Matrioshka

Helena Corbellini

Fragmento

Prefacio de la autora

Las hermanas Verónica y Josefina Sáenz crecieron en la envidia. Pese al amor metódico de sus progenitores, con el transcurso del tiempo su feroz confrontación incluyó un crimen. Estos hechos perturbaron la paz de las familias honorables de Malángel, acostumbradas a barrer la mugre bajo la alfombra. Pero en verdad, esa ha sido siempre tierra de delitos, de promesas y de contrabando, que comenzó con el tráfico de yerba mate y hoy resplandece por los brillos de la cocaína.

Esas dos hermanas fueron, cada una a su modo, mis amigas en la infancia. También somos primas en tercer grado, ya que mi bisabuelo materno, Dionisio Troche, era primo del suyo, Vicente Sáenz. Juntos hicieron negocios y juntos se fundieron. Como ocurría entonces, tuvieron muchos hijos y la progenie se desparramó por el litoral. Con el dinero que quedó, los descendientes procuraron asistir a la universidad para abrirse camino y preservar el buen nombre. Nuestros padres nos criaron bajo el lema: «Dinero no te voy a dejar. Tendrás que estudiar para tener un futuro».

Así, entre avances y tropiezos, vinieron al mundo las siguientes generaciones. Verónica es una pianista sensitiva y algo melancólica. Para ver su luz, hay que oírla tocar. Josefina atiende su casa con decoro, también traduce y enseña francés. La insatisfacción la impulsa. Cuando comencé a escribir este libro, me interesaba particularmente Josefina Sáenz. Tanto los seres mustios como los enardecidos atrapan mi atención, y Josefina reúne ambas condiciones.

Un atardecer sin nostalgia, me crucé con ella caminando por la costanera Solís. Las palmeras plantadas por la última alcaldía han crecido y le dan a nuestra pequeña ciudad un rasguño de paisaje tropical. Si yo no la hubiese llamado, Josefina hubiera pasado a mi lado sin verme, tan absorta iba en sus pensamientos y murmullos. Pareció salir de un ensueño. «Ah, sos vos. Nunca pensé encontrarte por acá», y al decir acá abrió el brazo derecho trazando medio círculo del horizonte.

—Yo siempre vuelvo. Malángel es mi pueblo —le dije.

Josefina, impaciente, contestó:

—Si yo pudiera, me iría para siempre. Me quedo por mi madre. ¿Te enteraste de lo que hizo Verónica?

La acompañé hasta el fin de la costanera, donde los jardines de la urbanización La Hermosura se esconden tras altos vallados y cámaras de vigilancia. Desembocamos en una calle sin salida. Me señaló su casa: «Pasá, Helena. Así te sigo contando». Accedí. Estuve esa tarde y las siguientes, porque su relato requería tiempo. Por las tardes la escuchaba y por las mañanas yo escribía aquella historia de deseos rotos. En medio de la tarea, me embargó la angustia. Es una rata agazapada en mí y cada tanto levanta el hocico y enseña rabiosa sus dientes.

Entonces acudí a los cuadernos de Verónica Sáenz. Necesitaba oír a la otra hermana, tan distinta. El primer cuaderno me lo había dado unos años atrás, cuando los visité a ella y a su marido por última vez. Se iban del país. Los hallé desmontando la casa. Todo estaba en desorden, solo el Steinway reposaba impertérrito en medio del salón. Aquel mediodía Verónica habló de un futuro sacudido por la felicidad, solamente perturbado por la pena de alejarse de su madre anciana. «Pero acá también viven mis hermanos, pueden cuidar de ella». Esto lo dijo más para sí misma que para mí. Luego formuló un pedido. «Es importante. Llevo un diario para compensar las horas que no dedico más al piano. Tengo artrosis, ¿sabés? Descubrí que me es más fácil usar el lápiz que apretar un re bemol. Menos doloroso. También descubrí que me gusta escribir: es otro modo de aferrar el tiempo. El tiempo es un ladrón fugitivo. Me pregunto si vos sos escritora para eso, para agarrar el tiempo».

—Es posible.

Hizo una pausa, suspiró, fue adentro y volvió con un cuaderno de tapas rojas.

—Quiero que lo leas y me digas si tiene algún valor. Te pido un veredicto implacable. —Le prometí decir la verdad porque me aburre mentir.

Cumplí mi promesa y ella me fue enviando por correo los cuadernos que terminaba. En total son ocho: dos de tapas rojas, dos amarillos, dos azules y dos negros. Supongo que también los colores significan algo. Busqué aquellas entradas de los diarios de Verónica que trataban el asunto de la madre y, tras releerlas, consideré que era justo sumarlas al relato de Josefina.

El resultado está aquí. Ambas hermanas Sáenz confluyen su destino en este libro que ofrezco a la intrépida lectora, al osado lector.

1. La hija de Pasífae

(Cuaderno amarillo de Verónica Sáenz)

Guíxols, lunes 18 de mayo

Yo estaba dentro de lo que sigo llamando «mi casa», pero era la casa de mis padres. Esa casa de la infancia ha quedado fija en mi memoria como la Casa. Ha de ser la Casa Primordial, donde todo empezó. Allí dentro de la Casa Primordial yo discutía con mi madre. Sería más preciso decir que discutía, por una parte, con mi madre y, por otra, con mi padre, pero hacia ella sentía un gran disgusto. Quise llevarme el piano, no lo hallé en el salón. Me dirigí a las otras habitaciones, tampoco estaba allí. En el pasadizo, una figura alta y pétrea me impidió avanzar. Di media vuelta, otra sombra surgió delante de mí. Mis hermanos me cercaban, ya no eran dos, eran más, no sé cuántos. Me cercaban y yo quería alejarme, despegarme de sus presencias. Quería salir del lugar, pero me resultaba imposible. Las figuras se movían como sombras; sin embargo, el ruido era intenso. En un gesto desesperado, saqué una gran caja de cerillas del bolsillo. Eran cerillas largas, de madera. Hice restallar una contra el fósforo de la caja. Ardió y la lancé hacia todo lo que se movía y sonaba en la Casa. De aquel único gesto surgieron llamas enormes. En segundos, la Casa ardía y yo contemplaba el incendio desde afuera.

Me desperté terriblemente angustiada. Para aliviarme, pensé en los paisajes que me hacen feliz. Busqué en mi memoria y encontré el movimiento de las arenas del Sahara y el camello que yo montaba trepando lentamente una duna. Recordé el turbante naranja que me envolvía la cabeza y el cuello, y los lentes de sol que me protegían del viento incesante del desierto. Volví a dormirme.

Estábamos en casa de Laflores y Alberto en San Felipe y Santiago. Nuestros hijos eran chiquitos y se amontonaban. Aquel bullicio infantil se deslizaba en los oídos como la arena a través del cristal del reloj. Deseaba que aquell

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