Tren fantasma a la Estrella de Oriente

Paul Theroux

Fragmento

novela-5

1. El Eurostar

A los viajeros se nos considera osados, pero nuestra secreta culpa estriba en que viajar es una de las maneras más perezosas que hay en la vida para pasar el tiempo. Viajar no es tan sólo cuestión de estar por completo desocupado, sino también una compleja y mendicante forma de evasión, que nos permite llamar la atención sobre nosotros mismos por medio de una llamativa ausencia, a la vez que nos entrometemos en la intimidad de los demás y somos activamente ofensivos en calidad de gorrones fugitivos. El viajero es el más codicioso de los mirones románticos, y en algún rincón bien escondido de la personalidad del viajero se encuentra un nudo de vanidad y de presunción que resulta imposible deshacer, además de una mitomanía rayana en lo patológico. He ahí por qué resulta la peor pesadilla del viajero no tanto la policía secreta, ni los brujos y curanderos, ni la malaria, sino la sola idea de toparse con otro viajero.

La mayoría de los escritos de viajes adoptan la forma de las conclusiones precipitadas, de modo que casi todos los libros de viajes son superfluos, son los monólogos más desganados y más transparentes. En muy pocos sentidos valen más que una licencia para aburrir: los libros de viajes son la forma más vil de complacencia literaria: quejas deshonestas, mendacidad creativa, heroicidad insensata, impostura crónica, en gran medida distorsionado todo ello por el síndrome del barón de Munchausen.

Como es natural, resulta mucho más difícil quedarse en casa y tratar con cortesía a los demás y dar la cara ante las cosas, aunque en eso ¿dónde está el libro? Mucho mejor la jactancia y la charada de quien finge ser un aventurero:

Sí, fanfarronea por los caminos

plagados de frutos secos,

agazápate en el castillo de proa

barbudo de bondad,[1]

en la lujuria del «¡mírame!» de los paisajes exóticos.

Más o menos éste era mi estado de ánimo al hacer el equipaje, a punto de marchar. Además pensé: ojo, que también hay que tener en cuenta la curiosidad. Hasta los más tímidos fantasiosos necesitan de vez en cuando la satisfacción de ver sus fantasías hechas realidad. Y a veces uno tiene que largarse, sin más. Abusar de la paciencia ajena y entrometerse en las vidas de los otros es todo un placer, al menos para algunos de nosotros. En cuanto a la pereza, «una alegría sin sentido es una alegría pura».

Y también hay que tener en cuenta los sueños: uno de ellos es el sueño de lo extranjero, con el que disfruto cuando estoy en casa, y miro hacia el este y escruto un espacio lleno de templos imaginarios, de bazares atestados de gente, de lo que V. S. Pritchett llamaba «la arquitectura humana», una mujer adorable, vestida con prendas de gasa, viejos trenes que traquetean por la ladera de un monte, el espejismo de la felicidad; otro, bien distinto, es el estado de ensoñación que se experimenta durante el viaje. Cuando estoy de viaje, a menudo me da la sensación de estar vivo, sólo que en una visión alucinada en la que todo es diferente, la irrealidad en vívidos colores que tiene lo extranjero, en la cual tengo plena conciencia (como en casi todos los sueños) de que no pertenezco a lo que me rodea; y sin embargo floto, visitante desocupado y anónimo entre gentes que se afanan, un completo forastero. Cuando uno es forastero, como quiere la canción, nadie recuerda su nombre ni su paradero.

Viajar puede provocarme un sentimiento tan nítido y tan sin nombre, un sentimiento de tanta extrañeza y desconexión con todo, que llego a sentirme tan insustancial como una hilacha de humo, mero espectro, un ente repulsivo que ha regresado de entre los muertos, del submundo, y que anda atento entre personas de carne y hueso, vagabundo, aguzando el oído aprovechando que nadie lo ve. Ser invisible —habitual condición del viajero de más edad— es mucho más útil que ser evidente. Se ven más cosas y con menos interrupciones: nadie presta atención a lo que uno haga o deje de hacer. Un viajero de tales características no lleva prisa, y precisamente por eso se le confunde con un mendigo. Como odio toda programación y me fío de los encuentros azarosos, me atrae el tempo lento del viaje.

Los espectros tienen todo el tiempo del mundo, y ése es otro de los placeres del vagar sin rumbo fijo y recorrer grandes distancias: viajar en trenes lentos, y a escasa velocidad, e ir dejando las cosas de un día para otro. Y este carácter espectral, según iba a descubrir, también sería efecto del viaje que había elegido, un viaje de regreso a lugares que había visitado muchos años antes. Es casi imposible retornar a uno de los primeros escenarios en los que ha transcurrido la vida de viajero que uno llevó y no sentirse como un fantasma. Y muchos de los lugares que vi eran por sí mismos la viva imagen de la tristeza, eran fantasmagóricos, mientras otros eran grandes, eran ajetreados, y a mí me tocaba ser la presencia fantasmal de quien oye sin ser visto a bordo del tren fantasma.

Mucho tiempo después de aquel viaje sobre el cual escribí en El gran bazar del ferrocarril me dio por pensar cómo había atravesado continentes enteros, cambiando de trenes por toda Asia, improvisando mi viaje, restregándome contra el mundo. Y reflexioné a propósito de lo que había visto y comprendí que el pasado al que no se retorna forma siempre un bucle en los sueños que uno tenga. La memoria también es un tren fantasma. Muchos años después uno sigue meditando sobre aquel rostro tan bello que entrevió un instante en un país lejano. O sobre la visión de un noble árbol, o de una senda en el campo, o de la felicidad de una mesa en un café, o de unos chiquillos enojados y armados con herrumbrosas lanzas, gritando «¡Huye si puedes, por tu vida!», o bien sobre el ruido de un tren en la noche, cuando da esa nota precisa y musical que dan los silbatos de los trenes, una tercera que mengua en la oscuridad mientras uno va tumbado en el tren, desplazándose por el mundo como lo hacen los viajeros, «en el vientre de la ballena».

Pasaron treinta y tres años. Era yo el doble de viejo que la persona que había viajado en aquellos trenes, la mayoría con locomotoras de vapor, hirviendo por tierra de nadie, por Turquía y la India. Me agradó la simetría de la diferencia temporal. El paso del tiempo había terminado por revestir para mí una gran seriedad, encarnándose en ese proceso en que consiste envejecer. De joven, contemplaba la tierra como si fuese algo fijo, inamovible, digno de confianza, que me habría de acompañar hasta la vejez; siendo ya más viejo empecé a entender la transformación como una ley natural, algo emotivo, en un mundo del que no podía uno fiarse, un mundo visiblemente deteriorado. Sólo con la edad adquiere uno el don de evaluar la decadencia, la epifanía de Wordsworth, la sabiduría del wabi-sabi: nada es perfecto, nada está realmente completo, nada tiene duración.

«Sin cambios no puede haber nostalgia», me dijo una vez un amigo, y me di cuenta de que lo que había empezado a presenciar no era sólo el cambio y la decadencia, sino la extinción inminente. ¿Habría cambiado en la misma medida que yo el itinerario que recorrí tanto tiempo atrás? Se me había metido en la cabeza la idea de realizar de nuevo el mismo viaje, de recorrer mis propios pasos: una empresa de considerable envergadura, aunque fuera el tipo de viaje que los gamberros más jóvenes y oportunistas suelen hacer para

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