El día del ajuste

Chuck Palahniuk
Cameron Stewart

Fragmento

cap-0

La gente todavía habla de cierto buenazo. Un buen chaval, el típico que te encuentras en todos los grupos. El típico monaguillo, la mascota del profe, que entró en la comisaría del distrito Southeast, mirando a un lado y al otro, susurrando con una mano ahuecada delante de la boca. Ya era noche cerrada, medianoche cerrada, cuando el chaval entró con la capucha puesta, cabizbajo y llevando gafas de sol, nada menos. No era ningún Stevie Wonder. No llevaba bastón blanco ni perro. Preguntó por lo bajinis si podía hablar con el responsable. Se lo preguntó al sargento de guardia.

—Quiero denunciar un crimen que va a pasar —le susurró.

—¿Tienes documento de identidad? —le preguntó el sargento de guardia.

Gorra de béisbol con la visera calada, la capucha puesta por encima de la gorra. Con solo la nariz y la boca a la vista, aquel aguafiestas, aquel ciudadano modélico, con manchas oscuras de sudor en la espalda de la sudadera, fue y dijo:

—A usted no pienso decirle nada, ¿vale? —Negó con la cabeza—. Y en público, menos.

De forma que el sargento de guardia llamó a alguien. Pulsó teatralmente un botón, levantó el auricular del teléfono y marcó unos números sin quitarle la vista de encima al chaval de las gafas; a continuación pidió que fuera al vestíbulo un detective para tomar una declaración. Sí, una posible denuncia. El sargento miró las manos del chaval, que no se veían porque las tenía metidas en los bolsillos de delante de la sudadera, mala señal. El sargento no dejaba de asentir con la cabeza. Señaló con el mentón y dijo:

—¿Te importa poner las manos donde pueda verlas?

El chaval obedeció pero empezó a apoyarse en un pie y en el otro, como si hiciera cien años que no se acordaba de ir a mear. Miraba nerviosamente alrededor, como si esperara que desde la calle fuera a entrar alguien detrás de él.

—No puedo estar aquí, me ve todo el mundo.

El chaval tenía los brazos pegados al cuerpo, pero de cintura para abajo no paraba de moverse, como si estuviera en Riverdance o como filmando una escena de porno, de esa forma en que los actores porno dejan quieto el brazo del lado de la cámara, echado hacia atrás, paralizado, mientras embisten con las caderas, como si ese brazo estuviera intentando poner pies en polvorosa, por un comprensible sentido de la humillación.

—Vacíate los bolsillos —le dijo el sargento de guardia. Y le hizo un gesto al buenazo en dirección a un túnel detector de metales, como los de los aeropuertos.

El boy scout se sacó la cartera y el teléfono y los puso en la bandeja de plástico. Después de vacilar un momento largo, se quitó las gafas de sol. La rutina habitual de los controles de seguridad de los aeropuertos. El chaval parpadeó nerviosamente. Ojos azules bajo unas cejas fruncidas de preocupación. Una mueca que algún día le provocaría arrugas.

En la comisaría se oyó un ruido, como un chasquido, como un disparo, como la detonación de una pistola pero con silenciador, o quizá llegara de fuera. El chico dio un brinco. Estaba claro que había sido un disparo.

—¿Vas colocado, chaval? —le dijo el detective.

El chaval puso una cara como si acabara de ver a quien no quería ver desnudo y en bicicleta desde detrás. La voz se le despeñó por un barranco, pasó de chillona a todo lo contrario, y dijo:

—¿Pueden devolverme mi cartera?

—Lo primero es lo primero —dijo el detective—. ¿Estás aquí por los asesinatos que se van a cometer?

—¿Ya están enterados? —dijo el chaval.

El detective le preguntó al chaval a quién más se lo había contado.

Y aquel útil miembro de la sociedad, aquel chaval, dijo:

—Solo a mis padres.

El detective le devolvió al chaval su cartera, las llaves, las gafas de sol y el teléfono, y le preguntó si podía llamar o mandar un mensaje de texto a sus padres para que acudieran a la comisaría, ya mismo.

El detective sonrió.

—Si tienes un momento, puedo contestar a todas las preguntas que tengas. —Señaló con la cabeza la cámara que había en el techo—. Pero aquí no.

El detective llevó a aquel chaval, al nuevo héroe de América, por un pasillo de cemento, por una escalera de incendios y a través de un par de puertas metálicas con letreros que decían: SOLO PERSONAL AUTORIZADO. Llevó al chico hasta otra puerta metálica. Metió la llave en la cerradura. Y la abrió de par en par.

Con un mensaje de texto, los padres del chaval le contestaron que estaban de camino para ayudarlo. Le escribieron que no tuviera miedo. Al otro lado de la puerta metálica estaba oscuro y olía mal. Apestaba a retrete embozado. El chaval siguió al detective. Sus padres le escribieron que estaban en el vestíbulo.

Y ahora viene lo mejor. El detective encendió las luces. El chivato, el soplón, vio un montón de ropa ensangrentada en medio de la sala. Luego vio las manos que asomaban de las mangas. No había más que ropa y zapatos y manos porque alguien había desfigurado las cabezas y las caras. Una voz procedente de otra sala, amortiguada por la distancia, dijo:

—El único rasgo que nos mantiene unidos es nuestro deseo de estar unidos…

Y entonces nuestro monaguillo se giró hacia el detective en busca de ayuda y no vio nada más que el cañón de la pistola apuntándole a quemarropa a la cara.

En cuanto el servicio de búsqueda se ha asegurado de que no hay tuberías ni cables eléctricos soterrados, Rufus da la orden de empezar a excavar. La gente de Alquileres Spencer’s le lleva la retroexcavadora, la que tiene la pala más grande.

La excavación ya está a medias cuando llega caminando tranquilamente por los campos de entrenamiento alguien demasiado mayor para ser estudiante. Un profesor. Un fisgón con pantalones de algodón de estampado hippy y cordón en la cintura. Con la inscripción «100 % feminista» estampada en la sudadera. Con algo enrollado y metido debajo del brazo. La típica barba gris y las típicas gafas. Cuando está lo bastante cerca para que lo oigan gritar, Barbagris alza el brazo para saludar. Y grita:

—¡Se ha levantado buen día!

Sí, y con coleta. Paseándose por el campo de fútbol. Calvo salvo por la coleta que le cuelga hasta media espalda. Y un pendiente centelleando bajo el sol. Un pendiente de diamante deslumbrante.

Las instrucciones especifican que hay que excavar un rectángulo de cien metros por diez. Cuatro metros de profundidad, con el fondo aplanado y cubierto de una capa de arcilla impermeable. Y encima de esa capa, una barrera compacta de láminas de polietileno para frenar las posibles filtraciones al nivel freático. La excavación está a una distancia mínima de ciento cincuenta metros de cualquier pozo de agua potable o curso fluvial abierto. Son las mismas especificaciones que están usando por todo el país, las mismas que valen cuando se construye una balsa de sedimentación junto a una fábrica, pero sin la capa endurecida de arcilla comprimida que requeriría normalmente la Agencia de Protección Medioambiental.

¿Qué lleva Barbagris enrollado debajo del brazo? Una colchoneta de yoga.

—¿Qué obras están realizando aquí, caballeros? —Un profesor universitario se aventura entre el proletariado.

—Mejoras del campus —dice Rufus. Quién sabe cómo consigue decirlo sin reírse, pero lue

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