Nueva York, abril de 2010
El otro día me llegó una carta de su hija.
Angela.
A lo largo de los años había pensado a menudo en Angela, pero aquella era solo la tercera vez que teníamos relación.
La primera fue cuando le hice su vestido de novia, en 1971.
La segunda cuando me escribió para contarme que su padre había muerto. Aquello fue en 1977.
Ahora me escribía para hacerme saber que su madre acababa de morir. No estoy segura de cómo esperaba Angela que me tomara yo semejante noticia. Podría habérsele ocurrido que me afectaría. Dicho esto, no creo que Angela obrara con mala intención. No es algo propio de ella. Es una buena persona. Y, lo que es más importante, es una persona interesante.
Pero sí me sorprendió y mucho saber que la madre de Angela había vivido tanto tiempo. Daba por hecho que había muerto hacía siglos. Como todo el mundo. (Aunque no sé por qué me sorprende la longevidad de nadie cuando yo me aferro a la vida igual que un percebe a la quilla de un barco. Seguro que no soy la única anciana que se tambalea por las calles de Nueva York, negándose en redondo a abandonar tanto esta vida como sus bienes inmuebles).
Pero lo que más me impactó fue la última línea de la carta de Angela.
«Vivian», escribía Angela, «ahora que mi madre ha fallecido, me pregunto si tendrías inconveniente en contarme qué fuiste tú para mi padre».
Veamos.
¿Qué fui yo para su padre?
Solo él podría haber contestado esa pregunta. Y, puesto que nunca quiso hablar de mí con su hija, no soy quién para contarle a Angela lo que fui para él.
Sí puedo, en cambio, explicarle lo que fue él para mí.
1
En el verano de 1940, cuando yo tenía diecinueve años y era idiota, mis padres me mandaron a vivir con mi tía Peg, que tenía una compañía de teatro en Nueva York.
Acababan de expulsarme de la Universidad de Vassar por no asistir a clase y, en consecuencia, suspender todas las asignaturas de primer curso. No era tan tonta como mis calificaciones me hacían parecer, pero aparentemente eso no sirve de mucho si no estudias. Cuando pienso en ello ahora, no logro recordar a qué dedicaba todas esas horas en las que debía haber estado en clase, pero, conociéndome, supongo que estaría de lo más preocupada por mi aspecto físico. (Sí recuerdo que aquel año intenté dominar la técnica del peinado pompadour, un estilo que, aunque de infinita importancia para mí y también bastante complicado, no era muy Vassar, que digamos).
Nunca terminé de encajar en Vassar, y eso que era un lugar muy variado. En la universidad había chicas y grupos de todo tipo, pero ninguno despertó mi curiosidad y tampoco me vi reflejada en ninguno. Aquel año estudiaban en Vassar activistas políticas que vestían severos pantalones negros y debatían sobre maneras de hacer la revolución internacional, pero la revolución internacional a mí no me interesaba. (Sigue sin interesarme, aunque sí tomé nota de los pantalones negros, que me resultaban misteriosamente chic, pero solo si los bolsillos no se abultaban). En Vassar también había chicas que eran estudiantes audaces y pioneras, destinadas a convertirse en médicas y abogadas mucho antes de que las mujeres hicieran esas cosas. Esas deberían haberme interesado, pero no fue así. (Para empezar, no conseguía distinguirlas. Todas llevaban las mismas faldas de lana sin forma que parecían hechas con un suéter viejo, lo que me deprimía).
Tampoco es que Vassar estuviera por completo desprovista de glamur. Había medievalistas sentimentales de ojos grandes bastante guapas, también chicas artísticas de melena larga y arrogante y alguna que otra joven de la alta sociedad que de perfil recordaba a un galgo italiano, pero no hice amistad con ninguna. Tenía la sensación de que en aquella universidad todas eran más inteligentes que yo. (No eran solo paranoias de juventud; hoy sigo convencida de ello).
Para ser sincera, no entendía qué hacía yo en la universidad, además de cumplir un destino que nadie se había molestado en explicarme. Desde muy pequeña me habían dicho que iría a Vassar, pero nadie me había dicho por qué. ¿Cuál era el propósito de todo aquello? ¿Exactamente qué se suponía que tenía que sacar yo de la experiencia? ¿Y por qué tenía que vivir en aquel cuartucho de una residencia estudiantil con una entusiasta futura activista?
En cualquier caso, para entonces estaba harta de estudiar. Ya me había pasado años en el colegio para señoritas Emma Willard en Troy, Nueva York, con su talentoso claustro femenino compuesto por graduadas de las Siete Escuelas Hermanas. ¿No era suficiente? Llevaba interna desde los doce años, quizá sentía que había saldado ya mi deuda con la sociedad. ¿Cuántos libros tiene que leer una persona para demostrar que es capaz de leer un libro? Yo ya sabía quién era Carlomagno, que me dejaran tranquila de una vez.
Además, al poco de empezar mi fatídico primer año en Vassar había descubierto un bar en Poughkeepsie que ofrecía cerveza barata y jazz en directo hasta altas horas de la noche. A continuación había encontrado la manera de escabullirme del campus para frecuentar dicho bar (mi astuto plan de huida incluía una ventana de retrete sin cerrar y una bicicleta escondida; créeme si te digo que era el azote de la supervisora de la residencia), lo que dificultaba mi absorción de las conjugaciones latinas a primera hora de la mañana debido a la resaca.
Y había más obstáculos.
Todos esos cigarrillos que tenía que fumarme, por ejemplo.
En resumen, que estaba ocupada.
En consecuencia, de una promoción de 362 brillantes mujeres jóvenes de Vassar, terminé en el puesto 361, un hecho que hizo que mi padre comentara, horrorizado: «Por el amor de Dios, ¿qué haría la número 362?» (resultó que enfermar de polio, la pobre). De manera que Vassar me mandó a casa —cosa lógica— y me pidió amablemente que no volviera.
Mi madre no tenía ni idea de qué hacer conmigo. Ni siquiera en las mejores circunstancias teníamos una buena relación. Ella era una amazona empedernida, y, puesto que yo ni era un caballo ni me fascinaba la hípica, nunca teníamos demasiado de qué hablar. Y ahora la había avergonzado tanto con mi fracaso académico que apenas soportaba tenerme delante. A diferencia de mí, a mi madre le había ido bastante bien en Vassar, faltaría más. (Promoción de 1915, graduada en Historia y Francés). Su legado —así como sus generosas donaciones— había asegurado mi admisión en aquella sagrada institución y ahora mira lo que había hecho. Cada vez que se cruzaba conmigo por los pasillos de casa me saludaba con una inclinación de cabeza, como si fuera del cuerpo diplomático. Educada pero fría.
Mi padre tampoco sabía qué hacer conmigo, claro que estaba atareado dirigiendo su mina de hematites y no expresó abiertamente su preocupación por el problema de su hija. Lo había decepcionado, eso seguro, pero tenía preocupaciones más importantes. Era un industrialista y un aislacionista, y la guerra que se recrudecía en Europa le hacía temer por el futuro de su negocio. Vamos, que tenía otras cosas en qué pensar.
En cuanto a mi hermano mayor, Walter, estaba triunfando en Princeton y no se ocupaba de mí salvo para expresar su desaprobación por mi comportamiento irresponsable. Walter no había sido irresponsable en su vida. En el internado, sus compañeros lo habían respetado tanto que su apodo era —y no me lo estoy inventando— «el Embajador». Ahora estudiaba ingeniería porque quería construir infraestructuras que ayudaran a personas de todo el mundo. (Sumemos a mi catálogo de pecados que, a diferencia de mi hermano, yo ni siquiera estaba muy segura de saber lo que era una «infraestructura»). Aunque Walter y yo nos llevábamos poco —solo dos años—, habíamos dejado de ser compañeros de juegos desde muy niños. Hacia los nueve años había guardado sus cosas de la infancia y entre esas cosas me encontraba yo. No formaba parte de su vida y yo lo sabía.
Mis amigas también seguían con sus vidas. Se iban a la universidad, empezaban a trabajar, se casaban, emprendían una existencia adulta. Cosas todas ellas que ni entendía ni me interesaban. Así que no había nadie que se preocupara por mí o con quien entretenerme. Estaba aburrida y apática. Mi aburrimiento se manifestaba en forma de punzadas, como el hambre. Me pasé las dos primeras semanas de junio lanzando una pelota de tenis contra la pared lateral del garaje y silbando Little Brown Jug una y otra vez hasta que mis padres se hartaron y me mandaron a Nueva York a vivir con mi tía, y lo cierto es que no se les puede culpar por ello.
De acuerdo, podría haberles preocupado que Nueva York me convirtiera en una comunista o en una drogadicta, pero nada podía ser peor que pasarte el resto de tu vida oyendo a tu hija lanzar una pelota de tenis contra una pared.
De manera que así es como llegué a la ciudad, Angela, y allí es donde empezó todo.
Me mandaron a Nueva York en tren, y menudo tren. El Empire State Express, con salida desde Utica. Un servicio de entrega de hija delincuente en acero cromado brillante. Me despedí cortésmente de mamá y papá y le entregué mi equipaje a un mozo de estación, lo que me hizo sentir importante. Me pasé el viaje en el vagón restaurante, sorbiendo leche malteada, comiendo peras en almíbar, fumando cigarrillos y hojeando revistas. Sabía que aquello era un destierro, pero… ¡qué elegante!
Porque entonces los trenes eran otra cosa, Angela.
Prometo hacer lo posible en estas páginas por no extenderme sobre lo mucho mejor que era todo en mis tiempos. De joven odiaba oír a las personas mayores quejarse así. («¡A nadie le importa! ¡A nadie le interesa tu edad dorada, vieja cotorra!»). Y para que estés tranquila: soy consciente de que muchas cosas no eran mejores en la década de 1940. Los desodorantes y el aire acondicionado eran una verdadera pena, por ejemplo, así que todo el mundo apestaba de lo lindo, sobre todo en verano. Y también teníamos a Hitler. Pero los trenes eran incuestionablemente mejores. ¿Cuándo fue la última vez que disfrutaste de una leche malteada y un cigarrillo en un tren?
Me subí al mío con un alegre vestido de rayón azul con estampado de alondras, encaje geométrico amarillo en el cuello, falda más bien estrecha y amplios bolsillos a la altura de las caderas. Me acuerdo tan bien de ese vestido, en primer lugar, porque jamás se me olvida lo que lleva nadie puesto, jamás, pero también porque me lo había hecho yo. Y qué trabajo tan espléndido. La caída —justo a media pantorrilla— era coqueta y efectiva. Recuerdo que le cosí unas hombreras extra al vestido en un intento desesperado por parecerme a Joan Crawford, aunque no estoy segura de si funcionó. Con el recatado sombrero cloche y el sencillo bolso azul, préstamo de mi madre (en el que llevaba cosméticos, cigarrillos y poco más), tenía más aspecto de mujer seductora que de lo que era en realidad: una muchacha virgen de diecinueve años camino de visitar a una familiar en Nueva York.
Acompañaban a esta joven virgen de diecinueve años a Nueva York dos maletas de gran tamaño, una llena de ropa, doblada con esmero y envuelta en papel de seda, y otra de telas, adornos y enseres de costura para poder hacerme más ropa. También viajaba conmigo una robusta caja que contenía mi máquina de coser, una criatura pesada e inmanejable, difícil de transportar. Pero era mi alma gemela, chiflada y hermosa, sin la cual no podía vivir.
Así que me la llevé.
Aquella máquina de coser —y todas las cosas que trajo después a mi vida— se la debía a la abuela Morris, así que hablemos de ella un momento.
Es posible que cuando leas la palabra «abuela» te venga a la cabeza la imagen de una dulce ancianita de pelo blanco. Esa no era mi abuela. Mi abuela era una mujer coqueta alta, apasionada, entrada en años, con pelo caoba teñido, que iba por la vida envuelta en una nube de perfume y de chismorreos y que vestía como un espectáculo circense.
Era la mujer más colorista del mundo, y aquí estoy usando «colorista» en la acepción más amplia del término. Mi abuela usaba vestidos de terciopelo martelé en elaborados colores, colores que no llamaba rosa, o borgoña o azul, como hacían las personas sin imaginación, sino «rosa ceniza» o «cordobán» o «della Robbia». A diferencia de la mayoría de las damas respetables de entonces, llevaba las orejas perforadas y tenía varios lujosos joyeros donde guardaba una cascada interminable de cadenas, pendientes y pulseras baratos y caros. Tenía un disfraz de automovilista para sus paseos vespertinos por la campiña y usaba unos sombreros tan gigantescos que en el teatro era necesario reservarles butaca propia. Le gustaban los gatitos y la cosmética comprada por correo; disfrutaba leyendo sobre asesinatos en periódicos sensacionalistas y era sabido que escribía poemas de amor. Pero, por encima de todo, a mi abuela la volvía loca el teatro. Veía todas las obras y representaciones que se hacían en la ciudad y también adoraba el cinematógrafo. Yo la acompañaba a menudo, puesto que teníamos los mismos gustos. (A la abuela Morris y a mí nos atraían las historias en las que chicas inocentes con vestidos vaporosos eran raptadas por hombres peligrosos tocados con siniestros sombreros y a continuación rescatadas por otros hombres de marcado mentón).
Como comprenderás, yo la adoraba.
En cambio, el resto de la familia no. A excepción de mí, todos se avergonzaban de la abuela. En especial su nuera (mi madre), que no era una persona frívola y que nunca dejó de poner mala cara a la abuela Morris, a la que se refirió en una ocasión como «esa eterna y fantasiosa adolescente».
No hace falta decir que mi madre no escribía poemas de amor.
La abuela Morris fue quien me enseñó a coser.
Era una costurera experta. (Le había enseñado a coser su abuela, que había logrado ascender de criada galesa emigrada a dama americana de posibles en solo una generación, gracias en gran medida a su inteligencia con la aguja). Mi abuela quería que yo también fuera una costurera experta. Así que cuando no estábamos masticando caramelos en el cinematógrafo o leyéndonos artículos de revista en voz alta la una a la otra sobre la trata de blancas, cosíamos. Y nos lo tomábamos en serio. A la abuela Morris no le daba miedo exigirme excelencia. Daba diez puntadas a una prenda y me hacía coser las diez siguientes, y, si las mías no estaban tan perfectas como las suyas, las deshacía y me obligaba a coserlas otra vez. Me enseñó a trabajar con telas tan imposibles como la blonda o el encaje, hasta que me atreví con cualquier tejido, por muy indómito que fuera. ¡Y la hechura! ¡Y el relleno! ¡Y la confección! Para cuando cumplí doce años, era capaz de coser un corsé (con sus ballenas y todo) como una auténtica profesional, aunque a excepción de la abuela Morris nadie ha usado un corsé de ballenas desde alrededor de 1910.
Por severa que pudiera ser mi abuela con la máquina de coser, nunca sufrí bajo su autoridad. Sus críticas me escocían, pero no me herían. Me fascinaba lo bastante la ropa como para querer aprender y sabía que solo buscaba mejorar mis aptitudes.
Sus alabanzas llegaban rara vez, pero alimentaban mis dedos. Me volví muy hábil.
Cuando cumplí los trece, la abuela Morris me compró la máquina de coser que más tarde me acompañaría a Nueva York en tren. Era una Singer 201 negra reluciente y tremendamente potente (cosía hasta cuero; ¡podría haberle hecho la tapicería a un Bugatti con aquella máquina!). Hasta hoy, no he tenido un regalo mejor. Me llevé la Singer al internado, donde me dio un enorme poder en aquella comunidad de niñas de papá en la que todas querían vestir bien pero no siempre tenían las destrezas necesarias para hacerlo. Una vez se corrió la voz de que sabía coser cualquier cosa —y así era—; las otras chicas del Emma Willard llamaban a mi puerta a todas horas para suplicarme que les sacara la cintura de una prenda, les cosiera un dobladillo o cogiera el vestido de los domingos de su hermana mayor de la temporada anterior y lo arreglara para que les quedara bien a ellas. Pasé aquellos años encorvada sobre la Singer igual que un artillero de cola, y mereció la pena. Me hice popular, que en realidad es lo único que importa en un internado. O en cualquier otro sitio.
Debo decir que el otro motivo por el que me enseñó a coser mi abuela es que yo tenía un cuerpo difícil. Desde muy pequeña siempre fui demasiado alta, demasiado desgarbada. La adolescencia llegó y se fue y yo crecí aún más. Durante años no tuve casi pecho y mi torso era interminable. Mis brazos y mis piernas parecían retoños de un árbol. Era imposible que me quedara bien nada comprado en una tienda, así que necesitaba ropa a medida. Y la abuela Morris —Dios la bendiga— me enseñó cómo vestirme de manera que mi estatura me favoreciera, en lugar de darme aspecto de ave zancuda.
Si doy la impresión de estar criticando mi aspecto físico, no es así. Me limito a hacer constar los datos referidos a mi figura: era larguirucha y alta y se acabó. Y si crees que ahora voy a hablarte de un patito feo que se va a la gran ciudad y descubre que, después de todo, es guapa, no te preocupes, esta historia no va de eso.
Siempre fui bonita, Angela.
Y te digo más, siempre supe que lo era.
Que fuera bonita explica sin duda que un atractivo hombre del vagón restaurante del Empire State Express me mirara sorber mi leche malteada y comer peras en almíbar.
Al final se me acercó y me pidió permiso para encenderme el cigarrillo. Accedí y empezó a coquetear. Me encantaba ser objeto de atención, pero no sabía cómo responder a su flirteo. Así que me dediqué a mirar por la ventanilla y a simular estar absorta en mis pensamientos. Fruncí ligeramente el ceño, esperando ofrecer una imagen seria e intensa, aunque lo más probable es que pareciera simplemente miope y confusa.
Esta situación podría haber sido más incómoda de lo que suena, de no ser porque al cabo de un instante me distrajo mi reflejo en la ventanilla del tren y eso me mantuvo ocupada largo rato. (Perdóname, Angela, pero enamorarte de tu reflejo forma parte de lo que significa ser una joven bonita). Resultó que aquel apuesto desconocido no era tan interesante como la forma de mis cejas. No es solo que me interesara lo bien que me las había depilado —aunque ese hecho me cautivó por completo—, es que además daba la casualidad de que aquel verano estaba intentando aprender a arquear una sola ceja, como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. Practicar este gesto requería concentración, como sin duda te imaginas. Así que entenderás que el tiempo volara y yo me perdiera por completo en mi imagen reflejada.
Cuando levanté la vista ya estábamos en la estación Grand Central, mi nueva vida estaba a punto de empezar y el hombre apuesto hacía rato que había desaparecido.
Pero no te preocupes, Angela, en esta historia salen muchos más hombres atractivos.
¡Ah!, y también tengo que decirte, por si te estabas preguntando qué fue de ella, que la abuela Morris murió alrededor de un año antes de que aquel tren me depositara en Nueva York. Nos dejó en agosto de 1939, pocas semanas antes de que yo empezara en Vassar. Su muerte no fue una sorpresa —su salud empeoraba cada año—, pero, aun así, la pérdida (de mi mejor amiga, mi mentora, mi confidente) me dejó destrozada.
¿Sabes qué, Angela? Ese dolor pudo tener algo que ver con mi pésimo rendimiento en el primer año de universidad. Ahora que lo pienso, quizá no es que fuera una pésima estudiante. Quizá es que estaba triste.
Esto se me ha ocurrido ahora, mientras te escribo.
Hay que ver.
Lo que tarda una a veces en darse cuenta de las cosas.
2
El caso es que llegué a Nueva York sana y salva, una muchacha tan recién salida del cascarón que casi tenía yema en el pelo.
Se suponía que la tía Peg iba a ir a buscarme a Grand Central. Mis padres me habían informado de ello cuando me subí al tren en Utica, pero sin mencionar un plan concreto. No me habían dicho dónde tenía que esperarla. Tampoco me habían dado un número de teléfono al que llamar en caso de emergencia, ni una dirección a la que ir en caso de verme sola. Se suponía que «me encontraría con la tía Peg en la estación» y eso era todo.
Bien, la estación Grand Central, como su nombre indica, es grandiosa, y también el lugar perfecto para no encontrar a alguien, así que no es de sorprender que no localizara a la tía Peg a mi llegada. Esperé una eternidad en el andén con mi montaña de equipaje mirando la estación rebosante de personas, ninguna de las cuales tenía aspecto de ser la tía Peg.
No es que no supiera qué aspecto tenía la tía Peg. La había visto unas cuantas veces, aunque mi padre y ella no estaban unidos. (Es posible que esto sea un eufemismo. Mi padre desaprobaba a la tía Peg tanto como había desaprobado a la madre de ambos. Cada vez que el nombre de Peg salía a relucir durante la cena, mi padre resoplaba y decía: «¡Debe de ser maravilloso, andar por ahí divirtiéndose, viviendo en el país de las fantasías y gastando a manos llenas!», y yo pensaba: «Desde luego suena bien…»).
Peg había pasado unas cuantas Navidades con nosotros cuando yo era pequeña, pero no muchas, porque siempre estaba de gira con su compañía de teatro. El recuerdo más vívido que tengo de Peg fue cuando, con once años, pasé un día en Nueva York acompañando a mi padre en una visita de negocios. Peg me había llevado a patinar a Central Park. Me había llevado a conocer a Santa Claus. (Aunque ambas habíamos convenido en que yo ya era demasiado mayor para Santa Claus, no me lo habría perdido por nada del mundo y en mi fuero interno estaba emocionada por ir a conocerlo). También habíamos almorzado en un smörgåsbord. Aquel fue uno de los días más felices de mi vida. Mi padre y yo no nos habíamos quedado a dormir porque papá odiaba y desconfiaba de Nueva York, pero había sido un día glorioso, te lo aseguro. Mi tía me pareció una persona maravillosa. Me había tratado como si yo fuera una persona, no una niña, y para una niña de once años que no quiere ser vista como una niña eso lo significa todo.
Más recientemente, la tía Peg había vuelto a Clinton, su pueblo natal, para el funeral de la abuela Morris, su madre. Al día siguiente se había sentado a mi lado en el servicio religioso y me había cogido la mano con su zarpa grande y capaz. Ese gesto me había reconfortado y sorprendido al mismo tiempo (quizá te asombre saber que en mi familia no era habitual cogerse de la mano). Después del funeral, Peg me había abrazado con la fuerza de un leñador y yo me había abandonado en sus brazos, derramando las cataratas del Niágara por mis ojos. Olía a jabón de lavanda, a cigarrillos y a ginebra. Me aferré a ella igual que una trágica cría de koala. Pero no había podido pasar demasiado tiempo con ella después del funeral. Se volvió enseguida a la ciudad porque tenía que producir una función. Yo me quedé con la sensación de haber hecho el ridículo desmoronándome en sus brazos, por muy reconfortante que me hubiera resultado.
Después de todo, casi no la conocía.
De hecho, lo que sigue es la suma total de lo que sabía yo de mi tía Peg cuando llegué a Nueva York a los diecinueve años.
Sabía que mi tía Peg era propietaria de un teatro llamado Lily Playhouse, que se encontraba en algún punto de la zona del Midtown, en Manhattan.
Sabía que no se había propuesto dedicarse al teatro, sino que había llegado a esta profesión casi por casualidad.
Sabía que la tía Peg se había formado como enfermera de la Cruz Roja, cosa curiosa, y que había estado destinada en Francia durante la Primera Guerra Mundial.
Sabía que, en algún momento, Peg había descubierto que se le daba mejor entretener a soldados convalecientes que curarles las heridas. Descubrió que tenía un don para improvisar espectáculos teatrales baratos, ágiles, picantes y divertidos en hospitales de campaña y barracones. Las guerras son atroces, pero siempre enseñan algo; aquella guerra en particular enseñó a mí tía Peg cómo montar un espectáculo teatral.
Sabía que, después de la guerra, Peg había vivido en Londres durante una larga temporada trabajando en el teatro. Era productora de una revista en el West End cuando conoció a su futuro marido, Billy Buell, un oficial estadounidense guapo y seductor que también había decidido quedarse en Londres para abrirse camino en el teatro. Al igual que Peg, Billy era de «familia bien». La abuela Morris solía decir que la familia Buell era «asquerosamente rica». (Durante años me pregunté qué quería decir esa expresión. Mi abuela reverenciaba la riqueza; ¿cómo de grande tenía que ser para parecerle «asquerosa»? Un día por fin se lo pregunté y me contestó, como si aquello fuera una explicación: «Son de Newport, querida»). Pero Billy Buell, por muy de Newport que fuera, se parecía a Peg en que rechazaba la clase cultivada en la que había nacido. Prefería el polvo y el brillo del mundo del teatro al lustre y la represión de la buena sociedad. Además, era un donjuán. Le gustaba «divertirse», según mi abuela Morris, lo que era su manera educada de decir que le gustaba «beber, gastar dinero y seducir a mujeres».
Después de casarse, Billy y Peg volvieron a Estados Unidos. Juntos formaron una compañía de teatro ambulante. Se pasaron gran parte de la década de 1920 en la carretera con un pequeño grupo de artistas, actuando en graneros de todo el país. Billy escribía y protagonizaba los espectáculos de variedades. Peg los producía y dirigía. Nunca tuvieron grandes ambiciones. Se limitaban a pasarlo bien y a huir de las responsabilidades que entraña una vida adulta. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por no tener éxito, este les llegó por casualidad y los atrapó.
En 1930, con la Gran Depresión agudizándose y el país entero trémulo y asustado, mi tía y su marido, sin proponérselo, produjeron un éxito. Billy escribió una obra titulada Su alegre aventura, tan jovial y divertida que el público la devoró. Su alegre aventura era una opereta sobre una heredera y aristócrata británica que se enamora de un donjuán americano (interpretado por Billy Buell, naturalmente). Se trataba de un entretenimiento sin más, como todo lo que habían puesto en escena, pero resultó un éxito descomunal. En todo el país, mineros y granjeros ávidos de diversión se rascaban los bolsillos para poder ver Su alegre aventura, lo que convirtió una obrita sencilla y tonta en un triunfo de lo más rentable. La obra causó tanto revuelo y obtuvo tantas alabanzas en los periódicos locales, de hecho, que en 1931 Billy y Peg la llevaron a Nueva York, donde estuvo un año en cartel en un importante teatro de Broadway.
En 1932 MGM hizo la versión cinematográfica de Su alegre aventura, que Billy escribió, pero no protagonizó. (William Powell interpretó su papel. Para entonces Billy había decidido que la vida de escritor era más fácil que la de actor. Los escritores tienen sus propios horarios, no están a merced del público y no tienen que obedecer a un director). El éxito de Su alegre aventura inspiró una serie de lucrativas continuaciones (Su alegre divorcio, Su alegre criatura, Su alegre safari), que Hollywood estuvo haciendo durante unos cuantos años igual que hace salchichas una embutidora. El fenómeno Su alegre… hizo ganar bastante dinero a Billy y a Peg, pero también supuso el fin de su matrimonio. Billy se enamoró de Hollywood y nunca volvió. En cuanto a Peg, decidió cerrar la compañía ambulante y destinar su mitad de los derechos de autor a comprarse un teatro grande, viejo y destartalado en Nueva York: el Lily Playhouse.
Todo esto ocurrió alrededor de 1935.
Billy y Peg no llegaron a divorciarse de manera oficial. Y, aunque nunca pareció haber acritud entre ellos, a partir de 1935 no puede decirse que estuvieran «casados». No compartían ni hogar ni profesión y, por decisión de Peg, tampoco economía, lo que significaba que mi tía ya no tenía acceso a todo ese reluciente dinero de Newport. (La abuela Morris no entendía por qué quería su hija renunciar a la fortuna de Billy y la única explicación que, con evidente decepción, se le ocurría era: «Me temo que a Peg nunca le importó el dinero»). Tenía la teoría de que Peg y Billy no se habían divorciado legalmente porque eran «demasiado bohemios» para que les preocupara una cosa así. También era posible que se siguieran queriendo. Claro que el suyo era de esa clase de amor que crece cuando marido y mujer están separados por un continente entero. («No te rías», decía mi abuela. «Hay muchos matrimonios que funcionarían mejor así»).
Lo único que sé es que el tío Billy estuvo ausente durante toda mi infancia, al principio porque estaba de gira, después porque se había establecido en California. Tan ausente estaba, de hecho, que nunca llegué a conocerlo. Para mí Billy Buell era un mito, hecho de historias y fotografías. ¡Y qué fotografías e historias tan glamurosas! La abuela Morris y yo encontrábamos con frecuencia fotografías de Billy en las revistas de chismorreos de Hollywood o leíamos cosas de él en las columnas de cotilleos de Walter Winchell y Louella Parsons. Por ejemplo, nos quedamos extasiadas cuando descubrimos ¡que había sido invitado a la boda de Jeanette MacDonald y Gene Raymond! En la revista Variety salía una fotografía suya durante la recepción, de pie, justo detrás de la luminosa Jeanette MacDonald con su vestido de novia color rosa empolvado. En la fotografía, Billy hablaba con Ginger Rogers y su entonces marido Lew Ayres. Mi abuela me había señalado a Billy y dicho: «Ahí está, conquistando el país a base de coquetear, como de costumbre. ¡Y mira cómo le sonríe Ginger! Si yo fuera Lew Ayres, no le quitaría ojo a mi mujer».
Escudriñé la foto usando la lupa con montura de pedrería de mi abuela. Vi a un hombre rubio y apuesto con chaqueta de esmoquin que apoyaba una mano en el antebrazo de Ginger Rogers mientras esta, en efecto, lo miraba con ojos centelleantes de placer. Tenía más aspecto de estrella de cine que las estrellas de cine que lo rodeaban.
Me resultaba asombroso que aquella persona estuviera casada con mi tía Peg.
Sin duda Peg era maravillosa, pero muy poco atractiva.
¿Qué era lo que podía haber visto él en ella?
No había ni rastro de Peg.
Había pasado ya tanto tiempo, que renuncié oficialmente a encontrarme con ella en el andén. Dejé mi equipaje a un mozo de estación y deambulé entre la marea de humanidad apresurada que era Grand Central buscando a mi tía. Pensarás que me sentía nerviosa por encontrarme sola en Nueva York, sin un plan y sin acompañante, pero, por alguna razón, no era así. Estaba segura de que todo saldría bien. (Quizá sea un rasgo distintivo de las clases privilegiadas; hay jovencitas de buena familia que sencillamente no conciben la posibilidad de que no aparezca alguien pronto para rescatarlas).
Al final renuncié a deambular y me senté en un lugar bien visible cerca del vestíbulo principal de la estación a esperar mi salvación.
Hasta que, por fin, me encontraron.
Mi rescatadora resultó ser una mujer bajita de cabello plateado vestida con un recatado traje gris que se acercó a mí igual que se acerca un san bernardo a un esquiador perdido: con concentrada atención y el firme propósito de salvar una vida.
«Recatado» puede no ser una palabra lo bastante contundente para describir el traje que llevaba aquella mujer. Era un conjunto compuesto por una chaqueta cruzada y una falda rectangular como un ladrillo, de esas diseñadas para hacer pensar al mundo que las mujeres no tienen ni pecho ni cintura ni caderas. Tuve la impresión de que se trataba de una importación británica. Era un espanto. La mujer también llevaba gruesos zapatos Oxford negros de tacón bajo y un anticuado sombrero de lana cocida verde de esos que tanto gustan a las directoras de orfanatos. Era un estilo de mujer que yo conocía de mis años de internado: tenía aspecto de solterona que bebía Ovaltine para cenar y hacía gárgaras de agua salada para la vitalidad.
Era fea de los pies a la cabeza y, lo que era peor, era fea a propósito.
Aquel mazacote de señora se me acercó como quien cumple una misión, con el ceño fruncido y sosteniendo una fotografía desconcertantemente grande en un marco de plata. Miró la fotografía y a continuación me miró a mí.
—¿Eres Vivian Morris? —preguntó. Su acento seco me reveló que el traje de chaqueta cruzada no era lo único británico allí.
Admití que lo era.
—Has crecido —dijo.
Yo estaba perpleja. ¿Conocía a aquella mujer? ¿La había conocido de niña?
Al ver mi confusión, la desconocida me enseñó la fotografía enmarcada. Para mi desconcierto, resultó ser un retrato de mi familia de unos cuatro años antes. Era una fotografía que nos habíamos hecho en un estudio cuando mi madre decidió que, según sus propias palabras, «necesitábamos estar documentados de manera oficial» por una vez. Allí estaban mis padres, soportando la humillación de ser fotografiados por un trabajador cualquiera. Allí estaba mi hermano Walter, con aspecto pensativo y una mano en el hombro de mi madre. Y una versión más desgarbada y joven de mí, con un vestido marinero demasiado infantil para mi edad.
—Soy Olive Thompson —me anunció la mujer con una voz que indicaba que estaba acostumbrada a anunciar cosas—. Soy la secretaria de tu tía. No ha podido venir. Hemos tenido una emergencia en el teatro. Un pequeño incendio. Disculpa que te haya hecho esperar. Hace varias horas que he llegado, pero, como mi única pista para localizarte era esta fotografía, he tardado bastante. Como has podido comprobar.
Me entraron ganas de reír y me entran también ahora solo de recordarlo. La idea de aquella mujer impasible de mediana edad deambulando por la estación Grand Central con una fotografía gigante en un marco de plata que parecía haber sido arrancada a toda prisa de la pared de una persona rica (lo que era cierto) y escudriñando cada rostro tratando de encontrar uno que se correspondiera con el retrato de una niña hecho cuatro años antes me resultó retorcidamente divertida. ¿Cómo no me había fijado en ella?
Claro que a Olive Thompson aquello no parecía hacerle ninguna gracia.
Pronto descubriría que eso era algo típico de ella.
—Tus maletas —dijo—. Ve a recogerlas. Luego iremos en taxi al Lily. La última función ya ha empezado. Date prisa. Sin zarandajas.
Caminé obediente detrás de ella igual que un patito siguiendo a mamá pato.
Sin zarandajas.
Pensé: «¿Un pequeño incendio?», pero no me atreví a preguntar.
3
Uno solo se muda a Nueva York por primera vez una vez en la vida, Angela. Y es todo un acontecimiento.
Quizá esta idea no te resulte nada romántica, puesto que naciste en Nueva York. Quizá esta espléndida ciudad es algo a lo que no das importancia. O quizá la amas más que yo a tu manera inimaginablemente particular. De lo que no hay duda es de que eres afortunada por haber crecido aquí. Pero desconoces qué se siente al mudarse aquí y, por esa razón, te compadezco. Te has perdido una de las experiencias más hermosas de la vida.
¡Nueva York en 1940!
Nunca habrá una Nueva York como aquella. Con esto no pretendo insultar a las Nueva York que hubo antes de 1940 ni a las que vinieron después. Todas tienen su importancia. Pero se trata de una ciudad que renace a ojos de cada persona joven que llega a ella por primera vez. Así, aquella ciudad, aquel lugar que se creó de nuevo solo para mis ojos, nunca volverá a existir. Está preservada para siempre en mi memoria igual que una orquídea atrapada en un pisapapeles. Esa ciudad siempre será mi Nueva York ideal.
Tú podrás tener tu Nueva York ideal y otras personas tendrán otra. Pero aquella siempre será mía.
No había mucha distancia desde Grand Central hasta el Lily Playhouse —solo había que cruzar el centro en línea recta—, pero el taxista nos llevó por el corazón de Manhattan y esa es siempre la mejor manera de que un recién llegado sienta la energía de Nueva York. Estar allí me producía hormigueo y quería mirarlo todo al mismo tiempo. Pero entonces recordé mis buenos modales y durante un rato traté de entablar conversación con Olive. Olive, sin embargo, no era de esas personas que piensan que hay que llenar el aire de palabras, y sus peculiares respuestas solo suscitaban más preguntas, preguntas que, presentí, no tendría ganas de contestar.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para mi tía? —pregunté.
—Desde que Moisés llevaba pañales.
Reflexioné sobre aquello unos instantes.
—¿Y cuáles son sus tareas en el teatro?
—Coger cosas que se caen antes de que lleguen al suelo y se hagan añicos.
Estuvimos un rato en silencio mientras yo asimilaba aquella información.
Lo intenté una vez más.
—¿Qué espectáculo hay hoy en el teatro?
—Es un musical. Se llama La vida con mamá.
—¡Ah! He oído hablar de él.
—De eso nada. Estás pensando en La vida con papá. Se representó en Broadway el año pasado. La nuestra se titula La vida con mamá. Y es un musical.
Me pregunté: ¿Es legal eso? ¿Se puede coger el título de un éxito de Broadway, cambiarle una palabra y hacerlo tuyo? (La respuesta a esa pregunta, al menos en 1940 en el Lily Playhouse, era: por supuesto).
Pregunté:
—Pero ¿y si la gente saca entradas creyendo que son para La vida con papá?
Olive, sin entonación:
—Mala suerte.
Empezaba a sentirme joven, tonta y molesta, así que dejé de hablar. Durante el resto del trayecto en taxi me limité a mirar por la ventana. Ver discurrir la ciudad era de lo más entretenido. Mirara a donde mirara, había cosas maravillosas. Era última hora de una preciosa tarde de verano en el centro de Manhattan y no puede haber nada mejor que eso. Acababa de llover. El cielo estaba violeta y teatral. Vi atisbos de rascacielos acristalados, luces de neón y calles húmedas y brillantes. La gente trotaba, corría, paseaba y avanzaba a trompicones por las aceras. Cuando atravesamos Times Square, montañas de luces artificiales escupieron su lava de noticias calentitas y anuncios instantáneos. Pasajes comerciales, salas de baile-taxi —donde chicas jóvenes, las taxi-girls, bailaban con los clientes a cambio de dinero—, cinematógrafos, cafeterías y teatros se sucedían ante mis ojos, hipnotizándome.
Entramos en la calle Cuarenta y uno, entre las avenidas Octava y Novena. Por entonces no era una calle bonita, y sigue sin serlo. En aquella época no era más que una maraña de las escaleras de incendios de edificios más importantes que daban a las calles Cuarenta y Cuarenta y dos. Pero allí, en la mitad de aquella poco agraciada manzana, estaba el Lily Playhouse, el teatro de mi tía Peg, todo iluminado, con un letrero que decía La vida con mamá.
Aún me parece verlo. El Lily era una mole hecha en un estilo que hoy sé que es Art Nouveau, pero que entonces solo me pareció «imponente». Y, ay, amiga, te aseguro que aquel vestíbulo te convencía de que habías llegado a un sitio importante. Era solemne y oscuro: elaboradas molduras en madera, artesonado en el techo, azulejos rojo sangre y auténticas lámparas Tiffany. Cubrían las paredes cuadros amarillentos de ninfas de pechos desnudos retozando con grupos de sátiros y desde luego daba la impresión de que alguna de esas ninfas estaba a punto de meterse en un «apuro» si no se andaba con cuidado. Otros murales mostraban hombres musculosos de muslos heroicos luchando con monstruos marinos de una manera que parecía más erótica que violenta. (Daba la sensación de que los hombres musculosos no buscaban en realidad ganar el combate, no sé si me entiendes). Luego había otras pinturas de dríadas luchando con denuedo por salir de árboles, las tetas primero, mientras náyades chapoteaban en un río cercano salpicándose las unas a las otras en los torsos desnudos con un espíritu de lo más retozón. Por todas las columnas trepaban vides y glicinias (¡y lirios, por supuesto!) profusamente talladas. El efecto general era muy de prostíbulo. Me encantó.
—Te voy a llevar directa a la función —comentó Olive consultando su reloj—, que ya casi ha terminado, gracias a Dios.
Empujó las grandes puertas que conducían al teatro. Siento decir que Olive Thompson entraba en su lugar de trabajo con el aire de alguien que prefiere no tener que tocar nada de lo que haya en él; yo, en cambio, estaba deslumbrada. El interior del teatro era de lo más despampanante, una auténtica joya decadente: las dimensiones, las luces doradas, el escenario un poco hundido, las butacas con mala visibilidad, las robustas cortinas carmesí, el estrecho foso de la orquesta, el techo dorado, la araña del techo, brillante y amenazadora que no podías mirar sin pensar: «¿Y si se cae…?».
Era grandioso, era decrépito. El Lily me recordó a la abuela Morris, no solo porque a mi abuela le encantaban los teatros viejos y un poco ordinarios, como aquel, también porque ella había tenido ese mismo aspecto: vieja, recargada y orgullosa e impecablemente vestida de terciopelo pasado de moda.
Nos quedamos cerca de la pared del fondo, aunque había muchos asientos libres. De hecho, no me pareció que hubiera mucha más gente en el público que sobre el escenario. No fui la única en darme cuenta. Olive hizo un rápido recuento de cabezas, apuntó el número en una pequeña libreta que se sacó del bolsillo y suspiró.
En cuanto a lo que ocurría en el escenario, era vertiginoso. Tenía que ser el final de la función, porque pasaban muchas cosas al mismo tiempo. Al fondo del todo había una hilera de unos doce bailarines, chicos y chicas, que sonreían como posesos mientras levantaban las piernas hacia el techo polvoriento. En el centro, un joven apuesto y una enérgica muchacha bailaban claqué como si su vida dependiera de ello mientras cantaban a pleno pulmón sobre cómo todo iría bien a partir de ese momento, cariño, porque nos queremos. En el lado izquierdo del escenario había una falange de coristas cuyos vestidos y movimientos rozaban lo moralmente permisible, pero cuya contribución a la historia —fuera cual fuera esta— no estaba clara. Su función parecía ser estar allí con los brazos extendidos y girando despacio de manera que pudieras admirar las cualidades de amazona de sus cuerpos desde todos los ángulos posibles y sin prisa. Al otro lado del escenario, un hombre vestido de vagabundo hacía malabares con bolos.
Incluso para ser la apoteosis final, duró una eternidad. La orquesta atronaba, el cuerpo de baile aporreaba el suelo, la pareja feliz y jadeante no podía creerse lo maravillosas que estaban a punto de ser sus vidas, las coristas presumían despacio de sus siluetas, el malabarista sudaba y lanzaba bolos hasta que, de pronto, con un estruendo simultáneo de todos los instrumentos y un remolino de luz de candilejas y brazos levantados en el aire ¡terminó!
Aplausos.
No una lluvia de aplausos. Más bien una suave llovizna.
Olive no aplaudió. Yo lo hice educadamente, aunque mis aplausos sonaron solitarios allí, al fondo. La ovación no duró mucho. Los intérpretes tuvieron que abandonar el escenario medio en silencio, algo que nunca es bueno. El público se dirigió en ordenada fila a la salida, igual que trabajadores que se marchan a casa después de una jornada de trabajo. Porque eso es lo que eran.
—¿Crees que les ha gustado? —le pregunté a Olive.
—¿A quién?
—Al público.
—¿Al público? —Olive parpadeó como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza preguntarse lo que opinaba el público de un espectáculo. Después de pensar unos instantes, dijo—: Tienes que entender, Vivian, que nuestros espectadores no llegan emocionados al Lily ni se marchan nunca eufóricos.
Por como lo dijo, tuve la impresión de que era algo que le parecía bien, o al menos de que lo tenía asumido.
—Ven —añadió—. Tu tía estará entre bastidores.
Y allá que fuimos, derechas al caos ajetreado y juguetón que siempre estalla entre bastidores cuando termina un espectáculo. Todo el mundo de un lado a otro, gritando, fumando, desnudándose. Los bailarines se encendían cigarrillos los unos a los otros y las coristas se quitaban sus tocados. Unos hombres en mono de trabajo cambiaban de sitio el atrezo, pero sin partirse el lomo, no fueran a cansarse. Había risas sonoras, histéricas, pero no porque hubiera nada especialmente divertido, solo porque aquellas eran gentes del espectáculo y siempre se comportan así.
Y allí estaba mi tía Peg, alta y robusta, con un portapapeles en la mano. Llevaba el pelo castaño y gris en una melena corta, descuidada, que le daba cierto parecido a Eleanor Roosevelt, pero con mejor mentón. Vestía una falda larga de sarga color salmón y lo que podía haber sido una camisa de hombre. También llevaba medias azules hasta la rodilla y mocasines color beis. Si esto suena a combinación nada a la moda, es que lo era. No se llevaba entonces, no se llevaría hoy y seguirá sin llevarse hasta que el sol explote. A ninguna mujer le ha favorecido nunca ir vestida con una falda de sarga color salmón, una camisa masculina azul, medias hasta los tobillos y mocasines.
Su apariencia desaliñada destacaba aún más descarnadamente por el hecho de que estaba hablando con dos coristas arrebatadoras. El espeso maquillaje les daba una suerte de glamur sobrenatural y tenían el pelo recogido en la coronilla en bucles brillantes. Llevaban batas de seda rosa encima de los trajes de corista y eran la encarnación más sexualmente explícita de una mujer que yo había visto jamás. Una de ellas era rubia, platino en realidad, con una silueta que habría hecho rechinar los dientes de desesperación a Jean Harlow. La otra era una castaña voluptuosa en cuya excepcional belleza había reparado yo antes, desde el fondo del teatro. (Aunque no tiene mérito alguno que reparara en lo despampanante que era esta mujer en particular; hasta un marciano se habría dado cuenta… desde Marte).
—¡Vivvie! —gritó Peg y su sonrisa iluminó mi mundo—. ¡Lo has conseguido, peque!
Nadie me había llamado nunca «peque», y, por alguna razón, me dieron ganas de correr a sus brazos y echarme a llorar. También me animaba que alguien me dijera que lo había conseguido, ¡era como si hubiera conseguido algo realmente! A decir verdad, lo único que había logrado era que me expulsaran de la universidad, que me echaran de casa de mis padres y, por último, perderme en Grand Central. Pero su alborozo al verme fue como un bálsamo. Sentí que era bienvenida. No solo bienvenida, me sentí querida.
—Ya has conocido a Olive, la responsable de este zoológico —dijo Peg—. Y esta es Gladys, nuestra jefa de bailarines.
La chica de pelo color platino sonrió, infló un globo con su goma de mascar hasta hacerlo estallar y dijo:
—¿Cómo te va?
—Y esta es Celia Ray, una de las coristas.
Celia alargó su brazo de sílfide y susurró:
—Un placer. Encantada de conocerte.
La voz de Celia era increíble. No era solo el marcado acento de Nueva York; era su timbre grave y áspero. Una corista con la voz de Lucky Luciano.
—¿Has cenado? —me preguntó la tía Peg—. ¿Estás muerta de hambre?
—No —contesté—. Muerta de hambre no diría. Pero tampoco he cenado.
—Entonces salimos. Vamos a tomar unos tragos y a ponernos al día.
Olive intervino:
—Todavía no han subido el equipaje de Vivian, Peg. Sus maletas siguen en el vestíbulo. Ha tenido un día muy largo y querrá asearse. Además, debemos dar instrucciones al reparto.
—Los chicos pueden subir el equipaje —dijo Peg—. Yo la veo de lo más aseada y los actores no necesitan instrucciones.
—El reparto siempre necesita instrucciones.
—Mañana lo solucionamos —fue la vaga respuesta que dio Peg, que no pareció satisfacer en absoluto a Olive—. No tengo ganas de hablar de trabajo. Me muero por comer algo y, lo que es peor, tengo muchísima sed. Así que vamos a salir, ¿no podemos?
Ahora parecía que la tía Peg estaba pidiendo permiso a Olive.
—Esta noche no, Peg —dijo Olive con firmeza—. Ha sido un día muy largo. La chica necesita descansar e instalarse. Bernadette ha hecho pastel de carne. Puedo preparar unos emparedados.
Peg pareció algo chafada, pero al minuto siguiente se animó de nuevo.
—¡Arriba, entonces! —dijo—. ¡Ven, Vivvie! ¡Vamos!
Esto es algo que aprendí de mi tía con el tiempo: cada vez que decía «¡Vamos!» significaba que todos los que anduvieran cerca estaban invitados. Peg siempre estaba rodeada de gente y no era nada exigente respecto a la compañía.
Por esa razón la reunión de aquella noche —que se celebró en el piso de arriba, en las dependencias habilitadas como vivienda en la parte superior del Lily Playhouse— nos incluyó no solo a la tía Peg, su secretaria, Olive, y a mí, sino también a Gladys y a Celia, las coristas. En el último momento se sumó un joven al que pescó la tía Peg cuando se dirigía hacia la entrada de artistas. Lo reconocí, era uno de los bailarines. Al verlo de cerca, me di cuenta de que aparentaba catorce años y tenía pinta de necesitar un plato de comida.
—Roland, sube a cenar con nosotras —dijo Peg.
El chico vaciló.
—Esto… No hace falta, Peg.
—No te preocupes, tesoro, tenemos comida de sobra. Bernadette ha hecho un montón de pastel de carne. Hay para todos.
Cuando Olive pareció ir a decir algo, Peg la hizo callar.
—Venga, Olive, no te hagas la gobernanta. Yo puedo compartir mi ración con Roland. Necesita engordar unos kilos y yo necesito perderlos, así que perfecto. Además, ahora mismo somos medio solventes, podemos permitirnos alimentar unas cuantas bocas más.
Fuimos detrás del escenario, donde una ancha escalera conducía al piso de arriba. Mientras subíamos yo no podía dejar de mirar a las dos coristas, Celia y Gladys. Nunca había visto bellezas como aquellas. En el internado había conocido a actrices de teatro, pero esto era distinto. Las actrices en Emma Willard tendían a ser chicas que no se lavaban el pelo jamás, llevaban gruesos leotardos negros y se creían Medea. No podía soportarlas. Pero Gladys y Celia no tenían nada que ver. Pertenecían a una especie distinta. Me fascinaban su glamur, su acento, su maquillaje, el movimiento de sus traseros enfundados en seda. En cuanto a Roland, se movía igual que ellas. También él era una criatura fluida, llena de ritmo. ¡Qué deprisa hablaban! Y qué manera tan encantadora de soltar breves chismorreos como si fueran trocitos de brillante confeti.
—¡Vive de su físico! —decía Gladys hablando de alguna chica.
—Ni siquiera de su físico —añadió Roland—. ¡De sus piernas!
—Pues con eso no le va a bastar —replicó Gladys.
—Para una temporada más sí —opinó Celia—. Quizá.
—Y el novio que tiene tampoco ayuda mucho.
—¡Ese cabeza de chorlito!
—Eso sí, el champán se lo bebe como si fuera agua.
—¡Debería plantarle cara y decírselo!
—Tampoco es que se muera por ella.
—¿Cuánto tiempo puede soportar una chica trabajando de acomodadora?
—Aunque el diamante ese que lleva es de lo más aparente.
—Debería ser más sensata.
—Debería buscarse un buen padrino.
¿Quiénes eran aquellas personas de las que estaban hablando? ¿Qué clase de vida era aquella que estaban dando a entender? ¿Y quién era aquella pobre chica de la que se hablaba en aquella escalera? ¿Cómo iba a dejar de ser una acomodadora de cinematógrafo si no empezaba a ser más sensata? ¿Quién le había dado el diamante? ¿Quién pagaba el champán que se bebía como si fuera agua? ¡Yo quería saber esas cosas! ¡Eran cosas importantes! ¿Y qué significaba lo de tener un buen padrino?
Nunca había deseado con tanta ansia conocer el final de una historia, y esa historia ni siquiera tenía argumento: solo constaba de personajes sin nombre, indicios de acción desbocada y una sensación de amenaza inminente. Mi corazón palpitaba de emoción, y el tuyo lo habría hecho de haber sido tú también una frívola jovencita de diecinueve años que nunca había tenido un pensamiento serio en su vida.
Llegamos a un rellano en penumbra y Peg abrió una puerta y nos hizo pasar a todos.
—Bienvenida a casa, peque —dijo.
Lo que la tía Peg llamaba «casa» eran las plantas tercera y cuarta del Lily Playhouse. Allí estaba la vivienda. El segundo piso del edificio, sabría yo después, lo ocupaban las oficinas. La planta baja era, por supuesto, el teatro, que ya te he descrito. Pero la tercera y la cuarta eran la «casa», y ahora estábamos en ella.
Enseguida me di cuenta de que la tía Peg no tenía talento para la decoración de interiores. Su gusto (si es que podía llamarse así) tendía a las antigüedades grandes y pasadas de moda, las sillas desparejadas y mucha confusión aparente sobre en qué lugar debía ir cada cosa. Vi que tenía la misma clase de cuadros oscuros y tristes en las paredes que mis padres (heredados de los mismos parientes, no cabía duda). Todos grabados descoloridos de caballos y retratos de viejos cuáqueros malhumorados. Había también grandes cantidades de objetos de plata y porcelana que me resultaban familiares: candelabros, juegos de té y cosas así, y algunos parecían valiosos, pero vete tú a saber. Nada tenía aspecto de ser usado ni valorado. (También había ceniceros en cada superficie y esos sí tenían aspecto de usados y valorados).
No quiero decir que el lugar fuera un cuchitril. No estaba sucio, solo desordenado. Atisbé el come