Campos de fresa para siempre

Javier Reverte

Fragmento

Capítulo I

I

1

Yo estaba en Berlín y era verano. El viento recorría las calles perfumado y limpio, después de atravesar los bosques y los lagos que rodeaban, como una corona de verde y de platino, el corazón de la ciudad. Y el cielo era hondo, color perla, casi semejaba un escudo de metal. Las mañanas amanecían frescas, con el aire brillando transparente. Yo guardaba la impresión de que, al extender la mano, los objetos más alejados podían llegar a tocarse y que la distancia no existía entre mi brazo y todo cuanto giraba alrededor. Durante el día, ningún rastro de nubes contaba con fuerza suficiente para quebrar la superficie del cielo, y tan sólo la estela de los aviones que bramaban al aterrizar o despegar del aeropuerto de Tegel, rompía aquel magnífico manto uniforme, aquel océano tranquilo y poderoso. A la atardecida, el espacio iba cobrando un color turquesa, y muy pronto, hacia el oeste, asomaba más allá de los últimos bosques, despegándose de la tierra, el resplandor opalino de un sol moribundo. Era entonces, mientras refrescaba, cuando yo percibía que mi alma se henchía de vida.

Llevaba poco más de dos semanas en Berlín. Al fin, después de una trabajosa búsqueda, pude encontrar a Miguel. Y juntos soñamos con recuperar, a poco de vernos de nuevo, el amor de los días antiguos. Fue como si volviésemos atrás, tal vez de forma inútil, más de veinte años en el tiempo.

Habían regresado las horas sensuales, el espejismo de un reencuentro de mi corazón con el mundo. Berlín se convirtió entonces en la ciudad amada, y al pronunciar la palabra, al decir Berlín, creía escuchar en mis oídos una nueva canción armónica y hermosa. Berlín parecía el vocablo inicial de un verso inolvidable.

Y no obstante, todo aquello no llegó a ser más que un fracasado empeño por recuperar el pasado. Apenas unos días más tarde, Miguel desapareció de mi vida, como en otras ocasiones, tiempo atrás, había sucedido. Yo me preguntaba si podría continuar, hasta su final, repitiendo aquel círculo de encuentros, de súbitas rupturas, de anhelos frustrados y sueños imposibles.

Aquella tarde, después de recibir su carta de despedida, cuando corría hacia el barrio de Kreuzberg en un taxi, no me sentía con fuerzas para reflexionar. Volaba en su busca sin ser capaz de adivinar si todavía le quería, sin comprender los confusos sentimientos que se enredaban en mi corazón. Berlín era, de pronto, una ciudad ajena y melancólica.

2

Me habían dado su carta en la recepción del hotel. Mis manos temblaron al leerla. Corrí hacia la Ku’damm, la luminosa avenida de Berlín. Pero no me pareció alegre en aquella hora, sino un paraje extraño. A mitad de camino pude parar un taxi. Subí y dije al conductor la dirección de la casa de Miguel.

Tal vez veinte minutos más tarde, el automóvil se detenía ante el portal del número 33 de Adalbert Strasse, en el barrio de Kreuzberg. No me sentía segura de nada cuando descendí del coche, ni siquiera de la intensidad de mi amor a Miguel. Bajé del taxi como un ser que se ha sobrepasado a sí mismo. Y respiré hondo en el portal antes de comenzar la ascensión de la escalera.

Golpeé la puerta con los nudillos, sin reflexionar sobre lo que hacía. ¿Qué iba a decir, cómo actuaría? Nada había planeado para el momento en que me encontrara de nuevo con él. Sólo quería ver…, ver y pedirle una razón, saber el porqué de su despedida.

Se oyeron pasos al otro lado, como la primera vez que visité aquella casa. Luego, el cerrojo se corrió con ruido. Tímida y menuda, Frau Schlinder asomó la cara redonda por el breve hueco que dejaba la hoja a medio abrir. La luz del corredor daba en sus espaldas y su rostro era un claroscuro.

Bitte —dijo con voz temblorosa.

—Miguel… —acerté a preguntar.

Y entonces la puerta se abrió de golpe. El cuerpo de Frau Schlinder se movió hacia el fondo del hall, como si alguien lo apartase con brusquedad. Dos hombres armados, surgidos de las sombras, apuntaban sus pistolas hacia mi cabeza. Noté una sólida presencia a mi espalda: ni siquiera tuve que girar el cuerpo para darme cuenta de que otra persona sostenía un arma detrás de mí, quizá dirigida a mi nuca o al centro de mi columna vertebral. No sentí miedo, sin embargo. Todo aquello formaba parte del asombro en el que vivía sumida desde que encontré la carta en el hotel. Y permanecí inmóvil mirando hacia los hombres que tenía delante. Luego, les dejé hacer cuando, con movimientos violentos, tomaron mis brazos y los volvieron hacia mi espalda. Mientras el de atrás me sujetaba las manos y otro de los hombres sostenía su revólver apuntado hacia mi cabeza, un tercero me cacheó impúdicamente. Al fin, y sin ninguna resistencia por mi parte, los tres me condujeron escaleras abajo, mientras yo no me sentía capaz de imaginar lo que podía haber sucedido en aquel día vertiginoso.

3

Siguieron horas de las que apenas guardo un recuerdo preciso. Me llevaron en coche hacia alguna parte de la ciudad. Creo que en dirección al norte. No pude preguntar nada durante el camino, pues ninguno de los tres hombres parecía comprender el inglés y su actitud no era, precisamente, comunicativa y amistosa. Me dejaron en una habitación de paredes blancas, sin ventanas, y creo que permanecí allí, en solitario, al menos veinte minutos.

Luego entraron dos tipos altos, rubios y escrupulosamente vestidos. Uno de ellos, que hacía funciones de traductor, quizá rondaría los cincuenta años y no parecía interesarse en absoluto por lo que su compañero preguntaba en alemán y lo que yo respondía en español. El otro, que debía ser un funcionario policial de alto rango, aparentaba treinta y cuatro o treinta y cinco años, y eludía mis ojos cuando le miraba de frente.

Yo respondía al interrogatorio con casi absoluta franqueza. Poco tenía que ocultar, y sin embargo callé dos cosas, más por pudor que por algún género de precaución: que había estado enamorada de Miguel años atrás y que en mi hotel había una carta que él me había escrito como despedida. Me preguntaron sobre mi relación con él, sobre las razones que me habían impulsado a venir a buscarle a Berlín. Les di los teléfonos de la familia de Miguel en Madrid y de su abogado, y relaté mis gestiones de las semanas anteriores para encontrarle. De cuando en cuando, el alto funcionario salía de la habitación con los datos que yo iba ofreciendo y regresaba al poco con nuevas preguntas. Entretanto, en los instantes en que el traductor y yo permanecíamos a solas, él me sonreía y callaba. Si yo decía algo, se encogía de hombros. Una vez me respondió:

—La vida vale muy poco, la vida no vale nada, como dice la copla de su país.

—Eso suena a canción mexicana —le contesté.

—Es lo mismo, ¿no? Yo aprendí español en México, hace casi treinta años. ¿Conoce México?

—No, nunca estuve.

—Yo fui allá a investigar sobre cultura azteca, y me quedé diez años en el país. F

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