El lugar inalcanzable

Claudia Amengual

Fragmento

II. Hay horas que piden silencio

Villa Carlos Paz, 1992

Era el primer día de enero y el gordo estaba muerto. No demoraron en darse cuenta de que mover ese cuerpo descomunal ajustado a presión entre la base de la pileta y la puerta del baño iba a ser un problema extra. La puerta solo podía abrirse unos centímetros, lo suficiente para ver el cuerpo tendido sobre las cerámicas del suelo, con un hilo de sol iluminándole el cuello.

El golpe se había oído desde la sala del desayuno. Sonó por encima del gorjeo de voces adormiladas, por encima del tintineo de cristales y cubiertos, el borboteo del café y el arrastrar pastoso de las sillas. El golpe había sido fuerte y seco, como si un árbol se hubiera desplomado de pronto en el parque que rodeaba la hostería.

Hubo un silencio apenas cortado por la entrada de un desprevenido que dio los buenos días con la inocencia de quien no sospecha que el mundo acaba de cambiar porque algo terrible ha sucedido.

El golpe sonó. El hombre entró y dio los buenos días con voz apenas audible sin importarle que alguien le devolviera el saludo. Distinguió al viejo que la tarde anterior lo había saludado con aire comprensivo, como aquel que por experiencia conoce el peso de la soledad en determinadas fechas. El hombre vio al viejo, pero este pareció no advertir su presencia. Eligió una mesa, apoyó la llave de su habitación y fue a servirse el desayuno.

El golpe seco y la entrada del hombre constituyeron una mínima distracción casi simultánea luego de la que cada cual volvió a lo suyo, sin ganas de enterarse. Porque enterarse podía significar que aquel día renunciara demasiado pronto a sus promesas de dicha.

Bajo el alivio de un ventilador de techo habían armado una larga mesa. A ella iban llegando, como por goteo, los integrantes de una tribu que podía ser una familia. Un clan que se mostraba unido y que la noche anterior, durante la fiesta de fin de año, había dado muestras de afecto. A cargo de aquella prole había una pareja de setentones que aparentaban mesura en las canas y prosperidad en la vestimenta.

Había, también, una pareja más joven. La mujer tenía rasgos tan parecidos a los viejos que no podía ser más que su hija. Se veía luminosa. No feliz, pero luminosa, surgida de una buena noche y llena de una memoria húmeda y placentera. Fue la primera en ir a la mesa del bufé a servirse.

Su marido la observaba y se dejaba atender. Ella repitió la operación cuatro o cinco veces, preguntando, yendo, volviendo con tazas humeantes y platos llenos. Después de que él estuvo servido, solo después, se dirigió a los niños. Y al final se sirvió ella. Un ojo entrenado hubiera podido captar las miradas oblicuas que la mujer lanzaba a su marido, pendiente de saber a quién dirigía él su atención. Aquella mujer estaba inquieta.

Había cinco niños rubios que guardaban una razonable compostura y que no tenían hambre, pero sí unas ganas apremiantes de salir corriendo a disfrutar de un día que siempre iba a ser demasiado corto para ellos. Se parecían lo suficiente como para ser hermanos o primos. Y esto último eran. Tres de ellos, hijos de la pareja más joven.

Y había dos hombres. Uno de ellos era padre de los otros dos niños. Reían con dulzura ante cualquier tontería que se dijera. Sobre todo, cuando el patriarca se puso a contar con ademanes la borrachera del doctor —así le llamaban, aunque no lo conocían—, el señor maduro que había despedido el año bailando abrazado a una columna. En medio del mareo, le había pintado un rostro con rodajas de remolacha y se empecinaba en besarla con gestos obscenos. El doctor no había ido a desayunar aquella mañana. Más tarde iban a enterarse de que había abandonado la hostería antes del amanecer, luego de ofrecer una excusa que el conserje —que hacía las veces de recepcionista, o, llegado el caso, botones— aceptó con vergüenza ajena.

Así pues, agotadas las risas tras el recuerdo de la patética actuación del doctor, la mesa grande se dispuso a celebrar el primer desayuno del año en un clima de familia convencional, apreciable desde esa mirada leve que permiten los encuentros fugaces de las vacaciones. Una familia de once. Los viejos eran el núcleo y el vértice, un tronco del que se desprendían dos ramas menores. La hija con su esposo y sus tres niños. El hijo con sus dos niños. Y el amigo del hijo, alguien que de ningún modo llevaba la sangre del clan, pero al que le había sido otorgado el permiso temporal de la pertenencia.

Todo lucía armonioso en aquella familia y solo un ojo avezado podría haber captado las leves asperezas que se desgranaban como astillas de una madera seca cuando la hija cruzaba miradas con su marido, y este con el cuñado, y este con su amigo, y el amigo con la matriarca, y todos entre sí con velocidad y sutileza proporcionales a la intensidad. Un odio sordo se escondía detrás de la aparente cordialidad de las miradas. Los niños, que no tardaron en esfumarse hacia el jardín, estaban a salvo de esto.

Más cerca de la ventana, disfrutando la mejor vista del lago San Roque y las sierras, tres mujeres maduras conversaban con simpatía. Tenían un aire de abuelas jubiladas, una suerte de deleite relajado de aquellas personas que se han esforzado por años y se creen merecedoras de todos los placeres. Conversaban con buen ánimo e intentaban reconstruir la historia del doctor borracho. Estaban pendientes de la gesticulación exagerada del patriarca y de su vozarrón que inundaba la sala.

Dos mozos trajinaban desde la cocina reponiendo fiambres y quesos, y un pan humeante que era la vedette del desayuno y que todos esperaban con ansiedad de fieras. No porque tuvieran hambre —no podían tenerla a tan poco de semejante cena—, sino porque el pan caliente es una tentación siempre. Traían, además, la manteca y los dulces, el café y los jugos —en especial, un agua perfumada con jengibre y una limonada con menta—, las jarras con leche, las medialunas y los bizcochos rellenos de chocolate y crema.

El aturdimiento de la noche anterior todavía zumbaba en las cabezas. Alguien había pedido que bajaran el volumen de la música. Y es que hay horas que piden silencio. Flotaba en el aire la molicie dulce que sigue al despertar y antecede la voluntad firme de construirse un buen día. Un día que, por otra parte, no era cualquiera. Era el primero de aquel año y, por tanto, marcaba el trazo, ponía el listón, sentaba un precedente simbólico del ciclo que todos deseaban transitar. Si aquel día era bueno, ¿por qué no habrían de serlo los restantes? Una esperanza recorría el lugar y todo era optimismo en la hostería.

Entonces alguien fue al baño. Una mujer joven que la noche anterior había bailado hasta desplomarse en uno de los sillones. El muchacho muerto la había tomado en brazos y la había sacado del lugar como un héroe de leyenda. La joven desayunaba tranquila y las tres mujeres —que alentaban suspicacias imaginando cómo habría sido el sexo entre aquella flacucha y el gordo— no entendían por qué al momento del desa

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