Bodas / El verano

Albert Camus

Fragmento

cap-2

Bodas en Tipasa

En primavera, Tipasa es habitada por los dioses y los dioses hablan en el sol y el olor de los ajenjos, el mar acorazado de plata, el cielo azul crudo, las ruinas cubiertas de flores y la luz que cae a grandes borbotones en las hacinas de piedra. A ciertas horas, la campiña bulle bajo el sol. Los ojos tratan en vano de asir otra cosa que las gotas de luz y de colores que tiemblan al borde de las pestañas. El olor voluminoso de las plantas aromáticas raspa la garganta y sofoca en el intenso calor. Apenas si puedo ver, al fondo del paisaje, la negra masa del Chenoua que hunde sus raíces en las colinas situadas alrededor del pueblo y, con un ritmo seguro y pesado, se pone en movimiento para ir a acuclillarse en el mar.

Llegamos por el pueblo que ya se abre sobre la bahía. Nos adentramos en un mundo amarillo y azul, donde nos acoge el suspiro odorífero y acre de la tierra estival de Argelia. Por todas partes las buganvillas rosadas sobrepasan los muros de las villas; en los jardines hay malvaviscos de un rojo todavía pálido, una profusión de rosas té espumosas como la crema y delicados setos de altos iris azules. Todas las piedras queman. A la hora en que bajamos del autobús color de ranúnculo, los carniceros hacen su ronda matinal en sus carros rojos y el timbre de sus bocinas llama a los habitantes.

A la izquierda del puerto, una escalinata de piedras secas lleva a las ruinas por entre lentiscos y retamas. El camino pasa frente a un pequeño faro y se interna luego en campo abierto. Ya al pie del faro, unas gruesas plantas grasas con flores violetas, amarillas y rojas descienden hacia las primeras rocas que el mar lame con un ruido de besos. De pie en el viento ligero, bajo el sol que nos calienta tan solo un lado del rostro, miramos la luz que desciende del cielo, el mar sin una arruga, y la sonrisa de sus dientes que relucen. Antes de entrar en el reino de las ruinas, somos, por última vez, espectadores.

Al cabo de unos pasos, los ajenjos nos sofocan. Su lana gris cubre las ruinas hasta perderse de vista. Su esencia fermenta bajo el calor, y de la tierra al sol asciende por toda la extensión del mundo un alcohol generoso que hace centellear el cielo. Marchamos al encuentro del amor y el deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se le pide a la grandeza. Salvo el sol, los besos y los perfumes silvestres, todo nos parece fútil. En cuanto a mí, solo busco estar a solas. A menudo he venido a este sitio con aquellos a quienes amo, y en sus rasgos leía la clara sonrisa que aquí adquiere el rostro del amor. A otros dejo el orden y la medida. El gran libertinaje de la naturaleza y del mar me acapara totalmente. En estos esponsales de las ruinas y de la primavera, las ruinas se han tornado piedras y, perdiendo la tersura impuesta por el hombre, han regresado a la naturaleza, que ha prodigado flores en el retorno de estas hijas pródigas. Entre las losas del foro, el heliotropo asoma su cabeza redonda y blanca, y los geranios rojos vierten su sangre sobre lo que fueron casas, templos y plazas públicas. A la manera de esos hombres a quienes mucha ciencia hizo volver a Dios, muchos años han hecho que retornen las ruinas a casa de su madre. Hoy, por fin, las abandona su pasado, y ya nada las distrae de esa fuerza profunda que las reintegra al centro de las cosas que caen.

¡Cuántas horas pasadas aplastando los ajenjos, acariciando las ruinas, tratando de acompasar mi respiración a los suspiros tumultuosos del mundo! Sumido en los salvajes olores y los conciertos de insectos soñolientos, abro los ojos y mi corazón a la grandeza insostenible de este cielo cargado de calor. No es tan fácil convertirse en lo que uno es, recuperar la profunda medida de sí mismo. Pero, mirando el sólido espinazo del Chenoua, mi corazón se apaciguaba en una extraña certidumbre. Aprendía a respirar, me integraba y me realizaba. Ascendía, una tras otra, colinas que me reservaban una recompensa distinta, como ese templo cuyas columnas miden el curso del sol y desde el cual se ve el pueblo entero con sus muros blancos y rosados y sus barandas verdes. Y también como esa basílica de la colina oriental que conservó sus muros y en torno a la cual, en un gran radio, se alinean los sarcófagos exhumados, la mayoría apenas surgidos de la tierra de la que todavía participan. Contuvieron cadáveres; por el momento, brotan de ellos salvias y alelíes. La basílica Sainte-Salsa es cristiana, pero, cada vez que se mira por una grieta, la melodía del mundo llega hasta nosotros: ribazos plantados de pinos y cipreses, o bien el mar que hace rodar sus perros blancos a una veintena de metros. La colina que soporta a Sainte-Salsa es plana en su cima y el viento sopla más ampliamente a través de los pórticos. Bajo el sol matinal, una gran dicha se mece en el espacio.

Bien pobres son aquellos que necesitan mitos. Aquí los dioses sirven de lecho o de hito al curso de los días. Describo y digo: «He aquí esto que es rojo, que es azul, que es verde. Estos son el mar, la montaña, las flores». Y ¿qué necesidad tengo de hablar de Dionisos para decir que me gusta aplastar bajo mis narices los frutos del lentisco? ¿Fue, en verdad, dedicado a Deméter ese antiguo himno que más tarde recordaré sin esfuerzo: «Dichoso aquel entre los vivos de la tierra que vio estas cosas»? Ver, y ver sobre esta tierra, ¿cómo olvidar la lección? En los misterios de Eleusis, bastaba contemplar. Aquí mismo, sé que nunca me aproximaré suficientemente al mundo. Necesito estar desnudo y hundirme luego en el mar, perfumado todavía por las esencias de la tierra, lavarlas en él y atar sobre mi piel el abrazo por el cual suspiran, labio a labio desde hace tanto tiempo, la tierra y el mar. Inmerso en el agua, sobrevienen el escalofrío, la subida de una liga fría y opaca; la zambullida, luego, con el zumbido de los oídos, la nariz que moquea y la boca amarga —nadar: sacar del mar los brazos barnizados de agua para que se doren al sol y sumirlos de nuevo en una torsión de todos los músculos; el curso del agua sobre mi cuerpo, esa tumultuosa posesión de la onda por mis piernas— y la ausencia de horizonte. En la playa, es la caída sobre la arena, abandonado al mundo, de vuelta a mi peso de carne y huesos, embrutecido de sol, mirando, de vez en cuando, mis brazos en donde las charcas de piel seca descubren, al deslizarse el agua, el vello rubio y el polvillo de sal.

Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin medida. Solo hay un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar. Dentro de un momento, cuando me eche entre los ajenjos para que su perfume penetre en mi cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de realizar una verdad que es la del sol y que será también la de mi muerte. En cierto sentido, es mi vida lo que me juego aquí, una vida con sabor a piedra caliente, llena de los suspiros del mar y las cigarras que comienzan a cantar ahora. La brisa es fresca, y el cielo, azul. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella libremente, pues me ofrece el orgullo de mi condición humana. Sin embargo, me han dicho a menudo que no hay de qué gloriarse. Sí, hay de qué: este sol, este mar, mi corazón que brinca de juventud, mi cuerpo con sabor a sal, este inmenso decorado en el que la ternura y la gloria se dan cita en el amarillo y el azul. A conquistar esto debo aplicar mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja intacto, no abando

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