La última fuga

Fragmento

La última fuga

Prólogo

Wild horses y hombres nuevos

Por Gerardo Grieco

Filomena fue la persona más ética y principista que conocí. Principista casi hasta la ingenuidad. Filomena fue mi tía favorita, y este libro presenta la historia novelada de su familia, de mi familia.

En 1972 yo tenía siete años, y de aquel verano me quedó grabada una imagen muy viva de Horacio, el hijo de Filomena y Carlos, mientras conversaba con Rosario y Daniel. Ellos eran un poco mayores que el resto de nosotros: primos y primas con quienes nos veíamos los fines de semana. En ese entonces, Horacio tenía dieciocho años. Me acuerdo de que estábamos en el jardín de la casa de mi abuela, y yo los espiaba, pero hacía de cuenta que seguía jugando. Horacio tenía una presencia linda, esa belleza de la juventud, desbordante. Este es mi último recuerdo de él.

Algunos años después, un día en 1979, me puse a revolver cajas y cajones que había en las estanterías del viejo taller de corbatas de mi abuela. Ya hacía años que no se utilizaba para la confección, y mi tío Antonio lo usaba a veces de depósito y a veces como cuarto de reparación, cuando algo dejaba de funcionar. Allí había algunas cajas con prendas antiguas —había telas de corbatas, algunas corbatas que servían para jugar— y otras que almacenaban de todo, eso que se va guardando y que nunca, después, cuando alguien lo requiere, se encuentra. En una de las cajas con libros descubrí, muy envueltos en una bolsa de nylon, varios vinilos. Eran siete discos: dos de Los Beatles, Abbey Road y creo que el otro era Let It Be, uno de los Rolling Stones, Sticky Fingers, otro de Los Olimareños, Cielo del 69, y los últimos que vi: Canta Zitarrosa, de Alfredo Zitarrosa, y Canciones para el hombre nuevo y Canciones chuecas, de Daniel Viglietti. En uno de ellos, en la esquina y con letras mayúsculas, decía HORACIO.

Hasta ese momento, la música que yo más conocía era la de los tres discos de Ton Ton, los únicos que tenía. Ton Ton era una discoteca de la época y hacía una selección de canciones que en el liceo eran populares… no teníamos otra cosa. Recuerdo que aquel día me llevé ese tesoro que había encontrado en el viejo taller, apretado debajo del brazo. Salí rápido para mi casa y, cuando llegué, puse los discos a todo volumen. ¡Pah! La cabeza me estalló en mil pedazos. Por un lado, sabía que eran de Horacio, y, por otro, esas canciones que jamás había escuchado abrieron ante mí un universo de maravillas.

Claro que mi tía Filomena fue una de las que más marcó mi vida. Ejerció una influencia enorme, porque era principista y buena hasta los huesos. Lo que pasó el 14 de abril del 72, la muerte de Horacio, atravesó a toda la familia. En casa no se hablaba del tema, tal vez por proteger a los niños. Se mantenía el silencio; al menos hasta ese día de los vinilos, siete años después, en que, al llegar, mi padre me gritó: «¿¡Qué hacés!? ¡Bajá ya el volumen que pueden escuchar los vecinos!». Y lo vi en sus ojos. Vi que el miedo brotaba y que revivió aquel 14 de abril una y otra vez. Sentí el frío que le corría por la espalda al escuchar esas canciones a todo volumen. El susto que se pegó, mientras yo estaba en otra dimensión. Transportada por esa música, mi alma viajaba entre wild horses y hombres nuevos.

Volví a ver a Filo y a Carlos al poco tiempo, esa vez en su casa en Buenos Aires. Ya adolescente, iba a visitarlos allá y me fascinaba el amor y la conversación de aquellos tíos. Tanto, que trataba de ir con cualquier excusa, como fuera. Me acuerdo de las largas charlas con Filo, hasta la madrugada. Ella era especial, escuchaba. Sí, escuchaba al adolescente con plena atención y hablaba de todo desde sus principios y razones éticas que ponía siempre por delante.

Tiempo después, ya cuando volvieron a Uruguay, las visitas a los tíos se hicieron más frecuentes. Una de las primeras fue para devolverles los siete discos de Horacio. Fue muy removedor.

Filo se enojaba cuando me iba, a veces ya muy entrada la noche, después de conversar seis o siete horas sin parar; a ella le parecía poco. Tenía siempre la aprehensión de atesorar esos momentos. Era, para ese entonces, definitivamente mi tía favorita, un ser que adoraba. Sus enojos siempre terminaban con la promesa de que la próxima vez yo iría con más tiempo.

Después, mucho después, les dejaba a mis trillizos en Punta del Este para poder descansar un poco. Almorzábamos juntos y nos veíamos en vacaciones y en visitas frecuentes. Fue en esos encuentros que Filo contó, en varias oportunidades, la compleja decisión que habían tomado con Carlos. Recuerdo esas conversaciones, ya más breves, difíciles. Al anunciar su plan, ellos cumplían con su obligación ética de enterarnos de su razonamiento y, al mismo tiempo, cada vez lo elaboraban más y más. Tal vez trataban de asimilar la decisión que habían tomado solo racionalmente.

Se cruzan en la vida muchas tempestades. Entre ellas, algunas con la imagen de mi padre tirado en la cama después del ACV, que nos revolcó de nuevo a todos en la familia, en especial a Filo y a Antonio. Y de recordar a mi padre en esa cama, pues sí pienso que sería mejor la posibilidad de encontrar una muerte digna, a decir de Filo, defensora de esa libertad.

Entre caballos salvajes y hombres y mujeres nuevos hay música, mucha música. ¿Y quién dice que la música no te cambia la vida? La música siempre viene así, de la mano de un ser querido e influyente, en un contexto de vida especial. Tan especial como que uno la deje entrar y fluir.

Esta historia novelada por Iván es una invitación a ponerse en la piel de aquellas vidas y nos obliga al ejercicio de la memoria, para que nunca más sucedan episodios como el del 14 abril de 1972, y, también, nos hace reflexionar sobre la suerte que tenemos todos los que no tuvimos dieciocho años en 1972 y sí los tuvimos después del 1985.

No maldigas del alma

que se ausenta

dejando la memoria del suicida

quién sabe qué oleajes,

qué tormentas

lo alejaron de las playas de la vida.

EDUARDO DARNAUCHANS

La última fuga

Antesala

Una caravana delirante pasaba por la ventana. Niños con túnicas blancas saludando, milicos armados hasta los dientes, políticos de tra

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