Cuentos completos

Mario Levrero

Fragmento

LA MÁQUINA DE PENSAR EN MARIO

Por Fabián Casas

Estoy hablando con Ulises Conti y me cuenta que en Japón se inventó una máquina para que las mujeres usen en el baño. ¿De qué sirve? Es un aparato que produce el sonido constante del agua del water cayendo. Es para tapar los ruidos fisiológicos —el pudor— y para que se gaste menos agua, ya que antes las mujeres se la pasaban tirando de la cadena para tapar sus ruidos íntimos. No tuvo éxito entre los hombres. Estoy acostado en mi pieza, mirando televisión, una mala película (de esas que nos gustan) sobre una escalada fatal al monte Everest, que fue tema de un libro magistral de Jon Krakauer (el que escribió también Hacia rutas salvajes). En un momento llaman a la esposa de uno de los alpinistas y le avisan que el marido quedó atrapado en la nieve, sin oxígeno, después de un temporal. La mujer, que había estado durmiendo, enciende la luz y, en un gesto desesperado, mira el reloj que tiene en la mesita contigua. Es el mismo que tengo yo, exacto. ¿Quién de los dos está en una película? Supongo que los rasgos de un gran escritor en un lector, sus huellas psíquicas, se dan cuando uno lee la realidad siguiendo sus patrones. Estos dos ejemplos me hicieron pensar que podían ser disparadores o núcleos centrales de cualquier relato de Mario Levrero. De la misma manera que decimos que algo es borgeano o kafkiano. Encuentro en la obra de Levrero dos grandes trancos. Uno influenciado por Kafka y los cuentos infantiles, siempre bordeando lo siniestro, relatos de peripecias, que dan la impresión de que el escritor inventa a medida que narra. Y el otro, el Levrero realista, el último Levrero, más cercano a Jorge Varlotta —su identidad real—, que dejó por lo menos dos libros maravillosos: El discurso vacío y La novela luminosa. Este último lo consagró a otro tipo de lector que hasta entonces no lo conocía, rompió la valla de los lectores de culto. En los cuentos que acá se prologan está el Levrero más secreto y el que, de alguna manera, tiene el ochenta por ciento del ADN que lo hizo un escritor extraordinario. Nunca me gustó formar parte de ese estúpido club que admira a un escritor mientras es de culto y lo desprecia cuando consigue más lectores. Para ese tipo de lectores, el escritor en cuestión es una contraseña de su resentimiento. No lo leen por el simple placer de leer.

A los que nos gusta leer más que escribir, nos parece singular la forma de los primeros textos de Levrero. En principio, en grandes cuentos como “El sótano” o “Nuestro iglú en el Ártico”, lo que estructura el relato es una voz muy familiar a la que narra los grandes cuentos infantiles (Hebe Uhart tiene algo de eso también). Hago una conjetura: todos los cuentos infantiles están escritos para que los lean los grandes. Quizá sea una estrategia para que los mayores estén atentos y no se duerman mientras les leen a los niños. Por eso tienen el toque de lo siniestro. Si no, recuerden cómo hace el Principito para regresar a su asteroide después de ponerse de acuerdo con la serpiente. Tanto en “El sótano” como en “Nuestro iglú…”, hay un personaje que estructura todo el delirio de peripecias que van sucediendo. Es más, sin él, el relato implosionaría en mil pedazos. Ese personaje casi ocupa el lugar del Yo en nuestra conciencia. En “El sótano”, es un niño, Carlitos, a quien le van sucediendo las aventuras extrañas mientras trata de averiguar qué hay en el bendito sótano de su casa. En “Nuestro iglú…”, es un personaje masculino que parece estar viviendo una ensoñación erótica mientras su casa y la gente que la habita se transforman esperando la llegada del Presidente. Levrero no describe a ninguno de estos personajes, no sabemos cómo es su cara, cómo se visten. En realidad parecen ser constituidos por las peripecias que les acontecen. Algo similar sucede en las comedias de rematrimonio, donde hay un personaje que sirve de ancla para que la historia se pueda “seguir” y no se deconstruya eternamente.

A mediados de los noventa viajé a Uruguay con mi novia. Queríamos ir a Cabo Polonio y, antes de llegar, paramos dos días en Montevideo. Yo tenía la dirección de Elvio Gandolfo, un escritor que admiraba y admiro mucho. Le toqué el timbre y nos invitó a tomar un café en el bar de la esquina de su casa. Después de eso, por la noche, fuimos a ver una película cuyo nombre no recuerdo. Era malísima, sobre un tipo —un actor negro— que copaba él solo un avión inmenso. Me acuerdo de que me impactó que Gandolfo, que estaba sentado a mi lado, me relatara la película como si la subtitulara, pero haciendo chistes. Lloré de risa. Después fuimos a cenar y ahí llegó Gustavo Escanlar, un escritor, en ese entonces, joven y uruguayo. Seguimos riéndonos y en un momento los dos nombraron un libro cuyo título me alucinó: La máquina de pensar en Gladys. ¿De quién era? De Jorge Varlotta. ¿Había edición? Sí, uruguaya, pero estaba agotadísima. Como nosotros también estábamos agotados, anoté el título en mi mente y me propuse no parar hasta encontrarlo, y nos fuimos a dormir. Di con él muchos años después. Me acuerdo de ese momento único en que leí el párrafo que confirmaba que había encontrado a un maestro: “… pero el tocadiscos se había apagado en forma automática; el cenicero del sillón había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual...”.

NOTA A LA EDICIÓN

Este libro comprende la totalidad de la obra cuentística del autor editada en vida. Los textos que lo componen están agrupados en secciones que se corresponden con los siete volúmenes de relatos originales que él llegó a publicar*. Se ha respetado el orden cronológico de edición, aunque muchos de los cuentos ya habían visto la luz con anterioridad en diversas revistas literarias, suplementos culturales y medios similares. Para aquellos que integraron más de un volumen, hemos mantenido su primera aparición, omitiendo las sucesivas. En tales casos se ha señalado esta circunstancia al inicio de cada sección; allí encontrarán también los datos de la publicación original.

La única excepción a esta regla es la antología Los muertos (1986), que hemos omitido por completo dado que consta de sus solo cuatro relatos, todos ellos recogidos al año siguiente en Espacios libres, el cual se incluye aquí en su totalidad.

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