Un crimen japonés

Daniel Guebel

Fragmento

1

A finales del período Nara, las tribus norteñas de los Emishi (llamados “hombres peludos”) se alzaron contra el poder central y el emperador Shōmu decidió combatirlas enviando tropas comandadas por cuatro integrantes de su familia. Tal sistema de dominio, llamado Shidö Shögun o “Comandantes del Ejército de los Cuatro Caminos”, había funcionado eficazmente durante centurias, pero los Emishi empleaban tácticas de guerrilla y usaban armas curvas y obtuvieron resultados favorables. Los derrotados eran masacrados sin misericordia y a veces devorados crudos. Semejante conducta escandalizaba los corazones de la corte, y a eso se sumaba la vergonzosa incapacidad de los Shidö Shögunes para vencer a los insurrectos, por lo que Shōmu debió sustituirlos por generales con experiencia en la batalla, que comenzaron a recibir el nombre de Shögunes.

Pasan los siglos y el traspaso de funciones continúa. El año inicial del período Kamakura, el general Minamoto no Yorimoto derrota a la dinastía Taira, enclaustra a su emperador y se proclama Shögun. El Shögunato se presenta a partir de entonces como la institución llamada a consolidar un ideal de nación construido alrededor de un señor de la guerra. Sin embargo, a fines de la tercera década del siglo XIV, esa institución empieza a verse asediada por la proliferación de señores feudales (daimyos), que en el fondo son como pequeños shögunes provinciales de creciente autonomía, peso territorial y militar, cuyas pugnas internas multiplican los conflictos regionales y debilitan la necesaria unidad del país. A comienzos del período Nanboku chô, el general Ashikaga Takauji, luego de traicionar primero y derrotar después al emperador, Go Daigo, quien debió abandonar la Corte del Norte y, tras refugiarse en el monte Hiei, huir a Yoshino y, tiempo después, fundar la Corte del Sur, establece su Shögunato en Kyoto e intenta restablecer la armonía del país al proclamar la norma “un señor, un castillo”. Pero los daimyos son ambiciosos y expansionistas. Cada uno de ellos anhela la posesión del castillo del daimyo vecino, ya sea porque está situado en un monte más alto, o es más antiguo o de aposentos más cálidos, o porque mira a un valle más verde.

Y es dentro de ese marco de inestabilidad que comienza esta historia.

En junio de 1344, pocos días después del paso del monzón, Yutaka Tanaka, noble y poderoso daimyo de la provincia de Sagami, vio gravemente afectados el nombre y honor de su clan. Mientras estaba reunido con sus consejeros en el salón principal del Primer Castillo, el Tercero —donde residían sus padres, el señor Nishio y dama Mitsuko— fue atacado por un grupo de samuráis que llevaban los rostros cubiertos por máscaras de idéntico diseño y no portaban distintivos heráldicos ni banderas con los colores de su amo. Apenas comenzó el asalto, Nishio Tanaka se defendió valerosamente, conduciendo a tres enemigos a la muerte. Sus servidores también peleaban con denuedo, por lo que la suerte del combate oscilaba entre uno u otro bando. Pero la cantidad de atacantes excedía en mucho a los defensores y finalmente Nishio sucumbió cuando una flecha artera se clavó en su cuello. Aunque se la arrancó gritando de furia, hubo una segunda que atravesó su pecho y otra entró en su costado. La vida se le escapó a los borbotones y él fue cayendo como una montaña que se desploma, y agonizó y murió en posición de loto, manchando de rojo sus medias blancas. Los agresores lo trataron sin el menor respeto, trozando sus restos y cargándolos en bolsas. Luego ingresaron en los pabellones femeninos, rasgando las separaciones y desgarrando los kimonos de las damas de compañía, para finalizar sometiendo a dama Mitsuko a toda clase de acciones incalificables.

Apenas enterado de los sucesos, Yutaka enloqueció de furor. ¿Qué clase de cobardes atacaban a traición y no lucían estandartes y banderas? ¿Cuál era la razón para esconder sus identidades? Al presentarse de modo tan bajo, el enemigo seguramente habría supuesto que evitaría la represalia. Y eso, además de ser un desafío a su autoridad, le planteaba un enigma.

Mientras preparaban su caballo con el apuro del caso, el señor de Sagami debatía estas alternativas con Kitiroichï Nijuzana, su consejero principal, heredado de Nishio:

—En mis años mozos era costumbre que una casa que se sabe inferior a otra en potencia guerrera esquivara el enfrentamiento en campo abierto y eligiera el asalto inesperado para emparejar fuerzas —dijo Kitiroichï—. Pero nunca supe de un ataque así llevado a cabo. ¡Esconder la responsabilidad de un acto es indigno de un verdadero samurái! Parece algo propio de despreciables ronines o miserables ninjas...

—¿Pretenderán inducirme a sospechar de un adversario erróneo y forzarme a un combate equivocado, de modo de debilitar mis fuerzas, e incluso suprimirme sin costo alguno? —se preguntó Yutaka.

—Siempre que pelean dos, lucra un tercero —comentó el anciano.

—No me has revelado ninguna genialidad —protestó el joven daimyo—. Pero, de querer esto, ¿no les habría sido beneficioso reforzar el engaño esparciendo en todo el campo de batalla los signos distintivos del clan al que pretenderían implicar?

—Quizá tu enemigo dio por supuesto que no caerías en una trampa tan obvia. Al abstenerse de revelar su identidad, lo que hace es multiplicar el número de posibles responsables por la totalidad de los daimyos existentes. Y hay más daimyos esparcidos en Japón que pulgas en un tatami desaseado.

—¿Odiaba a alguien mi padre? ¿Alguien lo odiaba?

—No que yo sepa.

—La estratagema de su asesino, entonces, parece buscar menos mi respuesta que mi desconcierto. ¡Pero no lo conseguirá! —dijo Yutaka, y montando en su corcel se lanzó al galope hacia la escena del crimen.

Mientras atravesaba los diez mil ri de distancia que separan un castillo de otro, se determinó a actuar metódicamente y obtener pronto una respuesta cierta. Al arribar al Tercer Castillo interrogó a los servidores sobrevivientes, pero no obtuvo más que lo informado por el mensajero: los atacantes llevaban cubiertos los rostros y oscurecidas las armaduras. En el combate habían sido precisos e inflexibles, aumentada su mortífera eficacia por el silencio con que procedían; el que caía, caía sin gritar y era retirado del combate por sus compañeros.

Al indagar en el asunto, buscando la verdad en cada detalle, el señor de Sagami dilataba el momento de entrar al pabellón de descanso de su madre. En su lecho de convalecencia, dama Mitsuko debía de estar sufriendo lo indecible, tanto por las heridas como por los tratos infligidos; lo que le tocó vivir carecía de justificación, excepto que los atacantes hubieran buscado aumentar con su inconducta la ofensa inferida. Nishio Tanaka al menos tuvo la suerte de morir peleando, pero a su esposa la habían condenado al mismo tiempo a la viudez, a la insoportable humillación de los hechos y a su duro y perdurable recuerdo. No es extraño entonces que Yutaka demorara el ingreso. Considerando el panorama, ¿era decoroso visitar a su madre? Y, adem

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