La caja de zapatos

Fragmento

Mi mamá tiene una caja de zapatos. Los zapatos de mi mamá están en el piso del ropero. La caja de zapatos, también. Ahí tiene las fotos.

Ahora las fotos están en mi cabeza, bajo la capucha. Trato de vivir en las fotos. Quiero vivir en las fotos. Es lo que me va quedando. Todo lo que tengo está al amparo de la capucha.

Los zapatos de mi mamá tienen un agujerito delante. Son para el dedo. El dedo gordo.

Yo tengo un hermano llamado León. Mi hermano es hijo de mi mamá. Y de mi papá.

Adentro de la mesa de luz de mi mamá, si abrís una puerta —no, la chiquita, no; otra, más abajo y mucho más grande—, ahí, ¿ves?, ahí está la ropa de mi hermano. Doblada. Mi mamá, que es también la mamá de mi hermano, se sienta en la cama y se pone toda la ropa de mi hermano sobre la falda. Le pasa la mano como si la acariciara y llora.

Mi hermano se murió.

***

¿No habrá en la caja de zapatos una foto con árbol?

No hay ni un solo árbol bajo la capucha.

Hoy hice caca. Muy dura. Me duele todo. No me gusta hacer caca.

Yo no sé prender el primus. Para prender el primus hay que ser grande. Fósforo, sí, sé prender.

Hoy conocí la playa. Está hecha de arena. Se llama Ramírez. El mar ya lo conocía de antes.

Cuando murió León, yo le pregunté a mi mamá si León estaba en la caja de zapatos. Mi mamá me dijo:

—Andá, andate de acá.

Estoy acomodando mis días en una caja de zapatos. Ahí tengo lo que fui: los orígenes.

Tengo a ese botija al que dos por tres largo y hasta peloteo con él en el campito de la esquina. O anda por las suyas, montado en Tarzán —así se llama un pony de esas tropillas pacientes que aguardan a su clientela infantil en el parque Rodó—. Al pibe se lo ve durito, serio, envuelto en un enterito de lana blanca que le cubre hasta la cabeza. Lo sostiene León, de zapatos y medias largas, pantalón corto y un pilot cruzado, con cinturón.

Los dos me miran. Miran a la cámara.

Para desmontarlo del pony, León tiene que cargar a su hermanito, que soy yo. Caminan de la mano con pasos cortos, por la bajada de las palmeras, desde donde se ve el remanso extendido de la playa Ramírez.

Está claro: la playa no está en la foto.

Tampoco está la foto.

***

Me zumban los oídos. Siento el alambre en las muñecas, que tengo cruzadas, atrás.

Me corre por el cuerpo como un cosquilleo. Debe de ser la resaca, los restos nocturnos de la corriente que recibí, a cable pelado, sobre un catre de hierro, también pelado. Y uno ahí. También pelado. Lo que son las cosas. En esos momentos infinitos, pensé en las luciérnagas. ¿Cómo pueden encender una luz en la barriga, sin enchufe? Miro hacia abajo —hacia arriba reina la capucha— solo por ver si me quedó algo, una guiñada de luz. Pero no. Los cables de la unidad patean sin alumbrar. Son como esas anguilas amazónicas que te hacen saltar del agua. No sé. Así dicen. Lo comento porque los cables venían con baldazos, y saltar, lo que se dice saltar, se salta.

Y ahora estoy acá. De vuelta en el bulín. Otra vez al plantón. La capucha —que aún no conozco por fuera— es la mía, mi capucha. La saco por el olor.

***

Entonces largo al botija fuera de acá. Estamos en el campito de la esquina. Ahí, contra el alambrado, el Gallego Menéndez plantó dos hileras de caña de maíz. Cuando cosecha, el Gaita reparte choclos.

La plantación respeta la línea del óbol. Frente al maizal, los laterales del field se cierran con la hilera de transparentes que lindan con los fondos de la casa de Juan. Son tan tupidos que a su sombra hacen nido las gallinas del Gallego. Cuando hay huevos, se los alcanzamos. Es muy socialista todo.

Hace calor, me quito el buzo. Y con eso y una lata le hago un arco al botija. La pelota es de goma, colorada.

Pongo al botija en el arco.

Yo pateo los penales.

***

Estoy cargando un árbol. Es un sauce. Lo arrastro.

No es fácil meter un árbol de ramaje tupido adentro de una caja de zapatos. Las fotos viejas tienen poco verde. No hay árboles en color. Todo es gris, blanco, negro. Son fotos de antes. Yo ya soy de antes. Soy parte del universo de la caja de zapatos. Y trato de acomodarme lo mejor posible.

Por eso el sauce.

A veces hablo por el botija. Soy el botija.

Y mi hermano León va a la escuela de noche. De día trabaja con mi papá, en el taller. Son sastres.

Una vez vi —pero cuando yo ya era grande— que en su cuaderno de la escuela de noche él se ponía de nombre «Leonel».

¡Qué grande, la capucha!

El botija va para entreala izquierdo. Meta dribbling. Es zurdo. Cerrado.

***

Uno a veces tiene fantasías. Y hasta las fundamenta, por aquello de que «no hay tiento que no se rompa ni tiempo que no se acabe», lo que es el tal fundamento.

Y un día van a entrar y el supervisor va a decir «quítese la capucha» y ahí voy a comenzar una nueva vida.

—Ahora, si gusta, la puede criar como a un gato —dirá el superior antes de irse y dejarme ahí, contemplando mi nuevo mundo: la pared frontal descascarada, un ventanuco en lo alto, las laterales desnudas, mirándose entre sí, frente a frente, sin poder aproximarse. Estatuas de cal, frías, secas, mudas.

Han tenido la consideración de no quitármela ellos, porque ahí se me podía dar un desparramo de fotos y esquinas y milongas de barrio. La piba.

Me dijeron:

—Quítese la capucha.

Ahora la tengo en mis brazos. La trato con dulzura. Compañera. Entra a ronronear. Tengo el gato en mis brazos.

***

Gracias a Dios no se produjo el desparramo. «La imaginación pudo más que el realismo»: Kierkegaard. Y fue así que por esas gracias retuve algunos cachitos de vida que se podían haber desparramado. A saber: la milonga.

En la milonga arranqué de muchacho: matinés bailables del Club Tuyutí. Las pibas llegaban con la mamá o las tías, y los bacanes del barrio las relojeábamos soñando con que cualquier domingo de esos íbamos a tener el bigote crecido, que era el toque que nos faltaba para complementar el jopo a la gomina que en la peluquería Nuevo París, Carlitos, el Francés, elaboraba sobre nuestro cráneo los sábados al mediodía.

Primero nos daba la biaba con Glostora; tras cartón, el peinado total hacia atrás. Y finalmente, el sello de fábrica: doblaba varias veces el paño que nos ponía de babero mientras nos afeitaba en los días en que nuestra barba llegaba nomás a pelusa; una vez vuelto un rollo el babero, lo posaba con firmeza a mitad de cráneo, empujándolo lentamente hacia adelante, mientras se alzaba la masa planchada de pelo engominado. Y ahí, como el nacimiento de una isla en medio de un océano, se elevaba el jopo. Una erupción a punto de solidificarse, para impactar los domingos de tardecita en el patio del club, cercado de sillas donde se instalaban las madres superioras de ojo avizor custodiando a las pibas más lindas del barrio —liceal alguna, fabriqueras otra

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