La analfabeta que era un genio de los números

Jonas Jonasson

Fragmento

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1

De una chica en una chabola y del hombre que, una vez muerto, la sacó de allí

En cierto modo, los vaciadores de letrinas del mayor barrio de chabolas de Sudáfrica eran afortunados. Al menos tenían trabajo y un techo bajo el que cobijarse.

En cambio, desde un punto de vista estadístico no tenían futuro. La mayoría moriría joven de tuberculosis, neumonía, disentería, drogas, alcohol o una combinación de todo ello, y pocos podrían celebrar su cincuenta cumpleaños. Entre ellos, el jefe de una de las oficinas de letrinas de Soweto. Pero el pobre estaba envejecido y achacoso. Se había acostumbrado a tomar demasiados analgésicos regándolos con demasiadas cervezas a horas demasiado tempranas de la mañana. En consecuencia, un día se mostró demasiado vehemente ante un representante del departamento de Sanidad de Johannesburgo. ¡Un tipo que se atrevía a levantar la voz! El incidente fue denunciado y llegó al jefe de sección en el ayuntamiento, quien al día siguiente, durante el café de la mañana que solía tomarse con sus empleados, comunicó que había llegado la hora de sustituir al analfabeto del sector B.

Un café matinal de lo más ameno, por cierto, pues también hubo tarta para dar la bienvenida a un nuevo asistente sanitario. Se llamaba Piet du Toit, tenía veintitrés años y acababa de finalizar los estudios.

Él sería quien se haría cargo del problema en Soweto, pues así se había dispuesto en el Ayuntamiento de Johannesburgo. A fin de curtirlos, a los novatos se les asignaban los analfabetos.

Nadie sabía a ciencia cierta si todos los vaciadores de letrinas de Soweto eran realmente analfabetos, pero así los llamaban. En cualquier caso, ninguno de ellos había ido a la escuela. Y todos vivían en chabolas. Y les costaba lo suyo entender lo que se les decía.

Piet du Toit se sentía incómodo. Era su primera incursión entre los salvajes. Precavido, su padre, un marchante de arte, le había procurado un guardaespaldas.

En cuanto puso un pie en la oficina de letrinas, el muchacho de veintitrés años empezó a despotricar contra el hedor, incapaz de contenerse. Al otro lado del escritorio estaba sentado el jefe de letrinas, el que en breve tendría que abandonar su puesto. Y a su lado, una niña que, para estupefacción del asistente sanitario, abrió la boca y replicó que una de las características de la mierda era que, en efecto, olía mal.

Por un instante, Piet du Toit se preguntó si la cría se estaba burlando de él, pero no, eso era imposible.

Lo pasó por alto y fue al grano. Le explicó al jefe de letrinas que debía abandonar su puesto, pues así lo habían decidido en las altas instancias. No obstante, le pagarían tres meses de sueldo si en el plazo de una semana era capaz de seleccionar el mismo número de candidatos para la plaza que iba a quedar vacante.

—Entonces, ¿puedo volver a mi antiguo trabajo de vaciador de letrinas normal y corriente, y así ganarme algún dinero? —preguntó el jefe recién despedido.

—No —contestó Piet du Toit—. No puedes.

Una semana después, el asistente Du Toit y su guardaespaldas volvieron. El jefe despedido estaba sentado tras su escritorio, en teoría por última vez. A su lado se encontraba la misma niña.

—¿Dónde están tus tres candidatos? —preguntó el asistente.

El jefe despedido explicó que, lamentablemente, dos de ellos no podían estar presentes. A uno le habían cortado el cuello en una reyerta la noche anterior. Y respecto al segundo, no sabía decirle dónde se encontraba; posiblemente había sufrido una recaída.

Piet du Toit no quiso saber a qué tipo de recaída se refería. Sólo quería salir de allí cuanto antes.

—¿Y quién es entonces tu tercer candidato? —contestó, airado.

—Pues mire, esta chica que ve aquí. Ya lleva un par de años echándome una mano. Y he de decir que trabaja muy bien.

—¡No pretenderás que contrate a una niña de doce años como jefa de letrinas, maldita sea! —exclamó Piet du Toit.

—Catorce —terció ella—. Y con nueve de experiencia en el puesto.

El hedor era insoportable. Piet du Toit temía que el traje se le quedara impregnado de él.

—¿Ya has empezado a drogarte? —le preguntó.

—No —respondió ella.

—¿Estás embarazada?

—No.

El asistente permaneció unos segundos en silencio. Desde luego, bajo ningún concepto quería volver allí más veces de las estrictamente necesarias.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Nombeko —contestó ella.

—Nombeko ¿qué más?

—Mayeki, o eso creo.

¡Dios mío, ni siquiera sabían su apellido!

—Entonces te daré el puesto. Si eres capaz de mantenerte sobria, claro.

—Lo soy.

—Muy bien. —Y, volviéndose hacia el jefe despedido, añadió—: Dijimos tres mensualidades a cambio de tres candidatos. Es decir, una mensualidad por candidato, a lo que resto una mensualidad por no haber sido capaz de encontrar más que una niña de doce años.

—Catorce —lo corrigió ella.

Piet du Toit se marchó sin despedirse, con el guardaespaldas pisándole los talones.

La niña que acababa de ser nombrada jefa de su propio jefe le agradeció a éste su ayuda y le comunicó que volvía a estar contratado como su mano derecha.

—Pero ¿y Piet du Toit? —inquirió el antiguo jefe.

—Te cambiamos el nombre y ya está. Seguro que ese asistente no sabrá distinguir a un negro de otro.

Eso dijo aquella criatura de catorce años que aparentaba doce.

La nueva jefa del servicio de recogida de letrinas del sector B de Soweto nunca había ido a la escuela. Ello se debía a que su madre había tenido otras prioridades, pero además a que se daba la circunstancia de que había llegado al mundo precisamente en Sudáfrica, de entre todos los países posibles, y encima a principios de los años sesenta, cuando los líderes políticos del país consideraban que las personas como Nombeko no contaban para nada. El primer ministro de entonces se hizo célebre por la siguiente pregunta retórica: ¿por qué los negros tendrían que ir a la escuela cuando, al fin y al cabo, sólo sirven para transportar leña y agua?

Respecto a las tareas, andaba equivocado, pues Nombeko transportaba mierda, nada de leña o agua. Sin embargo, no había motivos para pensar que aquella delicada jovencita algún día crecería y frecuentaría a reyes y presidentes. O aterrorizaría a algunas naciones. O influiría de forma determinante en la política internacional.

Nada de eso hubiera ocurrido si ella no hubiera sido como era.

Pero lo era.

Entre otras cosas, era una niña aplicada. Ya a los cinco años transportaba bidones llenos de excrementos, tan grandes como ella. Con el vaciado de letrinas, ganaba exactamente el dinero que su madre necesitaba para poder pedirle que le comprara su botella de disolvente diaria. Cuando volvía de su misión, su madre la recibía con un «gracias, cariño», desenroscaba el tapón y acto seguido anestesiaba el infinito dolor que le causaba no tener futuro, ni el

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