Devoción

Patti Smith

Fragmento

cap-4

1

No sé cómo, mientras buscaba otra cosa, me topé con el tráiler de una película titulada Risttuules, que se tradujo como In the Crosswind (Viento racheado). Es el réquiem de Martti Helde por los miles de estonios que sufrieron la deportación masiva a las granjas colectivas de trabajos forzados de Siberia en la primavera de 1941, cuando las tropas de Stalin los capturaron, separando a las familias, y los metieron a todos a la fuerza en camiones de ganado. La muerte y el exilio cambiaron su destino.

El director de cine ha creado un poema visual a través de una dramatización única de actores que zigzaguea entre distintas escenas humanas estáticas. El tiempo queda detenido y a la vez se apresura, desperdiga imágenes con forma de palabras emitidas a partir de ese triste desfile. Un regalo terrible, me percato mientras escribo, esforzándome por acallar las palabras. Y a pesar de todo, intuyo que detrás de ellas se fragua algo más. Sigo una línea mental y aparezco en un bosque de abetos, con un estanque y una casita con la fachada de listones. Era el principio de algo más, pero entonces todavía no lo sabía.

Una escena invernal. A solo una calle de distancia. Una bata azul sirve de cortina para una ventana por la que nadie volverá a mirar jamás. Hay sangre por todas partes, tan seca que ha perdido el color de la sangre, un perro ladra y las estrellas fugaces surcan unos cielos pálidos.

 

Un ternero moribundo. Una astilla en la pezuña…, manchas, agujeros. Cae la noche y oscurece la extremidad convulsa del último ser aún vivo.

 

Una escena dedicada al tiempo. Engranajes, unas manitas suspendidas en el hielo. Pájaros que han perdido la curiosidad y dejan de aletear. Se ha terminado el baile y el rostro del amor no es nada salvo la falda ancha y los tacones bruñidos del invierno.

 

Me despierto por la mañana con los dioramas en blanco y negro de Risttuules todavía en la cabeza, el tempo distendido de esa ópera humana encarnada por estatuas inclinadas que respiran. Me sobrecoge tanto su poder expresivo que no logro recordar el objeto inicial de mi búsqueda. Me quedo tumbada, repitiendo mentalmente sin parar una panorámica lenta de la cadena humana de deportados que zigzaguea entre una nevisca incesante de pétalos blancos. Crisantemos. ¡Sí! Son tallos de crisantemos, y el desdichado tren de la vida que pasa emborronado. Sin embargo, cuando regreso a ese fragmento de la película que ya había visto, no encuentro tal escena. ¿La habría proyectado sin darme cuenta? Aparto el ordenador y pronuncio mi sentencia ante el techo irregular de escayola: saqueamos, abrazamos, desconocemos. Me levanto para orinar. Me imagino la nieve.

Con la delicada voz de Erma, la narradora de Risttuules, todavía fresca en los oídos, me visto, agarro el cuaderno y un ejemplar de Accidente nocturno de Patrick Modiano y cruzo la calle para ir a la cafetería del barrio. Los obreros están taladrando la calzada con un martillo neumático, las ensordecedoras vibraciones se cuelan por las paredes de la cafetería. Incapaz de escribir, leo, deambulo por la red de Accidente nocturno: calles inciertas, fragmentos de direcciones, rutas que han perdido relevancia y acontecimientos que acaban convertidos en un círculo de nada. Lamento no poder escribir, pero supongo que perderse en el letargo energizado del universo de Modiano es casi como escribir. Entras en la piel del narrador, con su leve sensación de paranoia y su preocupación por las minucias, y el espacio que te rodea cambia. Sin poder evitarlo, en mitad de una frase me encuentro buscando el bolígrafo.

Al llegar al final de Accidente nocturno, aunque en realidad no es el final, mientras los vapores del futuro se filtran más allá de la última página, releo el principio y después repaso a cámara rápida el día que me espera. Se supone que voy a tomar el último vuelo que haya a París. Mi editorial francesa ha organizado una semana de actos relacionados con la literatura, entre los que se incluye una rueda de prensa sobre el arte de escribir. Mi cuaderno continúa intacto. Una escritora que no escribe va a hablar con unos periodistas sobre la escritura. Menuda sabihonda, me burlo de mí misma. Tomo otro café solo y un bol de arándanos. Tengo mucho tiempo por delante y suelo viajar ligero.

Como la calle está en obras, cuando quiero volver a casa me veo obligada a esperar antes de cruzar hasta que una grúa inmensa eleva unas vigas metálicas de soporte varias plantas por encima de la cafetería, lo cual me recuerda la escena inicial de La dolce vita, en la que un helicóptero transporta una estatua de Cristo de tamaño natural por encima de los tejados urbanos de Roma.

Reúno las cosas que suelo llevarme cuando viajo y las apilo junto a mi pequeña maleta mientras escucho una vez más la voz en off del tráiler de la película. La cadencia de un idioma que me resulta extraño transmite la melodía más triste que puedo imaginar. Conforme avanzan las tropas, una madre joven tiende la ropa y se protege los ojos del sol. Su marido está separando el trigo de la paja, su hija juega contenta. Intrigada, investigo un poco más y encuentro un corto de seis minutos de Risttuules subtitulado The Birch Letter (La letra de abedul). Un plano de una ventana abierta, imágenes de blancura y de abedules emergen entre frases susurradas, y un tren y el viento y el vacío.

Suena el teléfono y se rompe el hechizo: han cancelado mi vuelo. Tengo que coger un avión más temprano. Me pongo en marcha al instante, llamo a un taxi, meto el portátil en la funda, la cámara en una bolsa y coloco el resto de cualquier manera dentro de la maleta. El taxi llega tan rápido que no me da tiempo a elegir qué libros llevarme. La perspectiva de embarcar en un avión sin un libro me produce una oleada de pánico. El libro adecuado puede ser una especie de maestro, que marca el tono o incluso altera el curso de un viaje. A la desesperada, busco por la habitación como si necesitase encontrar una línea de salvamento en una ciénaga profunda. Entre una pequeña pila de libros por leer que hay encima de los archivadores, está la monografía de Francine du Plessix Gray sobre Simone Weil y el libro Un pedigrí, de Modiano, con la cara estupefacta del autor en la cubierta. Los cojo a toda prisa, me despido de mi gatito abisinio y me dirijo al aeropuerto

Por suerte, hay poco tráfico cuando entramos en el túnel Holland. Aliviada, me zambullo de nuevo en la voz de Erma. Me imagino escribiendo una historia guiada por la atmósfera que crea la resonancia de una voz humana en concreto. Su voz. Sin un argumento en mente, me limito a seguir sus tonos, sus timbres, y compongo frases como si fuesen música, para superponerlas, en capas transparentes, sobre las suyas.

«Y el rostro del amor no es nada salvo la blancura del invierno que cubre las extremidades de los árboles caídos a través de agujeros y cielos incoloros.»

Me apresuro por la terminal y embarco sin problemas, pero me encuentro algo descolocada. No tengo esperanza alguna de conciliar el sueño tan temprano, por no hablar de mi habitación de hotel, que no estará lista hasta varias horas después de mi llegada. A pesar de todo, me acomodo en el asiento, bebo agua mineral y me dejo arrastrar hacia el interior del libro

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