El cronista y la historia

Fragmento

POR QUÉ ESTE LIBRO

En las lejanas noches en que mi padre me leía capítulos de la historia griega y romana de Victor Duruy nació mi vocación por la historia. Aquellos relatos apasionantes de quien fuera Ministro de Napoleón III encendían mi imaginación infantil. Eran tiempos de guerra en el mundo y nuestra familia los vivía apasionadamente. La historia, cercana y lejana, asomaba por todos lados. El primer recuerdo de lo que podríamos llamar nuestra vida civil, a punto de llegar a nuestros cuatro años, es el acorazado Graff Spee en el puerto, una enorme masa gris, una multitud agolpada, el retorno a casa y luego, a las carreras, la salida hacia la rambla para ver las llamaradas que lanzaba el barco alemán incendiado por su capitán. Mi padre, escribano, era soldado voluntario del 14° de Infantería y no sólo llegó a cabo sino a abanderado, lo que alimentaba nuestra convicción de que podía ir a la guerra.

Agreguemos que mis dos familias, paterna y materna, eran raigalmente políticas, aquella colorada y esta blanca, lo que poblaba las conversaciones de anécdotas e historias personales. Mi abuelo paterno era militar, soldado gubernista de 1897 y 1904; mi abuelo materno, un apacible ciudadano, casado nada menos que con una hija de Chiquito Saravia, y que también sirvió a su partido. Ambos, uno de cada lado, habían participado de la batalla de Tupambaé, en aquellas dos sangrientas jornadas de junio de 1904.

Naturalmente, los profesores del liceo Rodó y el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo fueron fundamentales. César Coelho de Oliveira, Edmundo Narancio, Evangelio Bonilla, Alfredo Beraza y Lincoln Machado Ribas profundizaron la afición, con lecturas inolvidables de historia griega y romana que configuraron una estructura de pensamiento que moldeaba nuestras curiosidades.

No bien ingresé al periodismo, mi mirada histórica fue la que definió mi identidad. De ella nació mi coloradismo. Tenía 17 años cuando comencé a trabajar en el semanario Canelones, bajo la dirección de Maneco Flores Mora, y mi primer artículo firmado fue sobre Joaquín Suárez.

Por ese entonces me encontré con Marta y desde hace sesenta años estamos hablando –y discutiendo– sobre temas históricos, que en feliz legado se han trasmitido a nuestros hijos. A ella le debo fundamentos teóricos y lecturas recomendadas, que no me han transformado en un historiador profesional como ella, pero que sí le han dado, al periodista que soy, los elementos para que la crónica responda a la procurada intención de verdad.

Mi amistad con Don Juan Pivel Devoto dejó también su rastro, al punto que fue el inspirador de que escribiera la biografía de Don Pedro Figari. Flavio García, por su parte, con quien compartí redacción en nuestro diario Acción, me aportó documentos apasionantes de nuestra historia republicana. Luego han venido algunos trabajos de tesis y dos textos de la llamada historia reciente, La agonía de una democracia y La reconquista, que cubren períodos en que intenté hacer realmente “historia”, pese a mi condición de protagonista de esos tiempos.

Esta recopilación de artículos que presentamos, tomados de un medio o de otro a lo largo de tantos años, pretende ofrecer una mirada en perspectiva sobre el mundo que nos ha tocado vivir y la historia que tenemos incorporada a nuestro espíritu. Naturalmente, muchos de ellos son artículos de combate, porque hemos sentido como un deber ético enfrentar el uso abusivo de la historia que, desgraciadamente, sufrimos en estos tiempos, en que tanto se mira al pasado para legitimar actos del presente. En homenaje a su autenticidad, no le hemos quitado ni mitigado a esos textos alguna pasión del momento, ya que las más de las veces protagonizamos polémicas que nunca hubiéramos deseado tener pero que sirven también para alumbrar los claroscuros del pasado. Por eso los hemos situado en cada contexto y creemos habernos preservado de la confusión tan habitual e interesada entre hechos y opiniones.

En el debatir de esos años, preservo como un indeleble recuerdo mi amistad con Lincoln Maiztegui, formidable historiador que decía no serlo, apasionado blanco con el que coincidíamos y discrepábamos, aunque siempre desde el valor de la mirada democrática. A Oscar Padrón Favre, a su vez, debo agradecerle sus investigaciones, fundamentales, sobre nuestro mundo indígena y la construcción de la fantasiosa leyenda charruista, asentada en la ignorancia de los guaraníes.

No puedo dejar de recordar las redacciones periodísticas tan diversas que integré y de las que conservo una mirada nostálgica. No la tengo de mis despachos ministeriales o de las salas parlamentarias. Aquellas redacciones no sólo fueron momentos de nuestra vida sino ambientes intransferibles que se asocian, en el transcurrir del tiempo, a los mejores recuerdos.

El semanario Canelones, donde empecé, lo hacíamos e imprimíamos en Acción. Maneco no sólo era nuestro director sino un periodista ya consagrado en las páginas de Marcha. Allí compartimos la actividad con Zelmar Michelini, Fernando Torres Ponce, Teófilo Collazo y un grupo de jóvenes estudiantes: Luis Barrios Tassano, Welington Melogno, Alberto Pérez Pérez, Luis Alberto Solé, mi primo Norberto Sanguinetti, más algunos incipientes dirigentes que serían luego históricos en el departamento canario, como Tabaré Hackenbruch, tres veces Intendente.

En Acción, me encontré –para indeleble marca– con el magisterio de Francisco Llano, legendario periodista argentino, jefe de redacción de la Crítica de Botana y del Clarín inaugural, fundado por Roberto Noble. Allí fueron mis directores, en momentos distintos, don Luis Batlle Berres, su hijo Jorge, Fernando Fariña y Amílcar Vasconcellos. A mi vez, ejercí la Subdirección hasta 1973, en que fue cerrado por la dictadura. Esa redacción, bullente e imaginativa, esquivando la siempre presente precariedad económica, hacía periodismo desde la jerarquía de un Ángel Rama o de un Juan Carlos Onetti, de un Carlos Maggi o un Luis Hierro Gambardella, de un Mario César Fernández o un Roberto Andreón, un Edgardo Sajón o un Mario César Zanocchi, hasta artistas como María Freire, Menchi Sábat o Leopoldo Nóvoa.

Al cerrarse Acción, María Antonia Batlle y Jorge Otero Menéndez me ofrecieron escribir en El Día y allí, desde una sección titulada “En la Cresta de la Ola”, hacía malabarismos para cuestionar al régimen sin violar la proscripción que me impedía escribir de política. Fueron años duros pero esperanzados que compartí con directores como Arturo Leonardo Guzmán, Enrique Tarigo y José Lorenzo Batlle Cherviere. Al esbozarse los primeros celajes de la apertura política, fundamos Correo de los Viernes, en 1981, bajo la dirección de Luis Alberto Solé (nuestra condición de “proscripto” nos impedía figurar). Fue un hermoso tiempo, que llega hasta hoy, en que mantenemos nuestro Correo digital, al tiempo que colaboramos en El País de Montevideo, El País de Madrid y La Nación de Buenos Aires, donde hemos publicado varios de los artículos que se recogen aquí.

De tan largo recorrido periodístico, cuya copiosa producción desbordaría toda r

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