La isla del día de antes

Umberto Eco

Fragmento

Índice

Cubierta

La isla del día antes

1. Daphne

2. De las Cosas de la Guerra en el Monferrato

3. El Serrallo de los Estupores

4. La Fortificación Demonstrada

5. El Laberinto del Mundo

6. Gran Arte de la Luz y de la Sombra

7. Pavane Lachryme

8. La Doctrina Curiosa de los Ingenios de aquel Tiempo

9. El Anteojo de Larga Vista Aristotélico

10. Geografía la más Curiosa

11. Arte de Prudencia

12. Las Pasiones del Alma

13. El Mapa de la Ternura

14. Discurso de Armas y Letras

15. Declaración y Uso del Reloj

16. Discurso sobre el Polvo de Simpatía

17. La Deseada Ciencia de las Longitudes

18. Curiosidades Inauditas

19. Espejo de Navegantes

20. Agudeza y Arte de Ingenio

21. Telluris Theoria Sacra

22. La Paloma Naranjada

23. Teatro de los Instrumentos y Figuras Mecánicas

24. Diálogo sobre los Sistemas del Mundo

25. Technica Curiosa

26. Declaración Magistral sobre los Emblemas

27. Los Secretos del Flujo y Reflujo del Mar

28. Origen de las Novelas

29. El Alma de Ferrante

30. De la Enfermedad de Amor o Melancolía Erótica

31. Idea de un Príncipe Político

32. Paraíso Cerrado para Muchos

33. Mundos Subterráneos

34. Monólogo sobre la Pluralidad de los Mundos

35. El Viaje Entretenido

36. La Eternidad Consejera

37. Ejercitaciones Paradójicas sobre cómo piensan las piedras

38. Sobre la Naturaleza y Lugar del Infierno

39. Itinerario Estático Celeste

40. Colophon

Nota de la traductora

Créditos

Notas

1

DAPHNE

Y con todo eso, me envanezco de mi humillación, y pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta.

De tal suerte, con impenitente conceptuosidad, Roberto de la Grive, presumiblemente entre julio y agosto de 1643.

¿Cuántos días llevaba vagando sobre las ondas, atado a una tabla, boca abajo de día para que el sol no le cegara, el cuello innaturalmente tendido para evitar beber, requemado por la espuma, ciertamente febricitante? Las cartas no lo dicen y dejan pensar en una eternidad, pero debe de haberse tratado de dos jornadas a lo más, si no, no habría sobrevivido bajo el azote de Febo (como figurativamente lamenta), él, tan enfermizo como se describe, animal noctívago por natural defecto.

No se hallaba en condiciones de llevar la cuenta del tiempo, mas me figuro que el mar habíase sosegado inmediatamente después de la borrasca que lo había arrojado del Amarilis y esa suerte de balsa que el marinero le había delineado a la medida habíale conducido, empujada por los alisios en un piélago sereno, durante una estación en la que al sur del ecuador hay un invierno de mucha templanza, a obra de algunas millas, hasta que las corrientes le habían allegado a la bahía.

Era de noche, se había adormecido, y no había dado en la cuenta de que se estaba acercando al navío hasta que, con un sobresalto, la tabla había chocado contra la proa del Daphne.

Y como —a la luz del plenilunio— había dado en la cuenta de que estaba flotando bajo un bauprés, al hilo de un castillo de proa del que colgaba una escala de cordel, no lejos del cable del ancla (¡la escala de Jacob, la habría llamado el padre Caspar!), habíanle vuelto en un instante todos los espíritus. Debe de haber sido la fuerza de la desesperación: calculó si tenía más aliento para gritar (pero la garganta era un fuego seco), o para desceñirse de las cuerdas que le habían rayado surcos lívidos, e intentar la ascensión. Creo que en esos instantes un moribundo se convierte en un Hércules que estrangula las serpientes en la cuna. Roberto se muestra confuso a la hora de registrar el acontecimiento, pero se ha de aceptar la idea, si al final estaba en el castillo de proa, que de alguna manera a aquella escala se había aferrado. Quizá subió poco a poco, exhausto a cada trecho, tiróse allende la batayola, arrastróse sobre las jarcias, encontró abierta la puerta del castillo... Y el instinto debe de haberle hecho tocar ese barril, a cuyo borde se izó para encontrar una taza atada a una cadenilla. Y bebió todo lo que pudo, derrumbándose luego harto, quizá en sentido pleno del término, pues esa agua debía de retener tantos insectos anegados que le era alimento y bebida juntos.

Debería de haber dormido veinte y cuatro horas; es un cálculo apropiado si es que se despertó de noche, pero como renacido. Con que, era de nuevo noche, y no todavía.

Él pensó que todavía era de noche, si no, a cabo de un día, alguien habría debido encontrarlo. La luz de la luna, penetrando desde la cubierta, iluminaba aquel lugar, que se daba a conocer como la cocinilla de a bordo, con su caldera péndula sobre el fogón.

El paraje tenía dos puertas, una hacia el bauprés, la otra a la puente. Y a la segunda habíase asomado, divisando como si fuera de día las amarras bien acomodadas, el cabestrante, los palos con las velas recogidas, pocos cañones en las portas y el contorno del alcázar. Había hecho ruido, pero no respondía alma viva. Se había asomado a las amuradas y a la derecha había divisado, a eso de una milla, el perfil de la Isla, con las palmas de la ribera agitadas por la brisa.

La tierra formaba como un seno orlado de arena que blanqueaba en la pálida oscuridad pero, como le acontece a todo náufrago, Roberto no podía decir si era isla o continente.

Había dado traspiés hasta la otra borda y había entrevisto —pero esta vez a lo lejos, casi al filo del horizonte— los picos de otro perfil, también él delimitado por dos promontorios. El resto, mar, como para hacer la impresión de que el navío hubiera dado fondo en una rada a la que habíase llegado pasando por un amplio canal que separaba las dos tierras. Roberto había decidido que, si no se trataba de dos islas, sin duda tratábase de una isla que miraba a una tierra más vasta. No creo que intentara otras hipótesis, visto que nunca había sabido de bahías tan amplias que hicieran la impresión en quien se encontrara en medio de estar ante dos tierras gemelas. Así, por ignorancia de continentes desmedidos, había dado en el blanco.

Un hermoso caso para un náufrago: con los pies en lugar sólido y tierra firme al alcance del brazo. Pero Roberto no sabía nadar, de ahí a poco habría descubiert

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