La mansión. Tiempo de resurgir

Anne Jacobs

Fragmento

Kacpar

Kacpar

Primavera de 1995

¡Allí estaba! Enno Budde. Puntual como un reloj: las diez y media en punto. Dejó su Opel Corsa plateado en el aparcamiento para huéspedes junto a la nueva casa del inspector, a la que Jenny llamó con malicia «la nostálgica casucha de Simon». Permaneció un rato sentado en el coche para ordenar los papeles en su cartera.

Kacpar se levantó de su mesa de trabajo y se acercó a la ventana. Desde su piso de dos habitaciones en el ático de la mansión tenía una excelente vista sobre toda la propiedad, un plus inesperado de ese modesto alojamiento. Furioso, apoyó las manos en el alféizar, que seguía esperando la segunda capa de pintura, y observó cómo Enno Budde salía del coche muy despacio, con el gastado maletín marrón bajo el brazo izquierdo. El agente judicial de Waren era alto y flaco, caminaba encorvado, como si estuviera luchando contra el viento costero, y, cuando hablaba con la gente, siempre mostraba una compasiva sonrisa en la comisura de los labios. Una aparente solidaridad con los pobres diablos, que ahora debían pagar o sangrar. Enno Budde no tenía problemas en desangrar a su clientela.

Kacpar maldijo para sí. Estaba condenado a la imparcialidad. Franziska y Jenny habían rechazado su reiterada oferta para participar en el proyecto Hotel rural Dranitz: querían que quedase en familia.

—No, Kacpar. Ni hablar —había gritado Jenny dos días antes—. Entonces también habríamos podido admitir a Simon como socio.

La comparación le dolió. Simon Strassner era un buitre, un tipo sin escrúpulos para hacer dinero. Si hubieran admitido a Simon como socio, no habrían pasado ni tres meses antes de que se apropiara de toda la finca, junto con el parque y el lago.

Kacpar era exactamente lo contrario. Un tonto útil que desde hacía casi cinco años se encargaba de la planificación y la dirección de las obras por una cantidad irrisoria al mes. Había invertido sus conocimientos y su saber, su mano de obra y cinco años de su vida en ese proyecto, y ahora que estaban con el agua al cuello lo único que quería era echarles una mano con sus ahorros. Desde luego, con una garantía como socio, pensaba tener derecho a ello. Pero no: las señoras querían aguantar solas. Las Von Dranitz eran testarudas, pero eso siempre lo supo.

¿De qué les serviría cuando los bancos cerrasen el grifo y se subastase la finca? ¿Quién sería el primero en hacerse con ella? El señor Strassner, por supuesto. A Kacpar se le nublaba la vista solo de pensar que esa hermosa propiedad de ensueño, que bajo su dirección se había convertido durante los últimos años en una prometedora inversión, pudiera pertenecer en pocos meses a Simon Strassner. No podían llegar tan lejos. Ya era suficiente con que Simon les hubiese construido esa hortera casa de película delante de las narices y se presentase allí de vez en cuando para pasear con su hija y atiborrar a la pobre niña con golosinas.

Kacpar apartó sus opresivos pensamientos y alargó el cuello para ver mejor al agente. La avenida, en la que habían plantado plátanos hacía dos años, seguía bastante pelada; ojalá hubieran sobrevivido todos los árboles al invierno. Enno Budde llegó al patio, adoquinado y cercado por un muro bajo ornamental, y se dirigió directamente hacia la caballeriza de la derecha, donde Franziska y Walter Iversen se habían mudado hacía casi un año. En la casita de la izquierda, la que daba al parque y que tanto le habría gustado ocupar a Kacpar, vivía Jenny con su hija pequeña. La joven madre tenía prioridad, por lo que él había renunciado a ella y se había contentado con el ático a medio terminar. Ella ni siquiera le había preguntado lo que daba por supuesto.

Ya estaba con la pequeña en la guardería, donde echaba una mano por horas a su amiga Mücke y calmaba a los niños traviesos. Enno Budde lo sabía —en un pueblo como Dranitz y las poblaciones vecinas todos lo sabían todo—, por eso prefirió llamar a la puerta de Franziska Iversen, ya que allí tenía más posibilidades de encontrar a alguien.

Kacpar oyó ladrar a Falko, el pastor alemán: Franziska había abierto la puerta y probablemente invitó a Budde a pasar. Ahora, este le presentaría las facturas impagadas y las condiciones de pago fijadas en el juzgado. Y, por supuesto, ella nunca diría ni una sola palabra de lo que negociaban.

Resignado, sacudió la cabeza y suspiró. Ya no aguantaba en el piso, así que dejó los cálculos en los que trabajaba y decidió hacer una ronda de inspección por el restaurante, casi terminado. Estaba previsto celebrar la inauguración el Sábado Santo, que ese año caía a mediados de abril; el hotel debía abrir como muy tarde a principios de junio, en Pentecostés. El día anterior habían conectado los últimos aparatos en la cocina, lo que, como de costumbre, provocó cierta agitación cuando las tres grandes cocinas no se pudieron poner a plena potencia. Al parecer, la corriente de alta tensión no funcionaba bien; esperaban al electricista ese mismo día por la tarde, pero todavía estaba por ver si aparecería: era el tercer electricista que contrataban, los otros dos habían dejado de trabajar en la finca Dranitz por la manifiesta poca puntualidad en el pago por parte de la clienta. Era posible que el tercer electricista, que venía de Schwerin, se hubiera enterado. En ese caso sería difícil inaugurar en la fecha prevista, dado el poco tiempo que les quedaba hasta entonces.

Kacpar se puso deprisa una chaqueta y bajó las escaleras. En el ático, los escalones seguían sin estar terminados, llenos de restos de pintura y algunos incluso podridos y resquebrajados; debía tener cuidado con dónde ponía los pies. Más abajo habían hecho maravillas con la escalera en mal estado. Habían pulido la madera, recolocado algunas partes, restaurado el pasamanos y encerado todo a fondo. En el primer piso, donde Franziska y Walter Iversen vivieron durante un tiempo, habían construido ocho amplios dormitorios para huéspedes, todos con baño, además de otras tres habitaciones más pequeñas, que serían la lavandería, la sala de aparatos y la biblioteca. Todas estaban ya empapeladas, aunque en algunas faltaba aún el suelo y tampoco los baños estaban todavía acabados.

Los muebles serían «antiguos de verdad», y para ello habían llegado a un acuerdo con el anticuario holandés que tuvo un almacén en los locales de la antigua cooperativa de producción agrícola. Se había mudado a Neustrelitz, porque necesitaba más espacio. Allí estaban todos los hermosos y antiguos muebles que había comprado por muy poco dinero tras la Reunificación a los desprevenidos orientales y que mandaba restaurar para venderlos muy caros por todo el mundo.

Kacpar comprobó los grifos y las duchas en dos de los baños; funcionaban bien. El solador llevaba dos semanas sin trabajar. Kacpar supuso que su factura impagada estaba en la carpeta que Enno Budde le estaba mostrando a Franziska Iversen.

¡Era terrible que ahora, cuando estaban a punto de llegar a la meta, les viniesen con semejante tonterí

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