Las noches de Flores

César Aira

Fragmento

cap

 

Aldo y Rosita Peyró, un matrimonio maduro de Flores, adoptaron un curioso oficio en el que eran únicos y despertaban la curiosidad de los pocos que se enteraban: hacían delivery nocturno para una pizzería del barrio. No es que fueran los únicos en hacerlo, como quedaba patente por el ejército de jovencitos en motoneta que iban y venían por las calles de Flores, y de todo Buenos Aires, desde que caía el sol, como ratones en el laberinto de un laboratorio. Pero no había otra pareja madura (ni joven) que lo hiciera, y a pie, en sus propios términos.

Eran miembros muy característicos de nuestra vapuleada clase media, con una jubilación mediocre, casa propia, sin apremios graves pero sin un gran desahogo. Con salud y energía, relativamente jóvenes, sin nada que hacer, habría sido asombroso que no buscaran alguna ocupación con la que complementar su modesta renta. No se propusieron ser originales: el empleo surgió un poco por casualidad, por conocimiento con el joven encargado de la pizzería, y quizá también porque se parecía a un no trabajo. La crisis, que tantas adaptaciones extrañas en los hábitos venía produciendo, terminó de redondear la oportunidad: las pizzerías dejaron de financiar las motonetas, desde que percibieron que podían operar con repartidores con vehículo propio; hubo una drástica reducción de oferta de trabajo, y la que quedó se hizo más imprevisible pues los adolescentes dueños de motonetas se presentaban a trabajar sólo cuando necesitaban el dinero, y cambiaban de patrón a capricho. Los Peyró eran puntualísimos, responsables, y su paso a paso rendía. Les reservaban las entregas cercanas, de un radio reducido, y ni siquiera podía decirse que tardaran más que los motociclistas, ni que las pizzas llegaran frías. Cobraban el pequeño honorario establecido, más las propinas. Y además se obligaban a caminar, ejercicio recomendado a su edad, buenísimo para la salud, eso no necesitaban que se lo dijera un médico.

El trabajo los puso en contacto con una cara de la sociedad que de otro modo habrían ignorado. También con una cara de ellos mismos que no habría salido a luz. Como tantas parejas de su edad, se habrían ido «quedando» cada vez más, pasando las veladas frente al televisor, acostándose cada día más temprano. Al abrírseles la noche, se les renovaba una especie de juventud. Y los chicos extremadamente jóvenes que eran sus colegas de reparto en la pizzería los tomaban con la mayor naturalidad. Eran casi niños, o directamente niños desde la altura de la edad de Aldo y Rosita, lo que no les impedía aprender de ellos. Las generaciones al renovarse aportan cosas nuevas, que no tienen nada que ver con la experiencia, o ponen a la experiencia en otro plano. Estos chicos además eran especiales: las motonetas, los horarios nocturnos, la calle, les daban un carácter muy seductor de libertad, de audacia, de independencia; o quizá era ese carácter con el que habían nacido lo que los llevaba a ejercer el oficio. El encargado de la pizzería les confió una vez a los Peyró que ellos eran «una buena influencia» sobre la tropa juvenil; esa noche, en las largas charlas de las caminatas llevando las pizzas, le dieron vueltas a esa información, y concluyeron que las influencias siempre eran mutuas, y por fantástico que pudiera parecer, ellos también se enriquecían por lo que recibían.

Los trayectos tenían un dibujo muy peculiar por un curioso motivo. Peatones prudentes de la vieja escuela, cruzaban las calles sólo en las esquinas, respetando las luces de tránsito cuando las había, si bien el peligro de los autos disminuía bastante pasadas las diez u once de la noche. Disminuía y aumentaba al mismo tiempo, porque los vehículos, al ser menos, iban más rápido. Ahora bien, al caminar, Rosita se ubicaba siempre a la izquierda de Aldo, porque el oído izquierdo de Aldo funcionaba mejor que el derecho, y como siempre iban charlando de una cosa u otra, él prefería tenerla del lado por donde la oía más. Por una larguísima costumbre (siempre habían sido muy caminadores), él le cedía el lado de la pared, como había aprendido en su infancia que debía hacer un verdadero caballero, y se sentía incómodo cuando quedaban ubicados al revés. Para cumplimentar los dos requisitos al mismo tiempo, debían cambiar de vereda cada vez que doblaban una esquina. En determinados casos eso los obligaba a extensiones irracionales del recorrido; para minimizarlas, había siempre un trazado óptimo del trayecto. El cálculo puede parecer difícil, pero ellos lo hacían automáticamente.

Estos mapas virtuales se hicieron visibles, apenas visibles y durante un momento apenas, cuando se produjo una «guerra de motos», de las que eran frecuentes, pero que en esa oportunidad tomó un cariz virulento y espectacular.

Los motociclistas de cada establecimiento desarrollaban fuertes sentimientos de pertenencia al grupo y consecuentemente de rivalidad con otros grupos vecinos. Montados en vehículos que del modo más natural sugerían la competencia de velocidad, las carreras eran de rigor. En periódicas erupciones deportivas, se habían enfrentado en eventos de madrugada, cuando terminaba el reparto. Los circuitos elegidos eran las calles más despejadas, del lado norte de las vías, pero también lo habían hecho en el pobladísimo sector sur aledaño a la avenida Rivadavia, y hasta, una vez, en la avenida misma. De más está decir que todo era infracción en estos torneos, todo era peligro, y tormento para los vecinos, por el ruido infernal; más de uno habrá pensado, con buenos motivos, que eran competencias de estruendo más que de velocidad. Debían hacerlas breves como operaciones comando, porque la policía tardaba apenas unos minutos en aparecer; lo cual, sumado a los problemas de organización inherentes a la juventud de los participantes, su irresponsabilidad, la malevolencia entre grupos rivales, hacía de estas carreras un caos, por suerte fugaz. Los dueños de las pizzerías, a los que en definitiva se hacía responsables, habían prohibido terminantemente estas carreras, bajo amenaza de despidos masivos fulminantes; no ignoraban que si llegara a producirse una tragedia, y era un milagro que no hubiera habido una todavía, tendrían que pagar un precio muy alto, que inclusive podía sacarlos del negocio y arruinarlos. Fue uno de los motivos por los que dejaron de poner las motonetas, y ahora, cuando tomaban a un repartidor con vehículo propio les hacían firmar a los padres un documento eximiendo al establecimiento de responsabilidad por lo que pudieran hacer sus empleados motorizados, solos o en grupo, antes o después del horario de trabajo.

En realidad los enfrentamientos más pertinaces se habían dado no entre pizzerías sino entre éstas y otros rubros de entrega a domicilio: comida china, empanadas y heladerías. El peor era entre pizzas y helados. Justamente la carrera de la que fueron testigos los Peyró fue el desenlace de una serie de desafíos y rencores acumulados entre los repartidores de la pizzería para la que ellos trabajaban, Pizza Show, y los de la heladería Freddo. Si bien todos estos chicos provenían más o menos del mismo estrato social, se daba una suerte de identificación mimética con el establecimiento para el que hacían el reparto, o hasta con el producto que repartían. Los portadores de las democráticas pizzas se sentían obligados a representar a una clase popular sujeta a los altibajos económicos del país; por reacción, los conductores de las quince motos azules de

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