La vida a ratos

Juan José Millás

Fragmento

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Semana 1

LUNES. Pronto cumpliré sesenta y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo lo niega.

—Anda, anda, no digas tonterías.

A veces soy yo mismo el que lo niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que tengo de mí es la de un «muchacho». Me estimula sentir el frío en el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata. En ocasiones, a esas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: «En la madurez hay misterio, hay confusión».

Cierto, hay misterio, hay confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo. Un viejo.

MARTES. A vueltas todavía con el asunto de ayer. Mientras atravieso el parque, oyendo crujir el hielo bajo mis botas, pienso en los hormigueros, ahora cerrados. ¿Cuánto vive una hormiga, cómo envejece, cuántos cadáveres de ellas habrá bajo la fina capa de hielo que se ha formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me viene a la cabeza la idea de escribir un diario de la vejez. Un diario de la vejez. ¿Por dónde empezaría? La semana pasada, por ejemplo, estuve en el dentista, que me arrancó la última muela del lado derecho de la mandíbula superior. Es la primera pieza dental que pierdo, y por lo tanto posee un alto valor simbólico. He decidido no reponerla, porque no afecta a la masticación ni a la estética (no se ve). Pero no hago otra cosa que pasar la lengua por el cráter. La caída de los dientes representa la castración. Por eso a los niños se les compensa, cuando pierden los de leche, con un regalo del misterioso Ratoncito Pérez. A mí este animal me daba miedo. Pensaba que podía comerme la colita, lo que significaría una castración literal.

MIÉRCOLES. Resulta imposible llevar un diario de la vejez como resulta imposible escuchar cómo crece la yerba. La yerba y la vejez trabajan con idéntico sigilo, y a un ritmo parecido. Vas perdiendo capacidades, pero a tal compás que no te enteras. Y te acostumbras a esas pérdidas, claro.

¿Tienen recompensa las pérdidas? ¿Hay un Ratoncito Pérez de la vejez? No exactamente. La vejez tiene una rata grande, quizá la Rata Pérez, que en un momento dado te compensa por todas las pérdidas con un regalo absoluto llamado Muerte. La Muerte satisface todos los deseos, todos, todos, todos. Tras su paso por el cuerpo de un ser humano, no queda en pie una sola tensión. Quizá la Rata Pérez sea la madre del Ratoncito Pérez.

JUEVES. No está en mi intención resultar fúnebre, pero se me está pasando la semana al modo de los ejercicios espirituales de la infancia, en los que tanto se hablaba de las postrimerías. Ahora bien, al mencionar el término postrimerías me viene a la memoria la imagen de un cura, cuyo nombre he olvidado, que en el transcurso de uno de estos ejercicios espirituales nos habló del Ratoncito Pérez. No recuerdo cómo logró colarlo en medio de aquellas sesiones fúnebres, pero observado con perspectiva me parece que fue un acierto literario. Lo que nos vino a decir fue que el Ratoncito Pérez se llevaba nuestros dientes, dejándonos a cambio un obsequio, para regalárselos a su madre, que estaba muy vieja. La imagen de una rata vieja, sin dientes, me conmovió mucho, pero me produjo mucho asco también. ¿Esto es, maldita sea, un diario de la vejez? Esto es materia para el diván, pero mi psicoanalista está enferma, ha cogido la gripe. O eso dice.

VIERNES. Comienza el fin de semana. Se acabaron los ejercicios espirituales, pero empiezo a leer a un poeta sueco de nombre Tranströmer. Parece el nombre de una medicina para las alteraciones de carácter. Quizá lo sea. En todo caso, su lectura me hace mucho bien.

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Semana 2

LUNES. Al besar a una mujer que me acaban de presentar, siento el olor a tabaco que desprende su blusa. Un olor fresco, de hace unos minutos, delator de una flaqueza. Tuve que dar una charla en una librería y antes de entrar me tomé un gin-tonic y me fumé un cigarrillo. Dos flaquezas. Luego fui a una farmacia y pedí un espray para el aliento. Aunque jamás los había utilizado, ni se me pasó por la cabeza leer el prospecto. Me pulvericé la boca y se me quedó completamente seca porque, tal como luego descubrí, el espray contenía alcohol. Al poco de comenzar la charla, me di cuenta de que no salivaba. Mi lengua se movía dentro de la boca como los rodamientos de un motor en el interior de un cárter sin aceite. Salí del paso bebiéndome cuatro botellas de agua frente a la estupefacción de mis anfitriones y del público, ante el que me tuve que disculpar en medio del coloquio para ir al baño.

MARTES. Mi amigo F. se acaba de enterar, treinta años después, de que su padre se suicidó. Creía que había muerto de una neumonía. La noticia, facilitada por su hermano mayor, lo ha sumido en el desconcierto. Se pregunta si el suicidio de su progenitor autoriza el suyo. Me lo cuenta en la terraza de una cafetería, al caer la tarde, frente a sendos vodkas con tónica. No sé qué decirle.

Se está levantando un aire como de tormenta.

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Semana 3

MARTES. Salgo a pasear a primera hora, con fresco. Ya en el parque, le doy una patada sin querer a un sobre marrón de los de burbujas. Es grande y está muy abultado. Lo tomo, por curiosidad, y saco lo que hay en su interior. Se trata de un frasco de plástico como los que se utilizan para las muestras de los análisis de orina. Está lleno y permanece tibio aún, como si acabaran de depositar el pis. El hallazgo me estremece. Aunque mi primer impulso es desprenderme de él arrojándolo al suelo, lo devuelvo al interior del sobre y lo abandono en una papelera. Luego busco una fuente donde enjuagarme las manos, que me seco en el faldón del jersey.

MIÉRCOLES. En un jardín comunitario de aquí al lado están talando un pino altísimo. Me asomo a verlo. El operario cuelga de una cuerda sujeta a un arnés. El pino va cayendo en rodajas grandes sobre el césped húmedo. De una casa con las ventanas abiertas sale una canción de mi adolescencia que solo puedo escuchar durante los intervalos en los que el jardinero deja descansar la sierra mecánica. El espectáculo ha atraído a una docena de vecinos que permanecemos hipnotizados.

—¡Apártense, no vaya a haber una desgracia! —grita el hombre, que cue

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