Un pianista de provincias

Ramiro Sanchiz

Fragmento

Un pianista de provincias

1

Una voz de mujer dijo que la tarde parecía la de un domingo, pero en el instante de mirar hacia atrás Federico pensó que no era una voz de verdad, un sonido con cuerpo, sino otro más de tantos ecos que traía el tiempo, voces ajadas y viejas. Después reparó en las doñas que conversaban a ambos lados de una reja, cada una en su jardín: pero si todas las tardes parecen de domingo ahora, y ambas rieron.

Era martes, en realidad, y ahí terminaba el pueblo. Las viejitas podrían ser fantasmas de un domingo eterno, pero todo lo que las rodeaba se doblaba ante el peso de su realidad hecha del calor del sol, la luz hinchada en la cara, los tonos anaranjados y olores a tilo, a hojas quemadas, leche hervida, tostadas y mermelada, una milonga tocada con un tempo de pacotilla y una voz tímida que quería cantar, más el golpe en el suelo de los zapatos y los gritos de entusiasmo de un montón de niñas y niños que jugaban a la pelota. Había sido fácil dar con la ubicación: estaban el edificio de ladrillo expuesto, la perpendicular a la avenida principal, las siete cuadras; un barrio apacible, de árboles grandes, sauces y eucaliptus, casas sin rejas y jardines amplios.

Y así Federico creyó que ya no vendrían a buscarlo. Guardó las manos en los bolsillos y se puso a mirar el edificio, ahora oscurecido o tiznado, que se paraba como una lápida al final del pueblo. Lo habían descrito bien: sin gracia y horrible, y por eso empezó a disfrutarlo. Se puso a imaginar la vida allí, las habitaciones hundidas y los pasillos vacíos; allí: las tardes que habían sido fijadas en el domingo o de vez en cuando una noche ocasional de viernes, cuando zumbaba energía en el aire, cuando la electricidad de las tormentas y la inminencia de algo maravilloso —un beso, alguien que reía— sonaban sobre el viento como una polonesa desde la banda sonora de una película grave y triste. Y las mañanas de los niños pequeños que bajaban con sus madres a jugar en el fondo, donde se mecían las hamacas, el subibaja y el tobogán, todo cercado por una reja apenas de la altura de una persona, pintada cuidadosamente con ese color que de todas formas le habría dado el óxido. Para Federico era fácil; siempre lo había sido, una empatía del paisaje, imaginar no solo estar allí, sino haber estado allí siempre: haber pasado la infancia, la adolescencia, haber levantado y socavado la rutina en ese recoveco de realidad. Bastaba un esfuerzo un poco mayor de concentración para imaginar el sol sobre el hormigón, el olor del pasto recién cortado, los juguetes de plástico que habían poblado su infancia, luchando entre las plantas. Y la tristeza, claro, pero eso a veces se demoraba un poco más en aparecer.

Esta vez lo que estaba más allá era el monte, sin embargo, como el alien invitado a la escena, y podía verse la entrada del camino, con las columnas y el arco. Eso no, pensó, eso no pertenece: parecía un collage de fotos viejas. Se lo habían contado en la cena, después de que las señoras y los promotores inagotables de la cultura insistieran en hacerlo hablar de su juventud, después de que Ramírez huyera antes de conocer el mejor restaurante del pueblo con una sonrisa cobarde, y le habían explicado que el monte era joven, de los primeros días de la maraña, porque antes allí solo había habido campo, granjitas y una estancia a lo lejos, y ahora quedaban el camino y las ruinas, una cosa hermosa de ver, aunque es una lástima que le hayan plantado ese edificio sin gracia y horrible, una locura, porque además no vive casi nadie ahí, qué desperdicio. Pero el bosque es una cosa hermosa de ver, repitieron, y se ofrecieron para acompañarlo al día siguiente, por la tarde mejor, porque para la poesía y la maraña esa era la hora correcta y eso no se discutía, él mismo se daría cuenta. Era una invitación cursi e incómoda, pero Federico jamás había aprendido a decir que no, de modo que, cuando le dijeron que más que llevarlo hasta allí lo esperarían donde terminaba el pueblo, no hizo otra cosa que asentir.

Al final apareció una de las mujeres, la más joven. María Fernanda era su nombre; se disculpó en nombre de los otros y Federico creyó entender que le habían hecho la invitación porque daban por sentado que no iba a aceptar.

—Pero a mí me gusta mucho venir acá —añadió ella como librándose de una carga—, y no vivo lejos.

—El hotel está acá nomás también; bah, a unas cuadras. En línea recta.

—Es que no es grande el pueblo; antes era un poco más, pero ahora.

Ahí terminaba la oración.

—Es por ahí, ¿no?

Era por ahí, sí, y en cuestión de minutos los dos caminaban entre los árboles como personajes de un cuento de hadas envejecido y gastado, rodeados por el olor de las hojas y la tierra fresca. La luz del día se había retirado y dejado en su lugar un fantasma, un halo plateado que rodeaba ramas y hojas, como si de pronto hubiesen pasado las horas y fuera la luna llena lo que iluminaba la noche.

El camino se ensanchaba y retraía, pero era fácil de seguir. Federico pensó que no podía haber otro lugar en el pueblo al que fueran las parejas jóvenes o los grupos de adolescentes, y se lo preguntó a María Fernanda, quien respondió que no, que la verdad allí no iba nadie, menos aun la muchachada, que prefería más bien juntarse en un baldío cerca del centro, donde había habido un teatro, demolido del todo después del derrumbe.

—O van a las afueras, pero las del otro lado, a la fábrica abandonada.

Federico imaginó el pueblo como una isla entre paisajes vagamente oníricos, descuidados, de una magia aburrida.

—No se oye un solo bicho. —Y de inmediato le respondió un grillo.

—Qué oportuno, ¿no?

—Bueno, yo quería decir animales grandes…

Qué estupidez, pensó.

Se quedaron un rato en silencio. Habían llegado a un tramo más ancho del camino, expandido de pronto como para dar lugar a una placita o una rotonda. Frente a ambos se levantaba una columna de alumbrado, altísima y verde.

—Qué raro esto, una luz acá.

—Esto era un parque cuando yo era chica. Pero después el pasto se fue comiendo todo. Algunas de las columnas se cayeron; esta justo quedó en medio del camino.

—¡Ah! Pero yo había entendido otra cosa, que acá había campo, granjas…

—No, lo que pasa es que los veteranos de la Cátedra se confunden. Con las chicas ya hace rato que no los corregimos cuando dicen estas cosas, así son los hombres con eso… Pero acá había un parque. Las granjitas estaban todavía más allá. Mire, acá lo más lindo.

Le señaló un camino borroneado, que divergía del principal a partir del ensanche o rotonda. El bosque era más espeso en esa dirección y la luz parecía atenuarse a la distancia.

—¿Se anima?

Había pasado hacía rato el momento de preguntarse a dónde lo estaba llevando esa mujer. Caminaron menos de veinte minutos, pero ya todo rastro del pueblo había desaparecido, como si el paseo por el bosque lo hubiese borrado de la historia

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