En Lower River

Paul Theroux

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

Índice

Cita

Parte 1. La despedida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Parte 2. El mzungu en Malabo

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Parte 3. Río abajo

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Parte 4. Serpientes y escaleras

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Parte 5. Danza fantasmal

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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«Si vengo, no me quedo —dije yo—,

pero ¿quién eres tú, tan enfangado?».

«Uno que llora soy», me respondió.

 

DANTE, El infierno, canto VIII (versos 34-36)

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Parte 1

La despedida

 

 

 

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1

 

La esposa de Ellis Hock le regaló un teléfono nuevo por su cumpleaños. Un teléfono inteligente, le dijo.

—Y ¿sabes qué? —era algo coqueta y teatral a la hora de dar los regalos, y solía hacer pausas, con guiño desamparado incluido, para que él le dedicara toda su atención—. Te va a cambiar la vida.

Hock sonrió, porque cumplía sesenta y dos años, una edad en la que no se producen cambios trascendentales sino sólo discretas mermas.

—Tiene un montón de funciones —siguió diciendo Deena. A él el artilugio le pareció una frivolidad, un juguete costoso y frágil—. Y te servirá para la tienda —Hock vendía ropa para caballero en Medford Square.

Él comentó que su teléfono estaba bien. Una especie de pequeño puño eficiente, con tapa y una función.

—Me lo vas a agradecer.

Él se lo agradeció, y luego sopesó el teléfono viejo en la mano, como para llevarle la contraria, mostrándole que su vida no estaba cambiando.

A fin de probar que ella tenía razón (su entrega de regalos podía tomar una deriva hostil a veces, y éste parecía ser uno de esos casos), Deena se quedó con el teléfono nuevo, aunque lo registró a nombre de él, y para cumplimentar el trámite escribió la cuenta de correo electrónico de Hock. En cuanto se dio de alta, recibió de golpe todos los correos electrónicos de esa cuenta en el último año, cada uno de los mensajes que su marido había recibido y enviado, millares de ellos, incluso los que él creía haber eliminado, muchos enviados por mujeres, una buena porción en tono afectuoso, en una revelación tan completa de su vida privada que él se sintió como si le hubiesen arrancado el cuero cabelludo; peor que eso, como si lo hubieran sometido a la clase de magia negra llamada mganga que él había conocido en África hacía tiempo, con un brujo sanador y adivinador que lo ponía del revés, y el escurridizo amasijo de sus entrañas apestosas desparramado por el suelo. Ahora era un hombre sin secretos o, mejor dicho, con todos sus secretos expuestos al escrutinio de la mujer con la que llevaba casado treinta y tres años, para la cual esos secretos suyos representaban noticias dolorosas.

—¿Quién eres tú? —le inquirió Deena, una fórmula interrogativa que tenía que haber oído en algún lado... ¿En qué película? Pero era ella la que se comportaba como alguien desconocido: los ojos fieros y gelatinosos, las manos furiosas que esgrimían el teléfono como si fuera un arma, y todas sus facciones marcadas y fijas en él: una cara púrpura y cremosa que era la expresión de la ira—. ¡Me has hecho daño! —y parecía herida de verdad. Tanta desazón despertó la compasión de Hock, y también el miedo, como si la hubiera encontrado bebida.

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