La forastera

Olga Merino

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

libro-2

A Brian Gahagan. A Enrique de Hériz

In memoriam

libro-3

Cortaram os trigos. Agora

A minha solidão vê-se melhor

Segaron el trigo: ahora

Se contempla mejor mi soledad

SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN, «Sor Mariana – Beja»

Alguien aquí

tenía que quedarse y rendir cuentas

de momentos tan frágiles,

alguien también que cuando llegue el día

de salir al encuentro del invierno

y rendirle la plaza de la vida,

le diga con voz firme:

«Nada de cuanto vengas a llevarte

es en verdad valioso;

la alegría la dimos a los pájaros,

y está a salvo».

ANDRÉS TRAPIELLO, «Final del verano»

libro-4

El nogal

Ellos no lo saben pero aquí estoy bien, con el huerto y los perros, las trochas y mis piernas. La cancela siempre está abierta. No les tengo miedo. Chismorrean. Saben que escondo una escopeta en la cámara del grano, una vieja Sarasqueta del calibre doce. Creen que estoy loca porque frecuento el cementerio, hablo en voz alta frente a la tumba de mi madre, bebo, me río sola y apenas tengo trato con nadie. Tampoco me corto el pelo desde que murió mi vieja. Que estoy mal de la cabeza, dicen. Si acaso estoy loca de puro cuerda. Yo conozco mi sombra y mi verdad.

Aquí no toman afecto a los extraños como no se lo tomes tú primero a ellos, y a mí nunca me convino el esfuerzo. Prefiero tenerlos a raya. Ellos no saben nada pero hablan, hablan, hablan. Cuchichean. Yo, en cambio, he visto cosas y me las callo. Me han puesto motes. Lo sé porque me lo cuenta Ibrahima, mi mejor amigo, el único; solo él me llama Angie, como me puso el pintor inglés. La de los Marotos, me dicen, por el apellido de mi familia paterna. En estas serranías llaman maroto al carnero padre que ha servido para la propagación. También me llaman la chalada de la casona. La guillada de El Hachuelo, porque así se conocían estas tierras que habían sido nuestras hace años, muchos años. También me dicen la puta inglesa.

No tengo tele y ya no leo los periódicos; a veces, por la noche, pongo la radio por escuchar canciones y otras voces que no sean la mía. Ellos creen que saben, pero están equivocados. Los veo cuando bajo al pueblo, algún viernes, el día en que llega la camioneta del pescado, y los domingos. Si se cruzan conmigo, la mayoría aparta la mirada; otros sonríen como los gatos, se dan codazos, me acechan por el rabillo del ojo, me miran los zapatos de cordones que usaba mi madre; no me gusta que me miren los pies. La sacristana se santigua. Algunos me saludan y me preguntan qué tal, si necesito algo, como si nada, como si yo no supiese lo que cominean a mis espaldas. Otros corren los visillos. Unos pocos me aprecian. Aquí, aunque prefieran no echar cuentas, todos somos medio parientes. Hijos del incesto. Primos con primos, tíos con sobrinas deslavazadas.

Puedo imaginar lo que dicen. En el bar. En la almazara. En los corros de sillas que las comadres sacan a la fresca, frente a la casa de la sacristana. En la iglesia. Que deberían encerrarme. Que desde que falta mi madre estoy peor. Que fueron las drogas, como pasó con mi hermano. Que habría que derribar la casa porque está hecha una ruina. Que si fulanito me vio bañándome desnuda en la poza del río.

También inventan cosas sucias.

Murmuran que me entiendo con el cura y que por eso sube tan a menudo a traerme paquetes de la beneficencia. Que nos apareamos como lo hacen los perros, sobre las matas y a la luz del día, bajo el ciruelo que mandó plantar la tía Emeteria a su muerte o allí donde nos coge el ansia de las bestias, vestidos o medio en cueros, con la prisa de los que huyen y sin mediar palabra. Eso solo sucedió una vez. Y fue dentro de la casa, sin sábanas ni cama, pero dentro de la casa, la noche en que supe que mi madre ya no amanecería y lo mandé llamar. La Jacoba, una prima lejana de mi madre, estaba abajo, velando el cadáver en la habitación, mientras nosotros dos nos abrazábamos en el desván, junto al arcón de nogal donde duerme la escopeta de cazar liebres, tordos y perdices, la repetidora de mis tíos que mi madre me enseñó a cargar por si algún malhechor se nos colaba en la casa.

Todo me trajo hasta aquí, y aquí estoy bien si no fuera por los días en que el viento atosiga la casa, cuando caen puñados de tierra entre las vigas y tabletean los postigos de las estancias vacías. Al principio de quedarme sola, cuando murió mi madre, me aterraban de noche los chirridos de la veleta sin engrasar, los gemidos casi humanos del gallo loco movido a merced de las ráfagas, sin encontrar su norte. Solo me da miedo el viento que todo lo confunde.

Entre el huerto, la limosna del Estado y los garbanzos del cura tengo cuanto necesito. Los cartones de leche los cambio por lo mío donde el Chano; a mí no me gusta el sabor de la leche ni cuando enfermo. El padre Andrés, como le llaman ellos, lo sabe y al Chano no le importa. Tiene de todo en su almacén: clavos, hilo de coser, bombillas

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