El matón que soñaba con un lugar en el paraíso

Jonas Jonasson

Fragmento

9788415631255-4

1

Su vida pronto se llenaría de muertes y agresiones, maleantes y rufianes, aunque de momento sólo soñaba despierto en la recepción del hotel más deprimente de Suecia.

Como siempre, el único nieto del tratante de caballos Henrik Bergman culpaba de sus fracasos a su abuelo. En el sur de Suecia, el viejo había sido el mejor en su ramo, nunca vendía menos de siete mil animales al año, todos de primera calidad.

A partir de 1955, los pérfidos campesinos empezaron a cambiar la sangre caliente por tractores a un ritmo que el abuelo se negaba a comprender o aceptar. Las siete mil transacciones pronto se convirtieron en setecientas, que se redujeron a setenta y acabaron en siete. La fortuna multimillonaria de la familia se esfumó en una nube de gasoil.

En 1960, el padre del nieto aún no nacido intentó salvar lo que pudiera salvarse, visitando a los campesinos de la región para predicar sobre la perversidad de la mecánica. Corrían rumores inquietantes. Como que el gasoil causaba cáncer si le salpicaba a uno, algo que ocurría con frecuencia. Pero entonces su padre añadió al discurso que el gasoil podía provocar esterilidad en los hombres. No debió decirlo. Por una parte no era cierto y, por otra, sonaba demasiado bien a los campesinos cachondos, que, aunque disponían de pocos recursos, solían tener entre tres y ocho hijos cada uno. Conseguir condones resultaba embarazoso, algo que no ocurría con los Massey Ferguson o los John Deere.

El abuelo murió arruinado; más concretamente, coceado por el último animal que le quedaba. Su hijo, desconsolado y sin caballos, tiró la toalla, se apuntó a un curso de logística y al poco tiempo consiguió trabajo en Facit AB, una de las multinacionales punteras en la producción de calculadoras y máquinas de escribir. De esa manera consiguió que el futuro lo arrollara no una, sino dos veces en su vida, pues de pronto apareció en el mercado la calculadora electrónica. Como si fuera una burla al producto estrella de Facit, la variante japonesa, además, podía llevarse en el bolsillo interior de la chaqueta.

Las máquinas del grupo Facit no empequeñecieron —por lo menos no con la suficiente rapidez—, pero sí la compañía, hasta quedar reducida a nada.

El hijo del tratante de caballos fue despedido. Para soportar que la existencia lo hubiera engañado por partida doble se dio a la bebida. Desempleado, amargado, siempre ebrio y sin duchar, acabó perdiendo atractivo para su esposa, veinte años más joven, pero ésta lo aguantó durante un tiempo y luego durante un tiempo más... Hasta que al final la joven y paciente mujer pensó que el error de haberse casado con el hombre inadecuado podía corregirse.

—Quiero el divorcio —anunció una mañana mientras su esposo buscaba algo, paseándose por el apartamento en calzoncillos blancos con lamparones.

—¿Has visto mi botella de coñac? —preguntó él.

—No. Pero quiero el divorcio.

—Ayer la dejé en la encimera, la habrás cambiado de sitio.

—No lo sé, es posible que la colocara en el mueble bar después de limpiar, pero estoy intentando explicarte que quiero el divorcio.

—¿En el mueble bar? Sí, debería haber buscado ahí. ¡Qué tonto soy! Entonces, ¿te irás de casa? ¿Y te llevarás a ese que sólo sabe cagarse encima?

Sí, ella se llevó el bebé. Un niño de cabellos trigueños y ojos amables y azules. Más adelante llegaría a ser recepcionista.(La madre, por su parte, había pensado hacer carrera como profesora de idiomas, pero el bebé había llegado un cuarto de hora antes del examen final.)

Entonces cogió sus maletas, viajó a Estocolmo con el pequeño y firmó los papeles del divorcio. Al mismo tiempo, recuperó su nombre de soltera, Persson, sin tener en cuenta las consecuencias para el chico, al que se había bautizado con el nombre de Per. No es que uno no pueda llamarse Per Persson —o Jonas Jonasson—, el problema es que puede sonar algo repetitivo.

En la capital la esperaba un trabajo como vigilante de aparcamiento. La madre de Per Persson paseaba calle arriba, calle abajo, y prácticamente todos los días recibía broncas por parte de los hombres que habían aparcado mal, sobre todo de aquellos que se podían permitir las multas correspondientes. El sueño de la enseñanza, ese de inculcar qué preposiciones alemanas rigen el acusativo o el dativo a alumnos a los que en general, y con toda seguridad, la asignatura les importa un bledo, se desvaneció por completo.

Pero tras media eternidad apareció uno de aquellos mal «aparcadores» increpantes, que se quedó cortado al descubrir, en plena discusión, que bajo el uniforme de vigilante de aparcamiento había una mujer. Una cosa llevó a la otra y acabaron cenando en un buen restaurante, donde la multa fue rasgada en dos a la hora del café y la copa. Cuando después de ésta vino la segunda, el mal «aparcador» se declaró a la madre de Per Persson.

El pretendiente resultó ser un banquero islandés que estaba a punto de regresar a Reikiavik. Le prometió a su futura esposa riquezas y verdes praderas si lo acompañaba. Y también le dio al hijo un abrazo de bienvenida, aunque con escaso entusiasmo. Sin embargo, el penoso período de vigilancia de aparcamientos había durado tanto que el futuro recepcionista acababa de alcanzar la mayoría de edad y podía decidir por sí mismo. Confiaba en tener un porvenir más prometedor en Suecia, y como nadie puede comparar lo que sucedió después con lo que podría haber ocurrido, resulta imposible saber si el muchacho iba muy descaminado en sus cálculos.

A los dieciséis años, Per Persson ya compaginaba sus estudios de secundaria, por los que no sentía especial interés, con un trabajo. Nunca le contó en detalle a su madre en qué consistía ese trabajo. Y tenía sus razones.

—¿Adónde vas, cariño? —solía preguntar ella.

—A trabajar, mamá.

—¿Tan tarde?

—Sí, hay trabajo a todas horas.

—Pero ¿qué es lo que haces en realidad?

—Te lo he explicado mil veces. Soy asistente en el sector del ocio. Se trata de facilitar encuentros entre personas y cosas así.

—¿Cómo que «asistente»? ¿Y cómo se llama...?

—Mamá, tengo prisa. Ya hablaremos más tarde.

Per Persson se escabulló una vez más.

Queda claro que era reacio a explicar los detalles, como que su jefe tenía un local que ofrecía sexo de pago en una casa de madera amarilla, grande y deteriorada, en Huddinge, al sur de Estocolmo. O que el negocio se llamaba Club Amore. O que su trabajo consistía en ocuparse de la logística, así como ejercer de relaciones públicas y vigilante. Se trataba de que cada cliente encontrara la habitación correcta, para disfrutar de la clase de amor carnal correcta durante el lapso de tiempo correcto. El muchacho organizaba la agenda, cronometraba las visitas y escuchaba a través de las puertas —y dejaba volar su imaginación—. Si le parecía que algo iba mal, daba la voz de alarma.

Por la misma época en que la madre emigró y Per finalizó sus estudios, su jefe decidió cambiar de negocio. El Club Amore se convirtió en la pensión Sjöudden. A pesar de lo que su nombre indicaba, no se encontraba junto a un lago ni en un cabo, pero como dijo su dueño:

—Este antro tiene que llamarse de alguna manera.

Catorce habitaciones. A doscientas veinticinco

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