Zona

Geoff Dyer

Fragmento

Un bar vacío, posiblemente todavía cerrado, con una única mesa, no mayor que una mesilla redonda, pero más alta, de esas en las que te apoyas –no hay taburetes– mientras bebes de pie. Si los tablones del suelo hablasen, seguramente podrían contar un par o tres de historias, aunque resultaría que son todas la misma, que terminaría con el mismo lamento de siempre (después de unas copas la gente piensa que puede abusar de mí), no solo en términos de lo que pasa aquí, sino en los bares de todo el mundo. En otras palabras, estamos en el reino de la verdad universal. El camarero sale de la trastienda –vestido con chaqueta blanca de camarero–, enciende un pitillo y da las luces, dos tubos fluorescentes, uno de los cuales no funciona correctamente: parpadea. El camarero mira la luz que parpadea. Le ves pensar: «Hay que arreglarlo», que no es lo mismo que «Lo arreglaré hoy», sino que se parece mucho a «Nunca lo arreglaré». La vida cotidiana está llena de pequeñas sorpresas, esperanzas (de que quizá se haya arreglado solo por la noche) y resignaciones (no ha pasado y no pasará) que se repiten. Un hombre alto –¡un cliente!– entra en el bar, deja una mochila bajo la mesa, la mesilla redonda en la que te apoyas al beber. Es alto pero no joven, empieza a quedarse calvo, es evidente que no es un terrorista y que la mochila no esconde una bomba, pero esta acción sorprendente –dejar una mochila debajo de la mesa de un bar– no puede pasar inadvertida, sobre todo para alguien que vio Stalker por primera vez (el domingo 8 de febrero de 1981) poco después de haber visto La batalla de Argel. Le pide algo al camarero. El hecho de que la chaqueta del camarero sea blanca evidencia lo poco limpia que está. Aunque es una chaqueta, también sirve de toalla, posiblemente de paño de cocina y quizá también de pañuelo. El lugar en general parece sucio, pero está demasiado oscuro para saberlo y los títulos de crédito en caracteres rusos amarillos –cirílico de ciencia ficción– no clarifican precisamente la situación.

Es la clase de bar donde los hombres se reúnen antes de acudir a su destinado al fracaso trabajo en un banco y el camarero es de los que no se fija en nada que no le incumba, y cuantas más cosas no le incumban mejor, incluso si implica no tener prácticamente clientela. Por lo que a él respecta, mientras esté en el bar ocupado en sus asuntos y vestido con la mugrienta chaqueta de camarero, está trabajando, y si no entra nadie y nadie quiere nada y nadie necesita nada (la luz titilante, como la mayoría de las cosas, puede esperar) tanto da. Todavía fumando, camina pesadamente con una cafetera (es de esos camareros con el don de imbuir rencor a la tarea más pequeña, consiguiendo que parezca una de las labores de un Hércules con salario mínimo), le sirve café al desconocido, vuelve adentro y lo deja a solas con el café, bebiendo a sorbos y esperando. De eso no cabe la menor duda: el desconocido está esperando algo o a alguien.

Un intertítulo: una suerte de meteorito o visita alienígena ha creado un milagro: la Zona. Mandaron al ejército y nunca regresó. Está rodeado por alambradas y un cordón policial…

Este texto fue añadido a petición del estudio, Mosfilm, que quería destacar la naturaleza fantástica de la Zona (donde transcurrirá la acción). También querían asegurarse de que el país «burgués» donde ocurre todo no se identificara con la URSS. De ahí que el misterio de la Zona tuviera lugar –según el texto– «en nuestro pequeño país», que despistaba a todo el mundo porque la URSS, como todos sabemos, abarcaba un área inmensa y Rusia era (y sigue siendo) muy grande. «Rusia…», todavía oigo a Laurence Olivier decirlo en el episodio de Barbarroja de El mundo en guerra: «La infinita madre patria rusa». Ante la invasión alemana de 1941, los rusos recurrieron a su estrategia tradicional, la estrategia que había podido con Napoleón y también podría con Hitler: «Cambia espacio por tiempo», un mensaje por el que Tarkovski sentía un gran apego.

Ruido de agua que gotea. Atisbamos por unas puertas interiores en una habitación. En las abreviaturas de los guiones «Int» significa interior y «Ext» significa exterior. Este es un caso de «Súper-int» o «Int-int». Ya dentro, la cámara profundiza poco a poco. Es como si Tarkovski empezara donde Antonioni lo dejara en el famoso plano dentro-fuera al final de El reportero y lo hubiera llevado un paso más allá: dentro-dentro. Así de lento… pero sin color. La anterior película de Antonioni, El desierto rojo (1964), tal como sugiere el título, sería inimaginable sin color. El color –el abrigo verde de Monica Vitti– es lo que la hace maravillosa, pero para el Tarkovski de treinta y cuatro años, entrevistado en 1966, el año que terminó su segundo film, Andréi Rublev, era «su peor película después de El grito». Por el color, porque Antonioni se dejó seducir por «el pelo rojo de Monica Vitti contra la bruma», porque «el color ha matado la sensación de verdad». Bien. No es algo fácil de digerir. Si quitas el color, ¿qué queda? Queda La aventura, supongo (también con Monica Vitti), y te aburres tanto que anhelas el color, algo que te haga pasar el rato o consiga que dejes de preocuparte porque no pasa nada. Dado que estamos hablando de la verdad y su sensación, me siento obligado a admitir que La aventura es lo más cerca que he estado en la vida de la agonía cinematográfica pura. La vi un verano en un cine minúsculo del Quinto Arrondissement de París en una pantalla del tamaño de un televisor grande. (Una película en blanco y negro, en italiano, con subtítulos en francés, en París, en agosto, cuando aún no tenía treinta años: un caso de soledad digno de estudio.) La única manera que tuve de soportarla fue decirme No lo aguanto un segundo más, a pesar de que en La aventura no existía nada parecido a un segundo. El incremento mínimo de medida temporal era un minuto. Cada segundo duraba un minuto, cada minuto duraba una hora y una hora, un año, y así sucesivamente. Cambia tiempo por una unidad mayor de tiempo. Cuando por fin salí al atardecer parisino había cumplido treinta años.*

Incluso describir el blanco y negro de Stalker como blanco y negro es teñir lo que vemos con una sugerencia inadecuada del arcoíris. Técnicamente el sepia concentrado de la película se consiguió filmando en color y positivando en blanco y negro. El resultado es una especie de submonocromo en que el espectro se ha comprimido tanto que podría resultar una fuente de energía, como el petróleo y casi igual de oscuro, pero también con un lustre dorado. Además del goteo se oyen algunos crujidos y ruidos que dan miedo y cuesta explicar. Ahora estamos en la habitación, mirando la cama.

Una mesa, una mesilla de noche, por definición mucho más baja que la mesa del bar. El estruendo de un transporte hace temblar los objetos de la mesa. Las vibraciones consiguen mover el vaso de agua de la mesa. Recordadlo. En Stalker nada pasa por casualidad y no obstante, al mismo tiempo, está llena de casualidades. Cerca de la mesilla, en la cama, duerme una mujer. A su lado hay una niña con un chal en la cabeza y, junto a ella, el hombre que presumiblemente es su padre. El estruendo del tren se

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