al fundador durante los nueve años que viví en San José. Aunque sabía que se trataba de una «idea antievangélica», me sentía feliz de que los demás sodálites me viesen formando parte del séquito de Luis Fernando. Me llenaba el pecho de satisfacción que él mismo me hubiese elegido para acompañarlo. No se iba con alguien al azar. Muchos miembros de San José II jamás habían sido elegidos para acompañarlo a ningún lugar, ni lo serían nunca. El SCV se organizaba en círculos concéntricos que partían de su fundador y este establecía estratégicamente los grados de cercanía a su persona. Sentía también ansiedad porque nunca sabía qué tal me iba a ir con Luis Fernando. Ignoraba si ese día me iba a poner ante los demás como ejemplo de alguna virtud sodálite, si iba a alabar mi aguda percepción o mi intuición, o si me iba a sacar en cara algún defecto, algún complejo, alguna falta de reverencia o de compromiso. Esto me ponía tenso, pero lo que me aterraba era la posibilidad de que me dijese algo en público o en privado sobre mi más oscuro secreto. Intentaba aplicar la recomendación que Luca me había dado durante una sesión de consejo espiritual: que tratase de presentarme ante Luis Fernando tal como era, de repetirme que yo no estaba allí para tratar de demostrarle que era talentoso o virtuoso, sino para servirle. «Te paralizas ante él porque crees que eres el centro del universo. Piensa que estás aquí para ayudar a tu fundador, como el Cireneo ayudó a Cristo con su pesada cruz, y te aseguro que vas a empezar a moverte con libertad». Algo así me decía Luca y graficaba la cerrazón sobre mí mismo y mi inmovilidad apretando una de sus manos contra la otra. Yo me repetía: «Estás aquí para servir a tu fundador», pero apenas estaba junto a él, este mantra se interrumpía o continuaba sonando en mi cabeza, pero carente ya de significado.

Dudo haberme sentido cómodo alguna vez en presencia de Luis Fernando. No era fácil, y no solo por mis problemas para asumir el sistema heliocéntrico que me proponía mi consejero. El humor de nuestro líder era –por decirlo de una forma neutra y delicada–, cambiante. Yo atribuía esa inestabilidad a la abrumadora carga que soportaba al ser la «antena que el Espíritu Santo había elegido para transmitir su mensaje y guiar a la humanidad en el tercer milenio», o a las miles de decisiones y preocupaciones que seguramente debía afrontar cada día en el gobierno del SCV. Desde que conocí dicha institución, a los doce años, sabía que la santidad suponía emular al mismo Dios hecho hombre en su sacrificio redentor. En el imaginario colectivo sodálite, Luis Fernando era santo, aunque no hubiese sido beatificado. Nos resultaba algo absolutamente plausible una vez ocurriese su fallecimiento, aunque no lo dijera, aunque repitiese: «Perdonen mis defectos que son muchos, pero imiten mis virtudes, que algunas tengo y son lo máximo», y aunque no hablásemos abiertamente de ello. Debía, por lo tanto, soportar un constante dolor espiritual, una pesada cruz que lo configuraba en todo con el Señor Jesús. Esto para mí explicaba y justificaba por amplio margen sus cambios de humor, sus gritos, sus golpes, sus manías, sus horarios, sus caprichos, sus castigos, sus insultos y sus teatrales gestos de ternura y compasión. Yo no juzgaba nada de lo que hacía Luis Fernando porque para mí todas sus acciones, gestos y palabras manifestaban el flamígero y libérrimo Espíritu de Dios. Si en ese momento de mi vida alguien me hubiese dicho que se trataba de un megalómano cobarde y sádico, un depredador sexual y un abusador físico y psicológico, además del creador de una secta destructiva de control mental que produciría incontables víctimas, no solo no le hubiera creído sin importar cuántas pruebas o testimonios aportase, sino que lo hubiera agredido físicamente.

Ese día, como de costumbre, lo oí antes de verlo. Casi siempre, apenas salía de la comunidad hacia su automóvil o para dar una caminata por el jardín, se aclaraba con violencia la garganta de flemas y las escupía en el césped o en cualquier lado. Su médico de cabecera, el doctor Calvo, le había dicho que era malo mantener flemas en las vías respiratorias y él ponía en práctica de esta forma aquel saludable consejo. El ruido de sus gargajos se podía escuchar desde cualquier punto de la propiedad. Años más tarde, este sonido pedregoso me indicaría que debía esconderme en algún lado para no toparme con Luis Fernando. Solía ocultarme de él en la capilla del Santísimo. Era el escondite más seguro porque el fundador nunca entraba allí, pero era también el más incómodo, pues una vez adentro debía ingeniármelas para esconderme de Dios.

Lo vi, ahora sí, aparecer. Caminaba un poco inclinado hacia adelante, con los brazos inertes, colgando como remos a ambos lados de su voluminoso cuerpo. Nunca supe su peso exacto, pero calculo que debe haber rondado los ciento cincuenta kilogramos. Para esa época ya no llevaba el bigote y los lentes de marco ancho y oscuro que lo hacían ver como un típico intelectual latinoamericano de los años 70 y 80. Fomentaba ahora una abundante barba entrecana. Al recrear en mi mente su apariencia me parece que la barba le iba mucho mejor que el mostacho, pues este había pasado ya de moda y aquella le tapaba por completo la turgente papada, además de asemejarlo con la imagen que uno tendría de un profeta veterotestamentario. Usaba ya para esta fecha lentes de montura delgada, pero igualmente oscura, que se equilibraba sobre el puente de una nariz aquilina, y hacía de marco a sus ojos oscuros, brillantes y de movimientos veloces. Llevaba el escaso cabello que le quedaba distribuido sabiamente sobre su cráneo liso. Para esto se ayudaba, supongo, de algún tipo de gomina. Vestía aquel sábado el uniforme oficial del SCV: terno azul oscuro, mocasines marca Florsheim negros, camisa Oxford celeste con cuello de botones, corbata del mismo color del terno y una crucecita dorada en la solapa. Llegaba seguido por Luca y por Tomás, este último le servía como chofer.

–Hola, Luis Fernando –dije, y sonreí.

–¿Y? ¿Ya eres santo?

–No. Todavía no.

–Mal, pues.

–Qué te parece, Luca –dijo mientras se acomodaba en el asiento del copiloto–. A todos les voy a repetir: «¿ya eres santo?», todos los días, en vez de saludo.

–Me parece bien –dijo Luca.

Un sodálite abrió el portón de San José I y abandonamos la comunidad con destino (aún no lo sabía) a un asentamiento humano, donde se inauguraba un centro solidario. Aquí mi memoria flaquea. No recuerdo el nombre del lugar, ni el del centro solidario, pero el proyecto había sido puesto en marcha por el Movimiento de Vida Cristiana (MVC)2, asociación fundada también por Luis Fernando. Esta laguna me delata. El olvido también dice cosas sobre el pasado. Lo más probable es que en ese momento me importasen muy poco el centro solidario, el asentamiento humano y sus habitantes, lo único que me importaba era el fundador.

Durante el camino, hablamos de cosas diversas. No recuerdo qué comentario hice, pero Luis Fernando lo calificó de «muy inteligente, brillante». Inmediatamente después se dirigió a Tomás:

–Mira, Tomás, te voy a explicar cómo es la cosa. Este chiquillo de acá atrás tiene la Amazonía adentro y por años no había tenido carretera para sacar las riquezas, y ahora sí la tiene.

Tomás era rubio, de ojos celestes y tenía un cierto parecido a Mark Hamill cuando dio vida al joven Luke Skywalker en La guerra de las galaxias. Era un «esper»3, quizás el más poderoso de todos los «esper» con los que contaba el SCV, después de Luis Fernando, claro está. En aquel momento, Tomás debe haber tenido unos treinta años. A los catorce había conocido a Luis Fernando y este había quedado deslumbrado con la agudeza de su intuición y la variedad de capacidades extrasensoriales de las que daba muestra. Había invertido una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en «hacerle apostolado», en convencerlo de que una persona como él solo sería feliz en el SCV y en entrenarlo para que llegase a ser un gran «esper». Pero hacia los dieciséis años, este había soltado la mano del arado y había retornado al mundo. Allí –según contaba Luis Fernando sin importarle que estuviese presente Tomás o no– había tenido sexo con varias chicas y había fumado marihuana. Tampoco se cuidaba de que estuviese presente cuando afirmaba que «al fumar marihuana se había fumado todo su cerebro izquierdo» y que por eso experimentaba dificultades para la abstracción y las letras. El haber tenido relaciones sexuales en repetidas ocasiones le había hecho perder «el cincuenta por ciento de su brillo espiritual», afirmaba. Con todo –se alegraba melancólicamente Luis Fernando–, lo que había quedado de él era todavía poderosísimo. Pero, claro, qué distintas hubieran sido las cosas si jamás hubiese soltado la mano del arado. Toda anécdota contada por el fundador escondía una enseñanza edificante que nosotros atesorábamos en el corazón y meditábamos como hiciera la Virgen María con las enseñanzas del Señor Jesús.

–Ya te entendí, Luisfe –dijo Tomás sin despegar los ojos de la carretera.

Que yo sepa, Tomás era el único sodálite que –en confianza, por supuesto–, se permitía utilizar esta fórmula abreviada para dirigirse al fundador. Cuando Luis Fernando estaba cariñoso, le decía Tommy.

–Ya sé que me entendiste. De eso no tengo dudas. Pero me entendiste solo con tu cerebro derecho porque te fumaste la carretera enterita. Ese es el problema.

Cuando llegamos al asentamiento humano y alcanzamos una panorámica de aquella hondonada saturada de casitas con techos de estera o calamina, Luis Fernando hizo notar que no solo la parte plana del terreno estaba copada de viviendas; también las faldas de los cerros que la circundaban.

–Es que son serranos, pues. Por eso se suben a los cerros, como en su tierra. Te apuesto a que hay más terreno plano –agregó.

En los alrededores del centro solidario había un par de centenares de pobladores esperando a Luis Fernando. Había también algunos sodálites y varios miembros del MVC. Descendimos del automóvil. Yo caminaba con la frente en alto tras el fundador, imitando el gesto grave de Luca. Muy contento, por lo demás, de que los sodálites y emevecistas congregados allí me viesen como un sodálite cercano a Luis Fernando.

A nuestro encuentro vino Germán Doig Klinge, vicario del fundador y coordinador general del MVC. Era el indiscutible número dos de la organización. Inmediatamente me puse tenso. Siempre me ponía así cuando había que saludar a Germán. Me ponía casi tan tenso como con Luis Fernando, pero por razones distintas. Para mí, y para todos, Germán era «el mejor entre nosotros», la encarnación más prístina de la espiritualidad y del estilo sodálites. Ya tendré ocasión, más adelante, de hablar de él. Lo veía entonces como una persona tan intachable, sólida y espiritual, que su sola presencia me hacía sentir lejos del ideal sodálite. Me costaba sostenerle la mirada. Aunque sus ojos me parecían bondadosos, creía que eran capaces de leer en los míos mi más oscuro secreto. No sé por qué me importaba tanto que Germán percibiese mi más oscuro secreto, puesto que yo sabía perfectamente que estaba al tanto de él. Yo se lo había contado a mi consejero y, por ende, lo conocía Luis Fernando y también Germán, y quién sabe cuántos más sodálites de la cúpula que tenían acceso a este tipo de información personal. A no ser que el fuego lo haya devorado, es probable que mi más oscuro secreto se encuentre aún, descrito con exactitud, en el archivo del SCV.

Como parte de la ceremonia de inauguración, habló Luis Fernando. Alentó a los pobladores a la santidad, les recordó en todo momento dejarse llevar de la mano por nuestra Santísima Madre al encuentro plenificante con su Hijo, el Señor Jesús, y los exhortó a vivir el amor solidario, apartándose de las ilusiones del mundo: «El apetito desordenado por el tener, el placer y el poder». Finalizado el discurso, inspeccionó las instalaciones. Cargó y bendijo niños, les hizo en la frente la señal de la cruz con el dedo pulgar y se tomó fotos mostrando su sonrisa más beatífica mientras se abrazaba con las señoras encargadas de las cocinas populares. Una cámara de video, empuñada por un sodálite, lo seguía reverentemente a todas partes. Finalmente, oró en voz alta, rodeado de un receptivo silencio, ante la efigie de la Inmaculada Dolorosa, la advocación mariana del Sodalicio desde que una estatua similar alumbrara un respetuoso rincón de la casa natal del fundador.

Nos despedimos de Germán, me volví a poner tenso y caminamos los cuatro en silencio de vuelta hacia el automóvil. Luis Fernando ingresó e inmediatamente abrió la guantera. De allí extrajo a toda velocidad un puñado de paquetes de toallas de papel humedecidas en alcohol y otros desinfectantes. Rasgó tres o cuatro sobres, desembolsó sus respectivas toallitas, las desplegó torpemente y comenzó a sobarse las manos sin poder contener un fuerte temblor y una expresión que combinaba la angustia con el asco. Yo lo vi todo desde el asiento de atrás, en diagonal. Se dio cuenta de que lo estaba mirando, terminó de limpiarse y volteó hacia mí.

–Nunca… jamás vas a contar lo que acabas de ver –me dijo muy lentamente, masticando cada palabra. Sus ojos eran dos agujeros negros.

–Claro, Luis Fernando, cómo crees que alguna vez voy a contar nada.

–¡No! –gritó–. ¡Júrame por tu salvación eterna que jamás vas a contar nada de lo que has visto de mí o del Sodalitium, ni de lo que vayas a ver!

–Lo juro.

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Capítulo II

Conocí el SCV cuando tenía doce años. A los catorce ya estaba convencido de que Dios me llamaba a entregar mi vida entera a la gesta sodálite. Alcanzada la mayoría de edad hice promesa de aspirante y me mudé a Lima para vivir en comunidad. Estuve en el Centro de Formación en San Bartolo durante dos años y medio. Viví luego en San José, junto al fundador, durante nueve años. A los treinta fui destacado como formador en San Bartolo. Al año emití a perpetuidad los compromisos de obediencia, celibato y comunicación de bienes. En 2008, a pocos meses de cumplir los treintaitrés, logré salir del SCV. Ha transcurrido más de una década desde entonces.

Redondeando las cifras de manera burda pero didáctica, puedo esquematizar así mi vida hasta el momento: una década presodálite, dos décadas sodálite y poco más de una década postsodálite. Con igual grado de imprecisión me es posible afirmar que la mitad de mi existencia se ha ido en intentar conducirme según el estilo, la disciplina, la espiritualidad y el pensamiento sodálites. He pasado toda la etapa postsodálite tratando de entender qué diablos pasó durante la etapa sodálite de mi vida. En esa misma medida, puedo decir que he tardado más de diez años en componer este libro.

Los pocos amigos y familiares ante quienes me he sentido en confianza de referir algunos hechos de mi experiencia sodálite han reaccionado con viva indignación y tristeza. Tengo la impresión de haberles arruinado el día. Sin embargo, a este puñado de personas no les he contado mi historia completa. No he sido capaz de hacerlo por temor a hacer sufrir a personas que estimo. Pero, sobre todo, no he querido abrir ante mí mismo las compuertas de la memoria. Intuía que su embate me inundaría de confusión, que me haría trastabillar o caer, que acabaría con mi precario equilibrio interior. Sin embargo, he decidido afrontar este riesgo y otros más. Un amigo me dijo hace años que escribir e incluso publicar un libro sobre mi vida en el SCV equivaldría a ganarme «un boleto de salida de todo este problema». Se refería, creo entender, a saldar cuentas conmigo mismo, a acometer un balance de mi experiencia sodálite y poder así superarla. Procrastiné durante años, hasta que acepté que si no «botaba la pepa» (como me aconsejó otro amigo), nunca podría escribir nada más.

Aunque a veces quisiera creer lo contrario, mi experiencia en el SCV no fue un sueño (uno malo y largo). Tampoco ocurrió en una dimensión ficcional, sino en la realidad. A pesar de estar actualmente diezmado, dividido y en crisis de identidad, el Sodalicio de Vida Cristiana continúa operando más o menos igual que antes del derrumbe de su reputación. No solo no se ha cerrado el círculo, sino que es posible que sigamos aún —luego de tantos y tan repugnantes descubrimientos de la prensa—, viendo apenas la punta del iceberg.

Si ya es complicado establecer cuándo comienza y termina una historia de ficción, lograrlo en una historia real comporta unas dificultades insalvables. Si damos fe a la idea de que todo proviene de unas causas y tiene unas consecuencias y que estas se proyectan hacia el futuro y aquellas hacia el pasado con pareja indeterminación, daremos con que uno tiene que elegir arbitrariamente el punto en el que se da inicio a una historia real y el punto en que esta se corta. Puesto a ello, me inclino por comenzar con la casa de mis abuelos paternos.

Durante mi infancia, mi padre, mi madre, mis dos hermanos, mis dos hermanas y yo almorzábamos allí todos los sábados. Para llegar a esa casa debíamos tan solo caminar una treintena de metros y atravesar un portal. La casa de mis padres había sido construida en una parte del jardín de la de mis abuelos. Almorzábamos en una amplia mesa bajo una pérgola tomada por una enredadera de jazmín que abría la vista a un medio claustro de altos y ascéticos muros de sillar. Al centro del claustro crecía, como desenroscándose, un poderoso molle que vive hasta ahora y que tiene la edad exacta que mi padre tendría si viviese aún. Sobre la vajilla de color celeste descendían, girando como derviches, las flores que lograban escapar de la enredadera. El cielo era siempre del mismo color que la vajilla y el sol hacía brillar el follaje del molle hasta convertirlo, en mi imaginación, en un incendio verde que tendía sobre el «pasto inglés» una sombra compacta.

Vivíamos en Arequipa. En esta ciudad de sol perpetuo –en el pasado algo más que ahora– no eran pocos los matrimonios entre parientes, ni extrañaban a nadie. Mis abuelos lo eran y mi padre, Pedro, se apellidaba López de Romaña dos veces. La maraña genealógica que había dado origen a mi padre era tan intrincada que podía jactarse de ser tío, primo y sobrino de sí mismo.

Su padre, mi abuelo Carlos, era un hombre menudo, pulcro y minucioso; abogado de profesión y aficionado a la música clásica, los libros, la fotografía y la carpintería. Las paredes de su taller estaban guarnecidas del piso al techo de herramientas ordenadas según su propósito y tamaño. Decenas de pequeños cajones contenían y separaban clavos que iban desde unos tan delgados que convendría llamar alfileres, hasta unos tan gruesos que cualquiera tomaría por cinceles. Manufacturaba retablos barrocos y neoclásicos que él mismo diseñaba a escala, con estatuillas de San Francisco de Asís, la Virgen María o Cristo. El nivel de detalle de esas diminutas columnas salomónicas, de esos frisos, molduras y calados, no dejó nunca de fascinarme. Alguna vez me contó que algunos retablos de iglesias arequipeñas poseen detalles que por su ubicación o tamaño resultan invisibles al espectador humano, que existen únicamente para ser vistos por Dios. Su estudio-biblioteca era también un prodigio del orden y además estaba lleno de compartimentos secretos implementados por su propia mano. Tras planchas plegables de madera forradas en falsos lomos de libros se ocultaban la consola de música, el tocadiscos, el televisor, los parlantes, todo lo que no podría ser fechado con anterioridad al siglo XX. Copias de cuadros religiosos de Zurbarán, el Greco y Tintoretto daban un tono grave al estudio, que se veía incrementado por el busto de Beethoven y su tormentosa cabellera, y por la calavera que se asentaba sobre el podio que le hacían tres libros tendidos en una repisa.

Mi abuelo era un hombre sobriamente devoto que rara vez sacaba a relucir sus conocimientos, sentimientos o actos religiosos. Nunca hablaba, por ejemplo, de su dilatada labor como síndico de un monasterio de Arequipa. Pero todos sus cumpleaños las monjas a las que ayudaba le mandaban en agradecimiento una torta recubierta de elaborados adornos de mazapán. Una de esas tortas vino coronada por un pesebre comestible que acunaba a un Niño Dios que llevaba unos bigotes muy similares a los de mi abuelo. Por lo visto, el humor tenía una casa en la repostería del convento. Imagino que el silencio de mi abuelo respecto del tema religioso era impulsado por la consigna evangélica de no dejar ni siquiera a la mano izquierda saber lo que se hace con la derecha. En general, en mi familia no se solían comentar las obras de caridad que se realizaban. Esto tenía el mismo grado de tabú o de mala reputación que pesaba sobre el tema del dinero. Aunque, quizás, lo de mi abuelo fuera pura timidez. Sus intervenciones durante los almuerzos de los sábados eran sutiles bromas gramaticales o los inicios de alguna anécdota que invariablemente completaba mi abuela.

Mi abuela Elvira era una gran narradora de anécdotas de nuestros ancestros y todos los sábados le servíamos de auditorio. Como toda saga familiar, la mía estaba ligada a una demarcación geográfica. Este lugar era Chucarapi, una hacienda azucarera ubicada cerca de la desembocadura del río Tambo, a dos horas en automóvil desde Arequipa, rumbo a la costa. Los antepasados regentaron aquella hacienda trasladándose hasta allá, primero en caravanas de varios días de duración, luego en tren y finalmente en automóvil. Cuando yo nací, en 1975, hacía ya siete años que la hacienda había dejado de pertenecer a mi familia, a consecuencia de la Reforma Agraria.

A lo largo de mi infancia, Chucarapi fue una entidad que resucitaba todos los sábados en boca de mi abuela. Sus palabras volvían a hacer soplar el viento que peinaba los cañaverales, rediseñaban los trapiches y las bocatomas, repintaban los atardeceres en el valle y volvían a edificar la casa hacienda. Sobre este escenario mi abuela hacía desfilar, uno por uno, a los antepasados con sus manías y excentricidades. Siempre benévolas o, por lo menos, inofensivas. Yo le pedía a mi abuela que contase anécdotas del tío Luis, no me importaba haberlas oído antes. Era un tío bisabuelo que había fallecido antes de mi nacimiento. Solía llevar en los labios un largo pitillo de marfil con un cigarrillo encendido y había quemado en la frente a varios de sus sobrinos al agacharse para saludarlos. En una ocasión salió de su casa con el fin de dar un paseo y, sumergido en sus pensamientos como estaba, cogió del perchero, en vez del suyo, un sombrero de dama. Doblemente distraído, se lo puso al revés y los testigos de la época aseguraron que caminaba soplando unas cintas de colores que le impedían ver con claridad. Me parecía fascinante que alguien viviese tan dentro de sí, tan desconectado del mundo real. Quizás estas anécdotas eran mis favoritas porque me identificaba con el personaje.

Mi padre era arquitecto y dibujaba endiabladamente bien. Siempre le hacía tarjetas a mi madre por su cumpleaños o por el día de la madre. Él se retrataba a sí mismo como una versión esmirriada y melancólica de la Pantera Rosa. A ella la dibujaba, a veces, como una cigüeña que nos cargaba al hombro a todos (incluida la Pantera Rosa) en una gran bolsa de tela. A sus cinco hijos nos caricaturizaba según nuestros rasgos físicos y psicológicos más sobresalientes. Mi hermano mayor, Santiago, renegaba vestido de futbolista. Mi hermana Patricia, la que me sigue, sentada sobre una sillita amarilla, miraba con fijeza metálica algo que no estaba dibujado pero que todos entendíamos que era el televisor. Mi hermano Vicente aparecía llorando, con la cabeza de las mismas proporciones y redondez que el resto del cuerpo (mi padre le decía «ocho»). Mi hermana Rocío, la menor, hablaba en ideogramas japoneses, de pie, sobre un charquito coloreado de amarillo. Yo aparezco acomodado sobre una esponjosa nube, sonriendo, con la mirada perdida en la nada, carente de un zapato, con la camisa mal abotonada y con un sistema planetario girando alrededor de mi cabeza.

De muy niño pasaba la mayor parte del tiempo en el piso. En la casa de mis padres este era de madera pulida, así que, para moverme de un lado a otro, me deslizaba echado bocarriba, empujándome con las plantas de los pies. Tenía a veces juguetes en las manos, lápices de colores o crayolas. En las ocasiones restantes tan solo estaba pensando. Es verdad que los pasatiempos mentales siempre me han divertido, pero es más cierto aún que nunca he sabido cómo evadirme de ellos. Un día sentí que algo me caminaba por el cuello y al aplastarlo descubrí que se trataba de una araña de buen tamaño. El suelo ya no era un lugar seguro para vivir. En adelante me comporté como un ser bípedo.

A mi abuela rara vez se le terminaban las anécdotas, pero, si se daba el caso, recurría a una libreta donde anotaba entre semana los mejores chistes de un programa televisivo que se llamaba Humor redondo. Era una mujer menuda, cariñosa y vehemente. Ella misma se definía como «muy vehemente». Al pronunciar este adjetivo alargaba angustiosamente la tercera «e», abría mucho sus ojos celestes de diminutas pupilas y tensaba el cuello. En su sala de tejido tenía un cartel con el dibujo de un fraile franciscano oliendo una flor. Sobre la ilustración se podía leer la siguiente plegaria: «Señor, dame paciencia… ¡pero la quiero ahora mismo!». Me parece que ella llamaba vehemencia a una combinación a partes iguales de impaciencia, apasionamiento y ansiedad. No solo era muy vehemente, como algunos de mis antepasados, sino también muy católica, como todos ellos. Con frecuencia nos contaba historias de los santos y parábolas de Cristo. Supuse durante la infancia que estas últimas tenían por autores a los evangelistas, pero no las hallé más tarde en sus escritos.

Aunque devota, mi abuela no era cucufata. Vivía su fe no solo en la observancia de las formas, sino de una manera honda, ortodoxa y existencial. Mi hermano Vicente, de niño, le dijo un día que el demonio seguramente no existía o que, en todo caso, tendría una existencia similar a la de Papá Noel. Le parecía impensable que alguien absolutamente malo fuese algo más que una figura del mal. Mi abuela puso el grito en el cielo. «¿Sabes lo que le oí decir a un sacerdote? Que el mayor triunfo del demonio en el siglo XX ha sido el de convencernos de que no existe», le dijo. Sin saberlo mi abuela y, probablemente, tampoco el sacerdote, parafraseaban nada menos que al poeta maldito Baudelaire. «Dios es infinitamente misericordioso, pero también infinitamente justo», le oí repetir cientos de veces a mi abuela. El hecho de que en su frase la misericordia apareciese antes que la justicia me sugería que, de alguna manera, la infinita misericordia de Dios quedaba limitada o corregida por su justicia. La frase se me hacía contradictoria, pero, sobre todo, me daba miedo.

Los nietos pasábamos mucho tiempo en casa de los abuelos, casi siempre en el cuarto de juegos, que constaba de tres estancias comunicadas entre sí, atiborradas de juguetes que habían pertenecido a mi padre. En la última habitación había una mesa un poco más grande que una de ping-pong. Sobre ella crecía una ciudad con sus montañas, edificios, granjas, gasolineras, plazas…, habitada por decenas de hombrecillos de plomo pintados a mano. Desde un panel de controles, mi abuela, a pedido nuestro, ponía en marcha varias líneas de trenes eléctricos que comunicaban todos los puntos de la ciudad en miniatura. Este universo de juguetes de los años 50 se vio invadido por hordas de juguetes ochenteros. La ciudad en miniatura fue sitiada, conquistada y liberada varias veces por personajes de universos discordantes. La guerra siempre estaba presente, pero a veces se enlazaba con algún otro tópico. Recuerdo haber jugado en una ocasión a que Ricardo Corazón de León sentía el imperativo moral de convertir al cristianismo al enmascarado líder de la organización Cobra y a todos sus allegados. Estos eran idólatras, adoraban un busto gigantesco de Darth Vader que yo había colocado en la huerta, en la gruta de ladrillos amelcochados y mohosos, delante de la efigie de la Virgen de Fátima. Cansado de oír negativas, Ricardo Corazón de León rodeaba con sus tropas la fortaleza de Cobra y los ponía en el espinoso dilema de abrazar la ortodoxia o sufrir la aniquilación definitiva. El líder de Cobra resumió el sentir de los suyos afirmando que prefería la muerte a la imposición de creencias. Ricardo Corazón de León, conmovido por la valentía de los sitiados, les perdonó la vida y agasajó a propios y ajenos con un fastuoso y ecuménico banquete. El líder de Cobra, emocionado a su vez por la nobleza del rey cruzado y su magnificencia para las fiestas, abrazó las creencias cristianas y todos sus súbditos hicieron lo propio. Todo terminó bien, salvo por que mi abuela me regañó por haber ofendido de esa manera a la Virgen de Fátima. El ídolo pagano fue extirpado por sus propias manos y la Virgen continuó reinando en la humedad de su gruta.

Como si la dosis de fantasía en la que vivíamos no fuese ya bastante elevada, mi abuela confeccionaba trajes a nuestra medida de los personajes de ficción que más nos gustaban y andábamos todo el día corriendo por el jardín o la huerta vestidos del Hombre Araña o de Roy Rogers o de lo que fuera. Además, nos llevaba con mucha frecuencia a jugar cowboyadas a las afueras de la ciudad. No sé si lo hacía adrede, pero esos escenarios semidesérticos poco tenían que envidiarles a los del western más aclamado. Siempre decía: «qué cowboyadas más macanudas hubieran podido jugar en Chucarapi» y yo experimentaba un hincón de nostalgia por algo que nunca había visto.

Cuando tenía siete u ocho años vivía aún en la casa de mis abuelos paternos una mujer que había cuidado a mi abuela desde que esta llegó al mundo. Si ya mi abuela era anciana, la Peta, como llamábamos a su antigua nana, era prácticamente una momia. Sus manos eran lisas y duras como las empuñaduras de madera de las herramientas del jardinero. Su rostro era un apretado laberinto de arrugas y sus ojos estaban siempre cubiertos por verdosos lentes para ciegos. Yo la veía todos los días tomar el sol a la entrada de sus habitaciones, inmóvil, similar a una acuarela de Luis Palao, el célebre pintor arequipeño. Mi abuela velaba por ella con la ayuda de una enfermera. La trataba un poco como si fuese su madre y otro poco como si fuese su hija. En uno de los muchos almuerzos de los sábados, la Peta se atragantó con algo que estaba comiendo. La enfermera comenzó a gritar y todos nos paramos de la mesa y corrimos a ver qué pasaba. La enfermera le daba palmadas en la jorobada espalda y mi madre le levantaba los brazos.

Tengo solo una imagen fugaz de la escena porque, tan pronto comprendí que la mujer se estaba muriendo, salí corriendo hacia el jardín principal. Me detuve en lo que consideré el centro, quizás para hacerme más fácilmente visible, y clavé la mirada en lo más azul del cielo. La sostuve así por un rato y dije en voz baja, dirigiéndome a Dios: «Si la salvas, te entrego mi vida». En mi mente, entregar mi vida a Dios significaba que de grande sería sacerdote y renunciaría a cualquier otra posibilidad. El trato me parecía justo y limpio: una vida por otra. No regresé corriendo a las habitaciones de la Peta, sino caminando. No sé si esto se debió a la paz que me proporcionó el trato, dada mi confianza en la decisión divina, o porque correr hubiera denotado precisamente lo contrario ante los ojos de Dios. La Peta estaba fuera de peligro.

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Capítulo III

Pero no todo en mi infancia fue organizar incruentas guerras religiosas y correr disfrazado de cowboy por campos semidesérticos. También existía la realidad. Compuesta de numerosas sucursales, su sede principal se ubicaba en el colegio. Tengo la sensación de que yo no pasé por el colegio, sino que este pasó sobre mí como un tanque. Estuve en tres colegios e hice dos veces el tercer grado de secundaria. El primer colegio al que asistí, y al que pertenecí hasta el tercer grado de primaria, fue el peruano-alemán Max Uhle. No estaba mal, por lo que recuerdo. Era mixto y alentaba la música y las artes. Sin embargo, también allí fui un pésimo estudiante.

Sobre el kindergarten no retengo mayor información que pueda dar una idea de mi personalidad –y, por lo tanto, de la forma en que conduje mi vida en lo sucesivo–, salvo un par de anécdotas que son ilustrativas de mi relación con las normas propias y las ajenas. La primera: el ejercicio del día consistía en aprender a utilizar el compás. En ese momento, el compás se me hacía un instrumento tan complicado de entender como ahora me lo parecería un astrolabio. Por otra parte, el punzón metálico de una de sus patas me sugería una respetuosa distancia. Todos debíamos coger un papel lustre de color azul, doblarlo por la mitad exacta, dibujar un círculo con el compás y recortar su perímetro para quedar finalmente en posesión de dos superficies circulares de papel lustre azul. A mí, el asunto me pareció de una dificultad considerable y se me ocurrió otro modo de lograr el mismo resultado: corté con la tijera el papel por la mitad y recorté lo mejor que pude ambos círculos. Terminé mucho antes que todos mis compañeros y coloqué mis dos círculos sobre mi pupitre para que mi habilidad y mi rapidez quedasen a la vista de todos. Cuando los demás terminaron el ejercicio noté la enorme diferencia entre los perfectos círculos de los otros niños y los que yo exhibía. Los recuerdo tendidos sobre la fórmica de mi mesita de trabajo: el mejor de ellos imitaba la silueta de un mango. Me puse a recortar aristas a toda velocidad obteniendo al final círculos más pequeños, pero igual de deformes. Esto probablemente no le diga nada al lector, pero es la manifestación más temprana que conozco de mi tendencia a juzgar como imposibles ciertas tareas que a los demás se les hacen sumamente sencillas y a hacer las cosas a mi manera, empleando métodos inventados por mí, sin importar qué tan malos puedan llegar a ser los resultados.

La segunda anécdota revela, aparentemente, una información sobre mi personalidad contradictoria con respecto a la primera. Fue una competencia. Estábamos vestidos con el uniforme deportivo del colegio, tricolor como la bandera de Alemania. Acaso sería el día del padre o de la madre porque los papás de todos estaban presentes en la explanada de césped del kindergarten. Las maestras habían dibujado con cal un par de líneas sinuosas sobre el pasto, que los niños, uno a uno, debíamos recorrer hasta volver a formar una fila similar al otro lado de la línea. Al exponer las reglas del juego, la maestra recalcó que había que ir «sin salirse de la línea» y que era inválido comenzar a recorrer la línea antes de que el niño precedente haya terminado de seguirla. Había para esto dos equipos de alumnos y yo encabezaba uno de ellos. La maestra dio el pitazo de partida y me puse a caminar por la línea de cal, un paso tras otro, el taco de cada zapatilla tricolor junto a la punta de la anterior, con la precisión de quien se equilibra sobre una cuerda floja. Imaginaba que la línea era una especie de ondulante y delgada cornisa a cuyos lados no había sino un abismo sin final. Todo a mi alrededor eran gritos de niños y de adultos, a los cuales no prestaba atención. Todavía ahora soy así cuando estoy concentrado en algo tan grueso como no caer del lomo de un muro imaginario. Conseguí arribar al cabo de la línea blanca sin haberme caído al precipicio de mi izquierda ni al de mi derecha, muy orgulloso de mi desempeño. Recién entonces advertí que el equipo contrario estaba ya formado íntegramente al otro lado de su respectiva línea de cal. Comprendí de golpe que todos los niños del equipo contrario habían corrido libre y velozmente sobre la línea, preocupándose bastante poco de que sus pasos cayesen dentro o fuera de ella. Volteé hacia atrás y vi al pleno de mi equipo recriminándome mi parsimonia con apelativos que revelaban tanto su impotencia como su ira. Me quedó claro que los gritos generales habían sido dirigidos hacia mí y que se resumían básicamente en: «¡Corre, Martín, corre!». No me dejé abatir. Pensaba que de haberse tratado efectivamente de una cornisa, todos los disforzados ganadores estarían aún desplomándose en el vacío, mientras mi equipo y yo estaríamos disfrutando de la amigable firmeza del suelo. La literalidad con la que tomé la indicación de «no salirse de la línea» describe bastante bien una parte de mi personalidad que mostró sus flores más oscuras, años después, cuando conocí al SCV y me vi rodeado de órdenes y dogmas que no solo era recomendable sino obliga

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