La hija oscura

Elena Ferrante

Fragmento

cap-1

1

No hacía una hora que conducía cuando empecé a encontrarme mal. Reapareció el ardor en el costado, aunque al principio decidí no darle importancia. Solo me preocupé al advertir que no tenía fuerzas ni siquiera para agarrar el volante. Al cabo de pocos minutos la cabeza empezó a pesarme, las luces de los coches me parecían cada vez más pálidas y terminé por olvidarme incluso de que estaba conduciendo. Tuve en cambio la impresión de encontrarme en el mar, en pleno día. La playa estaba vacía, el agua en calma, pero en un asta a pocos metros de la costa flameaba la bandera roja. Mi madre, cuando era pequeña, me había metido mucho miedo, me decía: Leda, no entres nunca en el agua cuando hay bandera roja, significa que el mar está agitado y que te puedes ahogar. El miedo se había mantenido a lo largo de los años e incluso ahora, aunque el agua fuera una hoja de papel translúcida y tersa hasta el horizonte, no me atrevía a meterme, me angustiaba. Me decía: anda, báñate, se habrán olvidado de arriar la bandera, y mientras tanto me quedaba en la orilla probando cautamente el agua con la punta del pie. Por momentos mi madre aparecía en la cima de las dunas y me gritaba como si todavía fuera una niña: Leda, qué haces, ¿no has visto la bandera roja?

En el hospital, cuando abrí los ojos, me vi por una fracción de segundo dentro del mar liso. Quizá por eso me persuadí enseguida de que no se había tratado de un sueño, sino de una fantasía de terror que había durado hasta que desperté en el hospital. Supe por los médicos que mi coche había chocado contra el guardarraíl aunque sin consecuencias graves. La única herida importante la tenía en el costado izquierdo, una lesión inexplicable.

Vinieron a verme mis amigos de Florencia, vinieron también Bianca y Marta, incluso Gianni. Les dije que me había salido de la carretera por culpa del sueño. Pero sabía de sobra que el sueño no tenía nada que ver. En el origen estaba un gesto mío carente de sentido del que, justamente por su insensatez, decidí enseguida no hablar con nadie. Las cosas más difíciles de contar son las que nosotros mismos no llegamos a comprender.

cap-2

2

Cuando mis hijas se mudaron a Toronto, donde su padre vivía y trabajaba desde hacía años, descubrí con inquieta sorpresa que no sufría ningún dolor, sino que me sentía ligera como si solo entonces las hubiera dado a luz definitivamente. Por primera vez en casi veinticinco años no sentía el apremio de tener que cuidar de ellas. La casa permaneció en orden como si nadie la habitase, me despreocupé de la compra y de la colada, la mujer que desde hacía años me ayudaba en las tareas domésticas encontró un trabajo mejor remunerado y no sentí la necesidad de reemplazarla.

La única obligación en lo que respectaba a las niñas era llamarlas una vez al día para saber cómo estaban, qué hacían. Por teléfono se expresaban como si se hubieran independizado ya; en realidad vivían con el padre, pero, acostumbradas a tenernos separados incluso de palabra, me hablaban como si él no existiese. A las preguntas sobre el curso de sus vidas respondían o bien de manera alegremente huidiza o con un mal humor pausado por el fastidio, o bien en el tono artificial que adoptaban cuando estaban en compañía de amigos. Ellas también me llamaban con frecuencia, en particular Bianca, que tenía conmigo una relación más imperativamente exigente, pero solo para saber si los zapatos azules combinaban bien con una falda anaranjada, si podía buscarle ciertas hojas con apuntes dejadas en un libro y enviárselas con urgencia, si seguía dispuesta a dejar que descargara en mí sus iras, sus infelicidades, a pesar de los continentes distintos y el gran cielo que nos separaba. Las llamadas telefónicas eran casi siempre apresuradas, y a veces parecían tan ficticias como las del cine.

Hacía lo que me pedían, actuaba según sus expectativas. Pero como la distancia me imponía la imposibilidad física de intervenir directamente en sus existencias, el satisfacer deseos o caprichos se convirtió en un conjunto de gestos enrarecidos e irresponsables, y cada exigencia me parecía leve; todo lo que les incumbiera no era más que una costumbre afectuosa. Me sentí milagrosamente desvinculada, como si una obra difícil, llevada al fin a su término, hubiera dejado de ser una carga.

Empecé a trabajar sin las interrupciones que imponían sus horarios y sus necesidades. Corregía de noche las tesis de los alumnos oyendo música, dormía mucho por las tardes con tapones de cera en los oídos, comía una vez al día y siempre en el restaurante que había debajo de casa. Cambié rápidamente de costumbres, de humor, incluso de aspecto físico. En la universidad los jóvenes demasiado estúpidos y los demasiado inteligentes dejaron de cabrearme. Un colega al que trataba desde hacía años y con el que a veces, muy de vez en cuando, me acostaba, me dijo perplejo una noche que me había vuelto menos distraída, más generosa. En pocos meses volví a tener el cuerpo delgado que había tenido de joven y experimenté una sensación de fuerza serena; me pareció que había vuelto a la velocidad justa de los pensamientos. Una tarde me miré en el espejo. Tenía cuarenta y siete años, me faltaban cuatro meses para cumplir cuarenta y ocho, pero vi que algo mágico me había quitado varios años de encima. No sé si me alegré, pero sin duda me sorprendí.

En este estado de inusual felicidad, al llegar junio sentí el deseo de unas vacaciones y decidí que me iría a la playa en cuanto hubiese terminado con los exámenes y las obligaciones burocráticas. Busqué en internet, examiné las fotos y los precios. Al final alquilé desde mediados de julio a finales de agosto un minúsculo apartamento bastante económico en la costa del mar Jónico. Finalmente no pude marcharme antes del 24 de julio e hice un viaje tranquilo en el coche cargado con los libros que utilizaría para preparar el curso del año siguiente. El tiempo era bueno, por las ventanillas abiertas entraba un aire lleno de aromas secos, me sentía libre y sin la culpa de serlo.

Pero a mitad de camino, mientras ponía gasolina, sentí una repentina agitación. La playa me había gustado mucho en el pasado, pero desde hacía al menos quince años tomar el sol me ponía nerviosa, enseguida me cansaba. Seguramente el apartamento sería feo, la vista una astilla de azul lejano entre lúgubres edificios baratos. No pegaría ojo por culpa del calor y de algún bar nocturno con la música a todo volumen. El resto del trayecto lo hice con cierto mal humor y con la idea de que en mi casa hubiera podido trabajar cómodamente todo el verano respirando aire acondicionado en el silencio del edificio.

Llegué con el sol bajo, al atardecer. El pueblecito me pareció hermoso, las voces tenían una cadencia agradable, olía bien. Me recibió un hombre mayor con densos cabellos blancos que se mostró respetuosamente cordial. Antes de nada quiso ofrecerme un café en el bar, después me impidió con sonrisas y gestos claros llevar un solo bolso hasta la casa. Cargado con mis maletas, jadeando, subió hasta el tercer y último piso y me dejó el equipaje en el umbral

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