Hacia los mares de la libertad

Sarah Lark

Fragmento

mares-7

1

Aunque el corazón le latía desbocado, Mary Kathleen se obligó a caminar lentamente hasta quedar fuera de la vista de la casa señorial. No porque nadie la hubiese sorprendido. Además, si la cocinera hubiese sospechado algo, comparado con lo que la vieja Grainné sisaba del presupuesto doméstico de los ricos Wetherby, dos pastelillos de té no tenían la menor importancia.

Mary Kathleen no temía, pues, que alguien estuviera realmente persiguiéndola cuando se escondió, temblorosa, detrás de uno de los muros de piedra que ahí, como por toda Irlanda, limitaban los campos. Protegían contra el viento y las miradas curiosas, pero no contra el sentimiento de culpabilidad que sentía la joven.

Ella, Mary Kathleen, la alumna modelo de las clases de Biblia del padre O’Brien, ella, que en la confirmación había antepuesto orgullosa el nombre de la Madre de Dios al suyo propio... ¡ella había robado!

Todavía no lograba comprender qué le había sucedido, pero cuando había llevado la bandeja con los pastelillos a las dependencias de la distinguida lady Wetherby, su deseo había sido demasiado poderoso. Scones recién horneados de harina blanca y un azúcar no menos blanco, servidos con una mermelada que no habían elaborado hirviendo simplemente bayas, sino que había llegado en unos preciosos tarritos de vidrio de Inglaterra. Según la etiqueta, que Kathleen con tanto esfuerzo había descifrado, se había confeccionado con «naranjas». Fuera lo que eso fuese, ¡estaría riquísimo!

Necesitó de toda su voluntad para colocar la bandeja sobre la mesita de té entre lady Wetherby y su invitada, hacer una reverencia y susurrar un cortés «¡Para servirles!» sin ponerse a babear como el perro del pastor. Solo de pensarlo se le escapaba una risita nerviosa. Pero se había enorgullecido un poco de sí misma cuando había vuelto a la cocina, donde la vieja Grainné estaba saboreando uno de los sabrosos pastelillos. Sin ofrecer ni una sola migaja, naturalmente, a Kathleen o a la ayudante de cocina.

—¡Ya podéis dar gracias a Dios, muchachas —solía sermonearles Grainné—, de haber pillado este empleo en esta casa! Aquí siempre sobra un trozo de pan para vosotras. Ahora, cuando las patatas se pudren en los campos y la gente se muere de hambre, ¡esto puede salvaros la vida!

Kathleen lo reconocía. De todos modos, la suerte había favorecido a su familia. Su padre ganaba algo de dinero como sastre. Los O’Donnell no solo dependían de las patatas que la madre y los hermanos de Kathleen cultivaban en su diminuto terreno. Cuando la necesidad era muy grande, James O’Donnell recurría a sus ahorros y compraba un puñado de grano a lord Wetherby o a su administrador, el señor Trevallion. La joven no tenía ningún motivo para robar, mas lo había hecho.

Pero ¿por qué lady Wetherby y su amiga tenían que dejar intactos dos pastelillos? ¿Por qué no prestaron atención mientras Mary Kathleen recogía la mesa? Las señoras se habían ido a la sala de música, donde lady Wetherby se había puesto a tocar el piano. Los scones sobrantes no les interesaban y Grainné, de eso la chica era consciente, tampoco iba a desconfiar. Lady Wetherby era joven y golosa. Pocas veces dejaba un dulce en el plato.

Así que Kathleen lo había hecho. Se había metido los scones en el bolsillo del bonito uniforme de criada, luego los había escondido entre los pliegues del raído vestido azul y, para acabar, había cometido otro robo más al apoderarse del tarro de mermelada casi vacío en lugar de lavarlo como había ordenado Grainné. Pero este era un pecado venial; lo devolvería limpio cuando lo hubiese rebañado. El hurto de los scones, sin embargo, le remordería en la conciencia hasta que el sábado se confesara con el padre O’Brien. Si es que se atrevía. Desde luego, se le caería la cara de vergüenza.

Mary Kathleen se arrepentía profundamente de su pecado, y eso que aún ni siquiera se había comido los scones. Pero suspiraba por su sabor y su aroma. «Ayúdame, Dios mío», rogó para sus adentros mientras pensaba en si regalar los pastelillos a sus hermanos pequeños quitaría gravedad al pecado. Eso sería al menos un arrepentimiento real, y una penitencia más dura que rezar veinte avemarías. Pero sin duda los niños presumirían de aquellas exquisiteces y cuando los padres de Kathleen se enterasen... ¡No, eso empeoraría las cosas!

Mientras cavilaba piadosamente cómo expiar su culpa, de pronto surgió en ella un deseo que le produjo más inquietud. ¿O culpabilidad? ¿O simplemente... alegría?

¡Se repartiría los pasteles con Michael! Michael Drury, el hijo del campesino de al lado, que vivía en una cabaña todavía más pequeña, más ahumada y más miserable que la de Kathleen. Seguro que ese día Michael todavía no había probado bocado, salvo tal vez unas espigas que iría mordisqueando mientras recogían la cosecha para lord Wetherby. Solo eso ya se consideraba un delito, que el señor Trevallion sancionaba con azotes si pillaba a alguien in fraganti.

Los cereales para los patrones; las patatas para los criados. Y si las patatas se pudrían, los campesinos tenían que buscarse la vida. La mayoría se resignaba. La madre de Michael, por ejemplo, veía el hecho de que las patatas se pudriesen misteriosamente en el campo como un castigo divino e intentaba averiguar con la oración diaria qué había enfurecido tanto al Señor para que arrojase tal infortunio sobre ellos. Michael y otros jóvenes montaban en cólera contra el señor Trevallion y lord Wetherby, quienes recogían complacidos una abundante cosecha de trigo, mientras los hijos de los arrendatarios se morían de hambre.

Mary Kathleen evocó, soñadora, la expresión atrevida de Michael cuando criticaba a los patrones, el ceño fruncido bajo el cabello oscuro y revuelto, y los relucientes ojos azules echando chispas. ¿Consideraría Dios que repartir los scones con su amigo era un acto de contrición? Sin duda así satisfaría el hambre de él y su propio deseo de estar con el alto y flaco joven, cuya profunda voz la fascinaba. Ansiaba sentir el roce de sus manos y abandonarse en sus brazos.

En épocas mejores, Michael, junto con su padre y el viejo Paddy Murphy, tocaba música de baile los sábados por la tarde o en la fiesta anual de la cosecha. Los aldeanos bailaban, bebían y reían, y después, al anochecer, Michael Drury cantaba baladas mientras miraba a Kathleen O’Donnell...

Pero a esas alturas a nadie le quedaban fuerzas para bailar. Y ya hacía mucho que Kevin Drury y Paddy Murphy se habían ido a las montañas. Corrían rumores de que tenían una próspera destilería de whisky. Se decía que Michael vendía las botellas bajo mano en Wicklow. Fuera como fuese, el padre de Kathleen no quería tener nada que ver con los Drury y había censurado severamente a su primogénita cuando la vio hablar con Michael el domingo en la iglesia.

—Pero yo creo que Michael va a pedir mi mano —había protestado Kathleen con las mejillas arreboladas—. De forma... oficial y decente.

El sastre O’Donnell resopló, y su figura alta y delgada se estremeció de desdén.

—¿Cuándo un Drury ha hecho algo de forma oficial y decente? Toda la familia es pura gentuza: violinistas, flautistas y destiladores de whisky. Todos maleantes. Ya a su abuelo lo querían enviar a las colonias. Mira que yo aprecio poco a los ingleses, pero ¡qué favor nos hubiesen hecho! Al final se marchó a Galway y de ahí sabe Dios adónd

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