El tiempo es una gran mentira

Fragmento

El tiempo es una gran mentira

1

La mañana de aquel viernes de octubre de 1999 en que conocí a Matías Rojas había amanecido lluviosa en Puerto Conchillas. Recuerdo la fecha porque ese es el mes en que se suele conmemorar el nacimiento del pueblo. En 1999 Conchillas cumplía 112 años. Una enormidad para este lado del mundo. El festejo oficial sería igual al de todos los octubres. Asado con cuero en los jardines del Hotel Evans, al que algunos ya llamaban Hotel Conchillas. Cerrado hacía años, aún era el símbolo del pueblo y mantenía la majestuosidad de su construcción. Las columnas, el techo de chapa, los gruesos ladrillos de sus paredes, sus amplias puertas de madera. Verlo al llegar a Conchillas brindaba una cierta calma, la sensación de que todo estaba en su sitio. Al evento concurriría gran parte de los habitantes del pueblo a reafirmar las razones por las que ese era su lugar en el mundo. En aquel tiempo Pueblo Gil, poblado cercano por el que se pasaba antes de llegar a Conchillas, era considerado parte de esta. El pueblo se completaba con los habitantes de Puerto Conchillas, ubicado a seis kilómetros del centro. Los tres eran el mismo paraje, con costumbres y rutinas comunes a un pueblo del interior.

En ese viernes de octubre de 1999, el día en que conocí a Matías Rojas, desperté a las siete menos cuarto de la mañana, como era habitual. Le di de comer a mi perro. Desayuné sencillamente, tomé una ducha rápida y salí hacia la oficina. Llevé un impermeable y el paraguas más viejo, al que hay que enderezarle a mano los rayos bajo la tela para que detenga la lluvia. Casi no lo iba a necesitar. Arenera Andreoli queda a dos cuadras de mi casa. Nunca fui de tirar las cosas que todavía se pueden usar. Ese paraguas seguiría conmigo un buen tiempo.

Hay algunas rutinas del pensamiento que respeto en esos primeros momentos del día. Durante el desayuno, y antes de que el café me despeje, trato de reconstruir lo que recuerdo de los pedazos del sueño que todavía quedan perdidos en algún lugar de mi memoria. Todas las noches sueño, pero a veces la huella que queda ni siquiera llega a formar algo definido. Siento una gran frustración si no puedo recuperar alguna parte de la historia, alguna sensación de lo que viví mientras dormía. Es usual que mientras estoy en el baño algo del sueño aparezca. Funciona como una brisa indefinida que se corporiza en una imagen pasajera. De tal forma se bosqueja el comienzo de esa historia que supe crear con los ojos cerrados. Usualmente lleva a otro punto, como una especie de laberinto, y logra formar parte de lo que fue. Cuando no lo consigo, el día empieza con cierta frustración. Si el sueño fue tan fuerte que puedo reproducir su argumento, a veces pasa a ser una especie de tatuaje que se dibuja en la mañana hasta que llega la rutina y esta lo diluye hasta borrarlo.

Mientras duró mi relación con Lilián tenía una costumbre casi diaria. Nos levantábamos y en el desayuno intentaba desentrañar lo que había soñado. Hablarlo le daba otra visualización, ayudaba a terminar de darle forma. Hoy comprendo que esta operación era emocionante únicamente para mí. La cara de Lilián, al comienzo, y las discusiones en los últimos tiempos —en que cualquier motivo, palabra o acto servían para iniciar una pelea— me hicieron entender que esa práctica la aburría soberanamente y que era alguna de las muchas características que ya no soportaba de mí. A veces, para recordar viejos tiempos, lo hablo en voz alta con la única presencia de Morro. La cara indiferente del perro me hace pensar que solamente está a mi lado a la espera de algún pedazo de tostada, y me vuelve a recordar a Lilián. Ella aceptaba escucharme a la espera de que me callara y por no empezar una discusión.

La corta caminata a la empresa, como en esa mañana de lluvia, despejaba mi mente y la disponía a ingresar en la rutina del día, ajena al sueño de la noche anterior.

La señora Evans, mi secretaria, me saludó con su tradicional amabilidad inglesa, mientras llenaba el termo de agua para el mate. Llevaba su pollera gris como siempre impecable —lo que me hacía suponer que tenía varias iguales—, que terminaba debajo de las rodillas, la camisa blanca abotonada hasta el cuello y un saquito de lana celeste. Siempre se la veía con un aire de estar inmersa en algún pensamiento de otros tiempos, pero nunca distraída. Me llevo muy bien con la señora Evans.

Llegué a mi despacho y vi un cedulón del Juzgado sobre mi escritorio. La audiencia era para el viernes siguiente. Miré el papel con cierto disgusto mientras la señora Evans dejaba el termo sobre la mesa.

—Lo trajeron ayer de tarde, cuando usted no estaba.

Leí lo que decía la comunicación sin siquiera sentarme en mi silla. Una citación a conciliación.

—Hace un rato vino un joven —dijo la señora Evans mientras yo cebaba el primer mate.

El barco atracaría en el puerto a eso de las nueve y no recordaba que hubiera ningún problema con el flete. Faltaba una hora para que el cadete llegara a la oficina y ese rato que teníamos a solas con la señora Evans era algo que disfrutaba. Sabía que tenía más de 60 años, aunque nunca había revelado su edad. La discreción era uno de sus rasgos más notorios. Discreción británica. Tampoco hablaba de su marido, del que había enviudado un tiempo atrás. Desde ese día, el de su viudez, había cultivado una soledad casi perfecta y que parecía eterna. Alta, delgada, de pelo blanco recogido en un rodete, solía usar unos lentes de montura de carey marrón que se habían transformado en parte de su cara. Se decía que era pariente de don David Evans, un cocinero que trabajaba en un barco llamado Sophia que naufragó cerca de la costa de Conchillas.

David Evans fue el único sobreviviente. Para ganarse la vida abrió un pequeño comedor cerca del puerto. Pronto trabó relación con el empresario más importante del lugar, de apellido Walker, que explotaba una cantera para exportar piedra y arena a Buenos Aires. Walker era un tipo muy seco, antipático; todo lo contrario de Evans. El excocinero se hizo cargo de un edificio que la empresa tenía y que se transformó en un gran almacén: Casa Evans y Cía. La forma del techo está pensada para evitar la acumulación de nieve, lo cual resulta incomprensible si uno no tiene en cuenta que fue comprado en Inglaterra y armado en Conchillas. El crecimiento del comercio fue tal que en el pueblo se llegó a tener una moneda de curso legal, autorizada por el gobierno, que era la que se manejaba solo allí. Años después se construyó, a pocas cuadras del almacén, el hotel.

La señora Evans nunca verificó el parentesco. Cuando entré a la arenera me pareció que era parte del inventario de Arenera Andreoli. Una mujer que infundía confianza. Cada mañana, a las siete en punto, abría la oficina. A esa hora, cuando yo llegaba, compartíamos mate y silencio.

Mis pensamientos me devolvieron a la visita de aquel joven que ella me había mencionado.

—Son las siete y media. ¿A qué hora vino? ¿Tiene algo que ver con la audiencia?

—Es la primera vez que lo veo. Estaba

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