Fantasmas en el balcón

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

Título

SURCANDO LA NOCHE

¿Recuerdan eso, cabrones

—Lo recuerdan?

—¿Pueden ver otra vez con sus ojos

—Cerrados por el tiempo

—Aquellas cosas perdidas,

—Veladas pero radiantes,

—Guardadas

—Mejoradas

—Por el tiempo?

(“Fantasmas en el balcón”)

Quedaron de verse en la Plaza Garibaldi, temprano, para tomar unos tequilas y timar a unos mariachis y a unos tríos con el truco de que les cantaran una canción de prueba. Caminarían después a la función de box, en la Arena Coliseo, que quedaba a cinco calles, en el número 77 de las calles del Perú. No había luces entonces en las calles de la ciudad, eran tan oscuras como antes de la luz, salvo en la Plaza Garibaldi donde todo brillaba, en especial el Tenampa, de inefectiva etimología, pues quería decir lugar amurallado, pero era un lugar abierto, lo mismo que la plaza toda, a la que acudían las familias, los amantes, los turistas y los borrachos de la ciudad a beber y a cantar con mariachis y con tríos. Los mariachis eran barrigones, pero usaban ceñidos atuendos de charro. Los tríos estilaban bigotillos finos, corbatas luidas, trajes de solapas anchas. Mariachis y tríos deambulaban por el lugar, cantando entre los parroquianos para que éstos les pidieran una canción o dos, o una tanda de canciones pagadas, cosa que sucedía normalmente cuando había al menos dos borrachos en la mesa, aunque a veces con uno bastaba. Los borrachos pedían que les cantaran como propias de sus recuerdos las canciones que acababan de oír ahí mismo, mientras chupaban. A los mariachis y a los tríos se les podía pedir de muestra una canción, sin pago, y eran tantos mariachis y tantos tríos que uno podía pedir canciones sin pagar durante mucho rato.

Los hijos de la casa de huéspedes que son los héroes de esta historia sabían esto y tenían probado un itinerario sabatino que consistía en ir primero a los mariachis y a los tríos, seguros de que podrían cantar y beber lo más gratis posible, sobre todo si llevaban su pachita clandestina de ron para timar a los meseros pidiéndoles cualquier trago, que rellenaban luego con su alcohol secreto durante las dos horas que pasaban ahí, haciendo tiempo para irse al box y cumplir su noche de tragos y madrazos, materias idiosincráticas de la ciudad de aquellos tiempos, anteriores al Terremoto.

Quizá convenga decir desde ahora que cuando el autor omnisciente de esta historia habla de la ciudad anterior al Terremoto, no se refiere al terremoto que tiró la columna de la independencia de la ciudad en 1957, ni a la matanza que terminó un movimiento estudiantil de la ciudad en 1968, ni al terremoto ampliado que según cifras oficiales mató a diez mil habitantes de la ciudad en 1985. El autor omnisciente se refiere con esa discutible muletilla al terremoto sin año fijo que es el paso del tiempo, el terremoto demorado y súbito que consiste en despertar un día con la iluminación primera de que la vida se ha ido y no volverá.

Aquel sábado de fiesta anterior al Terremoto, los personajes de esta antigua y juvenil historia tenían dinero que gastar, suficiente para estar seguros de bolsillo y portarse como ricos, es decir, como avaros.

El conducente Morales había cobrado su sueldo de inspector de lecherías del gobierno. El deiforme Gamiochipi había recibido de su madre y sus hermanas el giro mensual para pagar la pensión de la casa. El criminoso Changoleón era especialista en tener siempre un dinero inexplicado en el bolsillo. El reflexivo Alatriste había cobrado la segunda de las quince colaboraciones enviadas al diario de izquierdas donde publicaba, un diario financiado por un gobierno al que el diario consideraba de derecha. El libresco Lezama había escrito y cobrado un ensayo mercenario sobre La Regenta para una señora rica que tomaba clases particulares de literatura. El elocuente Cachorro, que vendía medicinas en los consultorios privados de la ciudad, había recibido sus comisiones del mes. Eran, pues, como se ha dicho, ricos de solemnidad, y estaban dispuestos a demostrarlo gastando lo menos posible. El Cachorro había comprado las botellas de ron Bacardí que la casa había bebido el viernes anterior, por la noche, hasta bien entrado el sábado en que estamos. Al despertar de aquellas botellas, por la tarde del sábado en que estamos, el Cachorro tenía todavía un dinero sobrante, suficiente para convocar a la tribu a la escapada a Garibaldi y luego a la Arena Coliseo, pues había comprado para la función de aquella noche los dos boletos de ringside que agitaba en sus manos desde la noche previa. Todos sabían, porque lo habían hecho otras veces, que el inicio de la noche en Garibaldi, seguido por el encierro en la Arena Coliseo, era sólo el principio de la odisea nocturna que buscaban, pues al salir del box estarían todos razonablemente borrachos, con los oídos abiertos al llamado de la ciudad, como si acabaran de entrar en ella y quisieran dar un rodeo por sus modestos misterios.

Llegaron al Tenampa poco antes del anochecer. El embustero Changoleón desplegó entonces uno de sus números favoritos, cuya ejecución aquella noche habría de costarles a los hijos de la casa no volver por mucho tiempo a Garibaldi. Y fue que pidió al elocuente Cachorro que le preguntara al mesero si sabía quién era él, Changoleón, como sugiriendo, desde la pregunta, que Changoleón era una cosa distinta de lo que parecía, alguien especial, alguien quizá no fácil de reconocer al primer golpe de vista, pero alguien cuya presencia, de ser reconocida, cambiaría las reglas del juego y del trato en que estaban.

—No empieces, pinche Chango —se adelantó el luminoso Gamiochipi, que conocía muy bien el truco y sus complicadas consecuencias—. No empieces, cabrón.

Pero el facundo Cachorro asintió al juego de Changoleón y le preguntó al mesero, con su redondo acento yucateco, que decía a cabalidad cada palabra:

—Piense usted bien, joven rastacuero. Mire bien a nuestro amigo. Usted sabe perfectamente quién es. Mírelo bien, porque si se equivoca con su rostro puede usted estarse equivocando en su propina.

Propina nadie traía intenciones de dejar, pero lo único que había en la cabeza de los meseros de Garibaldi en aquella ciudad desinteresada era la propina. Los meseros del Tenampa habían tenido propinas históricas en tiempos prehistóricos, cuyo recuerdo seguía rondando la cabeza del lugar. Por ejemplo, la legendaria propina de una noche en que habían ido al Tenampa Jorge Negrete y María Félix, con el futuro marido de María, un rico francés, quien había dejado sobre la mesa trescientos cuarenta dólares de propina, en novísimos, intocados, restallantes billetes de veinte dólares.

Oh, los billetes de veinte dólares.

El mesero miró al relajado Changoleón, quien lo miraba a su vez, risueño, reclinado en su silla, a través de sus pestañas largas y lacias, pestañas de aguacero como se decía entonces, tras de las cuales ardían unas córneas negras que el alcoh

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