Aquí nos vemos

John Berger

Fragmento

1 Lisboa

1. Lisboa

Hay una plaza en Lisboa que tiene en el centro un cedro de San Juan, también llamado ciprés lusitano. En lugar de apuntar hacia el cielo, sus ramas, guiadas para que crecieran en horizontal, forman una inmensa sombrilla tupida y baja. Cien personas podrían protegerse del sol bajo ella; tendrá como mínimo veinte metros de diámetro. Unos postes metálicos colocados alrededor del tronco macizo y retorcido sujetan las ramas. El árbol tiene al menos doscientos años. Un letrero informativo ofrece unos versos a quienes pasan por allí.

Me detuve e intenté descifrarlos:

... Soy el mango del azadón, la cancela de tu casa, la madera de la cuna y la del ataúd...

Unas gallinas picoteaban un césped ralo, descuidado, en otra esquina de la plaza. Había varias partidas de sueca disputándose simultáneamente. Los hombres escogían y ponían las cartas sobre la mesa con una expresión combinada de sabiduría y resignación. Ganar allí era un placer callado.

Estábamos a finales de mayo y hacía calor; casi 30º. Dentro de una o dos semanas, África, que comienza, como si dijéramos, en la otra orilla del Tajo, empezaría a imponer su presencia, distante, pero tangible. En uno de los bancos había una anciana. Tenía un paraguas en la mano y estaba sentada completamente inmóvil. Con una inmovilidad que llamaba la atención. Parecía decidida a que se advirtiera su presencia en el parque. Un hombre con una maleta en la mano cruzó la plaza como quien se dirige a una cita cotidiana. Luego pasó una mujer con un perrito en los brazos —los dos con una cara muy triste— y se encaminó Avenida da Liberdade abajo. La anciana sentada en el banco persistió en su manifiesta inmovilidad. ¿A quién iba dirigida?

Esto me estaba preguntando cuando se levantó de pronto, giró y, apoyándose en el paraguas como si fuera un bastón, vino hacia mí.

Reconocí su forma de andar mucho antes de verle la cara. Era la forma de andar de alguien que ya está deseando llegar y sentarse de nuevo. Era mi madre.

A veces me sucede en sueños que tengo que llamar a casa de mis padres para decirles —o pedirles que le digan a alguien— que seguramente voy a retrasarme porque he perdido el tren. Quiero avisarles de que no estoy donde se supone que debo estar. Los detalles varían de una vez a otra, pero lo que tengo que decirles es fundamentalmente lo mismo. Lo que también se repite siempre es que no tengo la agenda y, aunque intento recordar su número de teléfono y de hecho pruebo varios, nunca acierto con el que es. Esto se corresponde con que es verdad que en la vida real he olvidado el número de teléfono de la casa en la que vivieron mis padres durante veinte años, un número que me sabía de memoria. Lo que, sin embargo, olvido en sueños es que están muertos. Mi padre murió hace veinticinco años, y mi madre, hace diez.

Me tomó del brazo y de común acuerdo dejamos la plaza, cruzamos la calle y nos dirigimos despacio hacia las escaleras del Mãe d’Água.

Hay algo que no debes olvidar, John. Olvidas demasiadas cosas. Lo que debes saber es que los muertos no se quedan donde los enterraron.

No me miró al empezar a hablar. Tenía la vista fija en el suelo, unos metros por delante de nosotros. Le preocupaba tropezarse.

No me refiero al cielo. Todo eso del cielo está muy bien, pero yo estoy hablando de algo distinto.

Se paró y masticó, como si una de las palabras tuviera nervios y hubiera que masticarla más despacio para poder tragarla. Luego siguió:

Los muertos pueden escoger dónde quieren vivir en la Tierra; eso suponiendo que decidan quedarse en la Tierra.

¿Quieres decir que vuelven a algún lugar en el que fueron felices de vivos?

Habíamos llegado al principio de la escalera y se agarró con la mano izquierda al pasamanos.

Te crees que tienes todas las respuestas, siempre lo has creído. Deberías haber escuchado más a tu padre.

Él tenía la respuesta de muchas cosas. Ahora me doy cuenta.

Empezamos a bajar la escalera.

Tu buen padre era un hombre lleno de dudas, y por eso tuve que estar siempre detrás de él.

¿Para rascarle la espalda?

Entre otras cosas, sí.

Cuatro escalones más. Se soltó del pasamanos.

¿Y cómo escogen los muertos dónde quieren quedarse?

No respondió. En lugar de ello, se recogió la falda y se sentó en el siguiente escalón.

¡Yo he escogido Lisboa!, dijo, como si repitiera algo obvio.

¿Habías venido aquí —vacilé, porque no quería hacer la distinción demasiado patente—, habías venido antes?

Volvió a ignorar la pregunta. Si quieres averiguar algo que no te haya contado, dijo, o algo que hayas olvidado, éste es el momento y el lugar para preguntarme.

Me contaste tan pocas cosas, comenté.

Eso cualquiera puede hacerlo. ¡Contar! ¡Contar! Yo hice algo distinto. Miró expresivamente a lo lejos, hacia África, al otro lado del Tajo. No, no había estado aquí antes. Hice algo distinto, te las mostré.

¿Está aquí también papá?

Movió la cabeza para decir que no.

¿Dónde está?

No lo sé y no se lo pregunto. Me imagino que debe de estar en Roma.

¿Por el arte... de amar?

Me miró por primera vez, divertida, la broma asomándole a los ojos.

¡Qué va! ¡Por los manteles!

La enlacé por los hombros. Suavemente me retiró la mano y, sin soltarla, la trajo al escalón y la dejó debajo de la suya.

¿Hace cuánto tiempo que estás en Lisboa?

¿No recuerdas que siempre te dije que sería así? Te dije que sería así. Más allá de los días, de los meses, de los cientos de años. Más allá del tiempo.

Volvía a mirar hacia África.

Entonces, si el tiempo no cuenta, ¿lo que cuenta es el lugar? Lo dije para tomarle el pelo. Cuando me hice hombre, me gustaba tomarle el pelo, y ella me seguía la corriente de buena gana, porque nos recordaba a los dos una tristeza superada.

De niño, su seguridad me enfurecía (igual daba por qué estuviéramos discutiendo). Era una seguridad que revelaba —al menos a mis ojos— lo vulnerable que era, las dudas que la asaltaban bajo su bravuconería, cuando yo la quería invencible. Y, en consecuencia, le llevaba la contraria en todo aquello de lo que parecía tan segura. Esperaba que así llegaríamos a descubrir juntos otra cosa que pudiéramos poner en duda con una confianza compartida. Lo que sucedía, sin embargo, era que mis contraataques la volvían todavía más frágil, y terminábamos los dos irremediablemente arrastrados en un torbellino de perdición y congoja, pidiendo silenciosamente a gritos que viniera un ángel a salvarnos. Ese ángel no vino nunca.

Al menos los animales nos ayudan, dijo, mirando a lo que tomó por un gato solazándose al sol unos escalones más abajo.

Eso no es un gato, le dije. Es un sombrero de piel viejo, una chapka.

Por eso era vegetariana, dijo.

¡Si

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