Las vencedoras

Laetitia Colombani

Fragmento

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1

París, hoy

Ha sucedido en un visto y no visto. Solène salía con Arthur Saint-Clair de la sala del tribunal. Estaba a punto de decirle que no entendía la decisión del juez ni la severidad de la condena. No le ha dado tiempo.

Saint-Clair ha corrido hacia el antepecho de cristal y ha pasado al otro lado.

Después ha saltado desde la galería de la sexta planta del palacio.

Durante unos instantes que han durado una eternidad, su cuerpo ha permanecido suspendido en el vacío. Luego se ha estrellado contra el suelo veinticinco metros más abajo.

Solène no se acuerda del resto. Las imágenes se le aparecen desordenadas, como a cámara lenta. Seguramente habrá gritado, antes de desmayarse.

Se ha despertado en una habitación de paredes blancas.

El médico ha pronunciado esta palabra: burnout. Al principio, Solène se ha preguntado si hablaba de ella o de su cliente. Luego, las piezas han empezado a encajar.

Hacía mucho tiempo que conocía a Arthur Saint-Clair, un influyente hombre de negocios acusado de fraude fiscal. Lo sabía todo sobre su vida: matrimonios, divorcios, amantes, las pensiones alimenticias que pasaba a sus ex mujeres y sus hijos, los regalos que les traía de sus viajes al extranjero... Había estado en su villa de Sainte-Maxime, en sus lujosas oficinas y en su magnífico piso del distrito séptimo de París. Había escuchado sus confidencias y sus secretos. Había dedicado meses a preparar la vista oral sin dejar nada al azar, sacrificando sus noches, sus vacaciones, sus días de fiesta. Era una abogada excelente, trabajadora, perfeccionista, concienzuda. En el prestigioso bufete para el que trabajaba, todos valoraban sus cualidades. Pero las contingencias judiciales existen, todo el mundo lo sabe. Y Solène no se esperaba semejante sentencia. El juez había condenado a su cliente a prisión y a asumir millones de euros en indemnizaciones e intereses. Toda una vida pagando. El deshonor, la reprobación de la sociedad. Saint-Clair no lo había soportado.

Había preferido arrojarse al vacío del inmenso patio interior del nuevo Palacio de Justicia de París.

Los arquitectos pensaron en todo menos en eso. Diseñaron un edificio elegante de líneas perfectas, un «palacio de cristal y luz». Idearon fachadas altamente resistentes en previsión de atentados, instalaron arcos de seguridad, equipos de control en las entradas, cámaras... El palacio está lleno de puntos de detección de intrusiones, puertas con apertura electrónica, interfonos y pantallas de última generación. Pero en sus planos, los arquitectos sencillamente olvidaron que la justicia la imparten seres humanos a otros seres humanos a veces desesperados. Las salas de vistas están repartidas en seis plantas que se elevan alrededor de un patio de cinco mil metros cuadrados bajo un techo situado a veintiocho de altura. Un espacio que pue­de dar vértigo. Y malas ideas a quienes acaben de ser condenados.

En las cárceles se multiplican las medidas de se­guridad para prevenir el riesgo de suicidios. Aquí no. Las galerías están protegidas por simples antepechos. A Saint-Clair le bastó con dar unos pasos, pasar por encima de uno de ellos y saltar.

La imagen atormenta a Solène, que no puede olvidarla. Vuelve a ver el cuerpo de su cliente, descoyuntado sobre las losas de mármol del edificio. Piensa en su familia, en sus hijos, sus amigos, sus empleados. Es la última que habló con él, que estuvo sentada a su lado. Se siente culpable. ¿En qué se equivocó? ¿Qué habría podido hacer o decir? ¿Habría podido prever, imaginarse lo peor? Conocía la personalidad de Arthur Saint-Clair, pero su acto sigue siendo un misterio. Solène no percibió en él la desesperación, el desmoronamiento, la bomba a punto de estallar.

El impacto emocional ha provocado una hecatombe en su vida. Con consecuencias devastadoras. En la habitación de paredes blancas, se pasa los días enteros con las cortinas corridas, sin poder levantarse. La luz le resulta insoportable. El menor movimiento le parece sobrehumano. Recibe flores del bufete y mensajes de apoyo de sus compañeros, pero ni siquiera es capaz de leerlos. Está inutilizada, como un coche sin combustible al borde de la carretera. Inservible, el año en que ha cumplido los cuarenta.

Burnout. La palabra inglesa parece más suave, más moderna. Suena mejor que «depresión». Al principio, Solène no se lo cree. No es ella, no va con ella. Ella no se parece en nada a esos individuos frágiles cuyos testimonios llenan las páginas de las revistas. Ella siempre ha sido una mujer fuerte, activa, en movimiento constante. Perfectamente equilibrada, o eso creía.

«El desgaste profesional es una dolencia frecuente», le dice el psiquiatra con voz tranquila y pausada. Emplea terminología especializada, como «serotonina», «dopamina», «noradrenalina», que Solène oye sin entender del todo, y denominaciones de todo tipo: «ansiolíticos», «benzodiacepinas», «antidepresivos»... Le receta unas pastillas que debe tomarse por la noche para dormir y otras por la mañana para levantarse. Comprimidos que la ayudarán a vivir.

Sin embargo, todo había empezado bien. Nacida en un barrio acomodado de las afueras, Solène es una niña inteligente, sensible y aplicada, para la que se hacen grandes planes. Crece junto a sus padres, ambos profesores de Derecho, y su hermana menor. Acaba los estudios sin tropiezos, ingresa en el Colegio de Abogados de París a los veintidós años y consigue un puesto como colaboradora en un bufete prestigioso. Hasta aquí, nada de particular. Por supuesto, está el exceso de trabajo, los fines de semana, noches y vacaciones dedicados a los casos, la falta de sueño, la preparación de los juicios, las citas, las reuniones... La vida, como un tren lanzado a gran velocidad que no se puede parar. Por supuesto, también está Jérémy, que le gusta más que ningún otro y al que no consigue olvidar. Jérémy no quería hijos ni compromisos. Se lo había dicho, y a ella le convenía. No era de esas mujeres que sueñan con la maternidad. No se veía como una de esas madres jóvenes con las que se cruzaba en la acera empujando un cochecito con los brazos cansados. Eso se lo dejaba a su hermana, que parecía sentirse satisfecha con su papel de madre y ama de casa. Solène valoraba mucho su libertad, al menos eso era lo que decía. Jérémy y ella vivían cada uno por su lado. Eran una pareja moderna, enamorada pero independiente.

Solène no vio venir la ruptura. Fue un aterrizaje forzoso.

Al cabo de unas semanas de tratamiento, consigue salir de la habitación de paredes blancas para dar un paseo por el parque. Sentado junto a ella en el banco, el psiquiatra la felicita por sus progresos, como quien anima a un niño. Pronto podrá volver a su casa, le dice, a condición de que continúe con el tratamiento. Solène recibe la noticia sin alegría. No tiene ganas de verse sola en su piso sin un objetivo, sin un proyecto.

Sí, vive en un buen barrio, en un piso elegante de tres habitaciones, pero ella lo encuentra frío, dema­siado grande. En los armarios hay un jersey de ca­chemira, uno que Jérémy se olvidó y que ella se pone en secreto, y bolsas de patatas fritas, de esas que tanto le gustaban a él y que Solène sigue comprando en el supermercado sin saber por qué. Ella no come patatas fritas. Le irritaba que hiciera ruido con la bolsa mientras veían películas o algún

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