¿Quién mató a mi padre?

Édouard Louis

Fragmento

9788417384739-4

I

Cuando se le pregunta qué significa para ella la palabra «racismo», la intelectual estadounidense Ruth Gilmore responde que el racismo es la exposición de determinados colectivos a una muerte prematura.

Esta definición sirve también para la dominación masculina, el odio a los homosexuales o a las personas transgénero, la dominación de clase o cualquier fenómeno de opresión social y política. Si entendemos la política como el gobierno de unos seres sobre otros y tenemos en cuenta que los individuos existen en el seno de una comunidad que no han elegido, entonces la política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato.

El mes pasado fui a verte a la pequeña ciudad del Norte donde ahora vives. Es una ciudad fea y gris. El mar está a unos pocos kilómetros, pero tú nunca vas. Hacía varios meses que no te veía —mucho tiempo—. No te reconocí cuando me abriste la puerta.

Te miré, intentando leer en tu rostro los años pasados lejos de ti.

Más tarde, la mujer con la que vives me explicó que ya casi no podías caminar. También que necesitabas un aparato para respirar por las noches, que si no tu corazón se pararía, que ya no puede latir sin asistencia, sin ayuda de una máquina, que ya no quiere latir. Cuando te levantaste para ir al baño y volviste, lo vi, los diez metros que recorriste te dejaron sin aliento, tuviste que sentarte para recobrar la respiración. Te disculpaste. Las disculpas son algo nuevo en ti, tendré que acostumbrarme. Me explicaste que sufrías una diabetes grave, además del colesterol alto, que podías tener un paro cardíaco en cualquier momento. Te quedabas sin aire al contarlo, tu pecho se vaciaba de oxígeno como si tuviera una fuga, incluso hablar te suponía un esfuerzo demasiado intenso, demasiado grande. Veía cómo luchabas contra tu cuerpo, pero intentaba fingir que no me daba cuenta de nada. La semana anterior te habían operado por lo que los médicos llaman una «eventración» —no conocía la palabra—. Tu cuerpo se ha vuelto demasiado pesado para sí mismo, tu vientre empuja hacia el suelo, empuja demasiado, demasiado fuerte, tan fuerte que se desgarra por dentro, que se desprende de su propio peso, de su propia masa.

Ya no puedes conducir sin ponerte en peligro, ya no te dejan probar el alcohol, ya no puedes ducharte o ir a trabajar sin correr un riesgo inmenso. Apenas pasas de los cincuenta años. Perteneces a esa categoría de seres humanos a los que la política tiene reservada una muerte prematura.

Durante toda mi infancia anhelé tu ausencia. Regresaba de la escuela a media tarde, a eso de las cinco. Al llegar a casa, sabía que si tu coche no estaba aparcado frente a la puerta quería decir que te habías ido al bar o a casa de tu hermano y que volverías tarde, probablemente cuando ya hubiera anochecido. Si no veía tu coche en la acera, frente a la casa, sabía que cenaríamos sin ti, que mi madre acabaría por encogerse de hombros y servirnos la cena y que ya no te vería hasta el día siguiente. No había día en que, al acercarme a nuestra calle, no pensara en tu coche y rezara mentalmente: Por favor que no esté, por favor que no esté, por favor que no esté.

Aprendí a conocerte por accidente. O a través de los demás. No hace mucho le pregunté a mi madre cómo os habíais conocido y por qué se había enamorado de ti. Me contestó: Por el perfume. Tu padre se ponía perfume, y en aquella época no era como ahora, ¿sabes? Los hombres no se perfumaban nunca, era algo que no se llevaba. Pero tu padre sí. Él sí. Él era diferente. ¡Olía tan bien!

Mi madre continuó: Fue él quien vino a buscarme. Yo acababa de divorciarme de mi primer marido, había conseguido sacármelo de encima y era más feliz así, sin ningún hombre a mi lado. Las mujeres son siempre más felices sin los hombres. Pero él insistió. Cada vez que venía a verme traía flores o chocolate. Así que cedí. Al final cedí.

2002. Aquel día, mi madre me había sorprendido bailando, solo, en mi habitación. Yo había procurado moverme de la manera más silenciosa posible, no hacer ruido, no respirar demasiado fuerte, la música tampoco estaba muy alta, pero algo oyó a través de la pared y vino a ver qué pasaba. Di un respingo y me quedé casi sin aliento, el corazón en la garganta, los pulmones en la garganta, me volví hacia ella y esperé —el corazón en la garganta, los pulmones en la garganta—. Esperaba un reproche o una burla, pero me dijo, con una sonrisa, que cuando bailaba era cuando más me parecía a ti. Le pregunté: «¿Papá ha bailado alguna vez?» —que tu cuerpo hubiera hecho alguna vez algo tan libre, tan bello y tan incompatible con tu obsesión por la masculinidad, me hizo entender que quizá, algún día, habías sido otra persona—. Mi madre asintió con la cabeza: «¡Tu padre no paraba de bailar! En todas partes. Cuando bailaba, todo el mundo lo miraba. ¡Y yo me sentía orgullosa de que fuera mi marido!» Crucé la casa corriendo y salí a buscarte al patio, donde estabas cortando leña para el invierno. Quería saber si era verdad, quería tener una prueba. Te repetí lo que acababa de oír y tú bajaste la mirada para decirme muy lentamente: «No hay que creerse todas las tonterías que cuenta tu madre.» Pero te habías ruborizado: sabía que estabas mintiendo.

Una noche en que yo estaba solo porque vosotros habíais ido a cenar a casa de unos amigos y no había querido acompañaros —tengo el recuerdo de la estufa de leña que propagaba por toda la casa su olor a ceniza y su luz tranquilamente anaranjada—, encontré en un viejo álbum familiar, comido por las polillas y la humedad, unas fotos en las que aparecías disfrazado de mujer, de majorette. Toda la vida te había visto despreciar cualquier signo de feminidad en un hombre, te había oído decir que un hombre nunca debía comportarse como una mujer, nunca. En las fotos tendrías unos treinta años, yo ya debía de haber nacido. Me quedé la noche entera contemplando aquellas imágenes de tu cuerpo, de tu cuerpo vestido con una falda, de la peluca en tu cabeza, del rojo de tus labios, de tu camiseta abultada por los pechos de mentira que habías tenido que improvisar rellenando con algodón un sujetador. Lo que más me sorprendió es que parecías feliz. Sonreías. Cogí una de las fotos y varias veces por semana la sacaba del cajón donde la había escondido e intentaba descifrarla. Nunca te dije nada.

Un día escribí en un cuaderno, refiriéndome a ti: Contar la historia de su vida es escribir la historia de mi ausencia.

En otra ocasión, te sorprendí viendo una ópera que retransmitían en directo por la tele. Nunca habías hecho algo así, al menos estando yo presente. Cuando la cantante entonó su lamento, vi cómo tus ojos empezaban a brillar.

Lo más incomprensible es que incluso aquellos que no consiguen respetar siempre las normas y la

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