Limpio y frío. Muy frío. Así estaba el aire aquel día de septiembre. Los ocupantes de la casa de la colina, los que lograron sobrevivir, recuerdan tantos años después el aire diáfano que descendía de las montañas en algunos atardeceres. Llegaba junto con la quietud y el silencio de las últimas luces. La ubicación de la cabaña, sobre una de esas terrazas floridas que aún se conservan en El Ingenio, les permitía tales contemplaciones. Para ello disponían de un ventanal, el porche y un patio delantero con césped y unos arbustos a manera de seto. Desde ahí apreciaban los esplendores del Cajón del Maipo: la cordillera, adelante el valle y el río, a lo lejos la blanca cima de un volcán. Un aire purísimo, dice él. Lleno de brillos y cristales, agrega ella. Es una evocación compartida, una tristeza común ante la pérdida de un paisaje que acabó borrado para siempre hace medio siglo. Quienes lo mencionan no saben ni por qué lo hacen. Solo dicen que allí está, brillante y purísimo como las montañas, el recuerdo del aire en aquellos atardeceres.
Los vieron venir desde el pueblo por el camino del desfiladero, en la hondonada. Primero asomó un jeep con cuatro soldados. Pese a la distancia, desde la casa se podía distinguir con precisión cada detalle: los fusiles que erizaban las figuras de aquellos hombres, los cascos que coronaban sus cabezas, el escudo azul y rojo en el costado del vehículo, el polvo que se levantaba a su paso. Pensaron que debía ser una ilusión esa nitidez en las imágenes, pues la claridad ya menguaba. Después, con una especie de rugido apareció un camión que trepó la cuesta hasta mostrarse entero, imponente. Luego otro, y otro más. El que cerraba la columna llevaba de tiro una cureña, cargada con algo cubierto por una lona. Podía ser una pieza de artillería o municiones. O un féretro.
A lo lejos, las cajas de los camiones parecían mecerse con suavidad, como si fueran barcos que navegaban en el polvo. Pasaban sin prisa rumbo al sur. Transportaban tropas hacia alguna parte. Fusiles, ruido de motores, el ocaso. El jeep era el único vehículo de la caravana con los faros encendidos, unos focos que derramaban sobre la grava su luz mustia. El convoy siguió la marcha hasta perderse detrás de un cerro, por la desembocadura del río Yeso. Fue el miércoles 12 de septiembre de 1973, a la hora del crepúsculo.
Para los habitantes de la casa esa fue la primera estampa de algo que podía interpretarse como la guerra verdadera. A través de la radio estaban al tanto de los muertos en las calles, de los ametrallamientos y bombardeos, del toque de queda y la ley marcial. Pero recién allí, ante el paso lento de aquel destacamento, comprendieron que el final llegaba rápido, sin darles tiempo a preparar una retirada en orden, como debían hacerlo quienes se consideraban a sí mismos combatientes, integrantes de una milicia que acababa de ser vencida sin tener la oportunidad de luchar. Un par de semanas antes, en una reunión celebrada allí mismo, un dirigente tan exiliado como ellos les había advertido que a diario se fomentaba una gran inquina hacia los extranjeros, y que cuando estallara la revuelta la única salvación sería la resistencia.
El grupo era una escuadra desarmada, integrada por civiles del bando perdedor. Si los capturaban, era probable que terminaran frente a un pelotón de fusilamiento. Cinco hombres y dos mujeres, todos demasiado jóvenes y tiernos para esos rigores. Muchachos de ciudad, estudiantes de alma urbana que no conocían el terreno ni las usanzas del lugar ni sabían cómo encajar el peor de los infortunios: la derrota. El mismo día del golpe, tras enterarse del bombardeo a La Moneda, se descubrieron desnudos y a la intemperie. Nadie los ayudaría. Eran extranjeros en suelo enemigo.
Dos mujeres y cinco hombres que vivían clandestinos en Chile, a la espera de un milagro que los librara de esa trampa. Asumieron que los riesgos eran enormes, que la guerra había comenzado y que estaban indefensos, abandonados en tierra ocupada por tropas hostiles. No existía manera de organizar un repliegue que no se asemejara a una estampida, pero tampoco tenían hacia dónde huir, ni un lugar de refugio. Recorrer setenta kilómetros, meterse en Santiago y tratar de colarse en una embajada hubiera sido suicida o, en todo caso, una claudicación. Los documentos falsos que portaban eran de mala calidad y resultaba impensable tentar la salida por algún puesto de frontera. Tampoco podían permanecer ocultos en esa casa, pues sabían que en el regimiento cercano operaba un grupo de inteligencia del Ejército y que el lugar estaba marcado.
La encerrona los dejó sin opciones. Durante las siguientes jornadas observaron más camiones con soldados que pasaban una y otra vez por el camino, hacia un lado y hacia el otro, primero rumbo al sur y después de regreso a su base en el cuartel de Puente Alto. En la casa todos estaban crispados y al acecho, desbordados por la certeza de que tarde o temprano irían a buscarlos. Cualquier movimiento en el valle les resultaba amenazante, cualquier ruido lo percibían como sospechoso. Hasta el paisaje era visto con recelo porque imaginaban que, en alguna ladera de esas montañas, alguien podía estar cavando sus tumbas.
Un avioncito de fuselaje gris pasó en dirección a la frontera, y de noche oyeron un tiroteo distante. Por un momento pensaron que esa podía ser una buena señal. Especularon, se dieron ánimo unos a otros. Quisieron creer que no todo estaba perdido, que aún se combatía. Era fácil imaginar que en alguna parte se peleaba, aunque las noticias y el sentido común indicaran lo contrario. En todo el país la resistencia había sido insignificante y vana. La única posibilidad de zafar era irse, lanzarse a una expedición para huir de los militares, pero el territorio les imponía reglas durísimas: el amparo se hallaba del otro lado de la cordillera, y para alcanzarlo debían recorrer a pie cien kilómetros por las montañas hasta llegar a suelo argentino. Era eso o nada. Y eso era mejor que nada.
Al principio eran siete, pero luego fueron seis porque uno de ellos fue arrestado por una patrulla militar en Puente Alto. Entonces el mundo se les empequeñeció de pronto, se les hizo diminuto y los puso ante un dilema de hierro. Allí no había espacio para el miedo ni tiempo para la espera. Las noticias de la radio repetían que el palacio de La Moneda había sido demolido a bombazos, que Salvador Allende estaba muerto y que un general llamado Augusto Pinochet encabezaba el nuevo gobierno. Era evidente que la cacería iba a empezar en cualquier momento.
II
«El deber categórico de la gente sensata es poner fin al saqueo y al desorden, estimulados y amparados por el gobierno inepto o enloquecido que nos aplasta. Para llevar a cabo esta empresa política salvadora hay que renunciar a los partidos, a la mascarada electoral, a la propaganda mentirosa envenenada, y entregar a un corto número de militares escogidos la tarea de poner fin a la anarquía política».
EDITORIAL DEL DIARIO EL MERCURIO, 6 DE JULIO DE 1973
«Los trabajadores de todo el país se han organizado en los cordones industriales, comandos comunales, consejos campesinos, comités de defensa y vigilancia y otros organismos, que constituyen los gérmenes de un incipiente pero ya poderoso poder popular, y configuran una barricada inexpugnable ante cualquier tentativa insurreccional de la burguesía».
ARTÍCULO DE CARLOS ALTAMIRANO, CHILE HOY, 13 DE JULIO DE 1973
El helicóptero, operado por el Comando de Aviación del Ejército, fue despachado desde el aeródromo de Tobalaba, en La Reina, a las 14:00 del día 25, o quizá fue el 26 o el 27. El mes era septiembre, eso es seguro. Sin embargo, la fecha exacta se pierde en una maraña de órdenes de vuelo, turnos, misiones de vigilancia y traslados. Son papeles escritos a las apuradas, con abreviaturas indescifrables. De todas formas, es raro que se conozca con precisión la hora, pero no el día. Eso ocurre porque fueron confusos los testimonios de quienes estuvieron vinculados con aquella tragedia. Todos coincidieron en la hora del despegue, pero en el tribunal unos dijeron un día y otros dijeron otro. Hubo quien situó la fecha a comienzos de octubre o incluso en noviembre, lo que debe descartarse. Pudo haber sido el martes 25, el miércoles 26 o el jueves 27, siempre en septiembre. Ese es un dato firme: fue a fines de septiembre de 1973.
Se sabe con certeza que las condiciones meteorológicas en Santiago y sus alrededores eran óptimas, y que la resistencia armada al golpe de Estado había sido sofocada por completo. No había vientos fuertes ni tiradores emboscados. Eso permitió que el helicóptero realizara sin ningún recaudo especial el trayecto desde La Reina hasta Puente Alto, localidad ubicada al sur de la ciudad y considerada por los tácticos del Comando una mera extensión de la capital.
El aparato, un Huey como los de Vietnam, se posó diez minutos después en el regimiento de Ferrocarrileros de Puente Alto y quedó a la espera, con sus hélices girando a mínimas, listo para seguir hacia el sur en cuanto abordara la tropa. En esos días de tanto ajetreo, la cancha ubicada en el costado oriente del cuartel fue usada en numerosas ocasiones como pista alternativa para los helicópteros que rondaban por aquella zona. Artillados con ametralladoras Rheinmetall, de forma regular hacían vuelos a Buin, a Las Melosas, a la casa de piedra de Volpone. Muchos vecinos del pueblo han hablado de eso. Medio siglo después, todavía recuerdan el temor. También el ruido, y la polvareda cuando llegaban al campo y cuando se iban. Dicen que entraban y salían hasta con lluvia y cerrazón. Con el campo convertido en un barrial no había torbellinos de polvo, pero el ruido era más lacerante y los retumbos parecían taladrar el cielo encapotado.
Aún faltaban veinte años para que la expansión de Santiago absorbiera por completo a Puente Alto, que por ese tiempo era poco más que un pueblo de provincia. Construcciones bajas, calles arboladas, tres o cuatro edificios que se alzaban apenas unos pisos para quebrar aquel horizonte de aldea. Las montañas cercanas estaban presentes en el ánimo de todos, como si esos picos escarpados fueran el destino. A unas cuadras de la plaza principal, hacia el sur, se podía contemplar el impetuoso paso del río Maipo, que seguía entre espumas rumbo al Pacífico. Del otro lado, más allá de los rancheríos, los caminos de tierra y los viñedos, el desfiladero conocido como Cajón del Maipo se arrimaba a la cordillera infranqueable.
Esa tarde, en aquella primera escala subieron al helicóptero el teniente Gabriel Montero, un sargento de nombre Juan Urbina —que pertenecía a la sección de inteligencia del regimiento— y dos conscriptos que durante el juicio no fueron identificados. Sí se sabe que cada soldado llevaba un fusil FAL con varios cargadores suplementarios, que el sargento iba armado con un SIG 7.62 y que Montero, el jefe de la partida, portaba además su pistola de reglamento y el cuchillo corvo propio de los comandos, del que estaba orgulloso.
El teniente Montero tenía, a sus 23 años, una prometedora carrera por delante. No era un joven muy inteligente, pero hacía valer su físico privilegiado, y en la infantería eso contaba casi tanto como la falta de sesera: dos méritos apreciados por los mandos. De buena estatura, fortalecía sus músculos a diario, practicaba esquí con regularidad y había sido subcampeón del Ejército en pentatlón militar. Recibió entrenamiento como instructor de montaña en Tejas Verdes, y antes había estado en Fort Gulick, en la Escuela de las Américas. Tras su paso por Panamá realizó, con el patrocinio del Pentágono, una breve gira por otros países de Centroamérica y allí pudo confraternizar con jóvenes oficiales de la Guardia Nacional de Nicaragua y de los Ejércitos de Honduras y Guatemala.
Aunque en sentido estricto Montero no era un «boina negra», pues nunca cursó la escuela de paracaidistas y fuerzas especiales, él presumía de serlo y actuaba como tal. Además, solía usar una boina de color verde —que aún no estaba reglamentada— porque se especializaba en tácticas de montaña. La similitud de esos distintivos lo beneficiaba en igual medida que sus habilidades deportivas. En la adolescencia su ídolo favorito había sido el coronel de las Waffen-SS Otto Skorzeny, de quien quedó prendado al ver una fotografía de aquel rostro surcado por la cicatriz de un sablazo.
—Un hombre con esa cara no puede ser un cobarde.
Después, aunque fuera menos exótica —o tal vez por eso mismo— le resultó más fascinante la figura de un tipo de Miami llamado William Calley, un teniente que se hizo famoso tras pasar la guadaña en una aldea vietnamita llamada My Lai: quinientos cuatro muertos. Gracias a él, Montero se convirtió en un admirador de la cultura militar estadounidense.
En Chile las Fuerzas Armadas aún estaban imbuidas del viejo empaque prusiano, pero él trataba de actuar y lucirse como un graduado al mejor estilo de West Point. Las evaluaciones de la época, incorporadas a su currículo y finalmente anexadas al expediente penal con el sello de Documento Reservado, dejan constancia de que cuando se produjo el golpe de Estado era un oficial «atento, caballeroso, cuidadoso de sus deberes y un gran deportista». Siempre se mostró atraído por los avatares de la guerra en Vietnam. Por eso se entusiasmaba cada vez que debía subirse a un helicóptero.
En cierta ocasión, sin que viniera a cuento, ante el Tribunal de Apelaciones de San Miguel declaró lo siguiente: «La lucha contra los rojos en las selvas del sudeste asiático fue ejemplar en todo sentido». Eso lo dijo décadas después de la caída de Saigón, por lo que puede suponerse que nunca se enteró de lo ocurrido en aquella ciudad en abril de 1975. Sus lecturas juveniles se habían focalizado primero en libros de Salgari, en especial los de Sandokán, que le resultaban «fáciles y divertidos». Sin embargo, sus gustos cambiaron luego de leer Luchamos y perdimos. El nazi de la cara cortada le hizo ver la vida desde otro ángulo. Se pasó a ciertas obras de Jean Lartéguy y más tarde a los artículos del Reader’s Digest, revista de la cual llegó a ser coleccionista. Esos eran los pilares de su formación humanística.
Cuando en marzo de 2004 se le preguntó en sede judicial por la misión llevada a cabo en el Cajón del Maipo a fines de septiembre de 1973, Gabriel Montero tenía 58 años, ya estaba retirado como brigadier del Ejército y se consideraba a sí mismo un hombre exitoso, aunque le había faltado subir el último peldaño para llegar al generalato. Las sospechas en su contra lo acorralaban desde hacía tiempo, pero ante el magistrado se mostró altanero y muy seguro de sí. Con la edad y los ascensos había adquirido las ínfulas de un guerrero invicto. Esos humos los exhibía donde fuera, con un desparpajo que no era fruto de la soberbia sino de la ignorancia.
Previo a la audiencia, a modo de apunte autobiográfico Montero comentó que era un luchador por la libertad, y soltó una frase de matriz pinochetera: «Fui un soldado de la patria y eso me hace feliz». Luego, ya más formal, declaró ante la jueza subrogante Carmen Garay que «tras el pronunciamiento militar» había participado en una misión en el Cajón del Maipo que consistía en «detectar a personas sospechosas que estuvieran merodeando por los caminos que iban a la frontera».
Esa afirmación era inexacta. La misión asignada al teniente Montero a bordo del helicóptero en la tarde del 25, 26 o 27 de septiembre de 1973, tenía como objetivo específico interceptar y detener a dos jóvenes uruguayos que habían logrado escapar de las autoridades en un par de ocasiones. La primera vez fue en la madrugada del 21 de septiembre, cuando huyeron junto a cuatro de sus compañeros de la vivienda donde se alojaban, en un sector del Cajón del Maipo llamado El Ingenio, un área rural ubicada en las estribaciones andinas. Al llegar un pelotón de la infantería para registrar la casa, ellos ya no estaban.
—Se metieron en las montañas.
Pocos días después, una patrulla de carabineros integrada por diez efectivos, se acercó a media mañana hasta las ruinas de un campamento minero abandonado, en la desolada zona de Lo Valdés, ya en la cordillera. Iban con la orden de arrestar a unas personas que, al parecer, se dirigían a pie hacia la frontera.
Lo primero que vieron los carabineros fue una leve traza de humo. De todas formas, tuvieron que caminar dos kilómetros cuesta arriba porque había mucha nieve, el sendero tenía piedras sueltas y las camionetas en las que se trasladaban no contaban con la tracción necesaria para realizar esa parte del trayecto. Al mando iba un sargento llamado Ramón Miranda, quien le ordenó a uno de sus hombres que se quedara de guardia en el lugar. Luego marchó con el resto de la tropa hacia un galpón de madera que allí había, y procedió al arresto de cuatro personas.
Eran uruguayos, todos jóvenes. Estaban en buenas condiciones físicas, aunque muy sucios y desaliñados. Dos hombres y dos mujeres. Dijeron ser turistas que iban de paseo, que buscaban las termas. Los carabineros se echaron a reír. El sargento Miranda no les creyó porque, dijo, se veían demacrados y hambrientos. Uno de los arrestados se sobresaltó al escuchar la pregunta:
—¿Dónde está el rucio?
Pese a que el procedimiento se realizó sin inconvenientes, los agentes actuaron con malas artes. No esperaban encontrar mujeres allá arriba, así que cuando tuvieron a las dos uruguayas a su disposición, las llevaron aparte para manosearlas, mofarse de ellas e insultarlas. A los hombres los obligaron a tenderse boca abajo en la nieve. Al rato los hicieron incorporarse y les anunciaron que los iban a fusilar. Tras propinarles algunos golpes, los colocaron contra unas rocas. El sargento le dijo a uno de los suyos que era mejor matarlos de una vez. Los forzaron a quedar de cara a las rocas, sin poder ver nada de lo que ocurría alrededor. Pasaron unos minutos, hasta que se escuchó la voz de un carabinero y el ruido de las armas al ser montadas.
—Preparen.
Los dos jóvenes temblaban, con la vista clavada en las rocas. Iban a morir allí, en la cordillera, sin que nadie lo supiera nunca. Las mujeres estaban un poco alejadas, vigiladas por varios carabineros. Sin embargo, ellas también pudieron escuchar las órdenes dadas al pelotón de fusilamiento y el ruido de las armas. Los uruguayos sabían que, tras el golpe de Estado, los militares procedían a la ejecución inmediata de los extranjeros capturados. Al instante debieron comprender que ese era el final de la aventura.
—Apunten.
Uno de los uniformados se dedicó durante todo el rato a explorar con binoculares los cerros más cercanos, quizá para comprobar que no había nadie en los alrededores. Vistas a la distancia, algunas elevaciones mostraban terraplenes no demasiado abruptos en los que se distinguían huellas de animales en la nieve. Había laderas cubiertas con una vegetación rala. Otros cerros, por el contrario, eran agujas de piedra con escarpas cortadas a pique, que caían casi perpendiculares sobre el pequeño valle donde se hallaban las ruinas del campamento minero.
—¡Fuego!
Sonaron unos disparos que hicieron eco en las quebradas. Luego hubo un silencio más bien teatral y después alguien empezó con un carcajeo sofocado, una risa que parecía un rebuzno. Se trataba de una burla, pues ni siquiera eran esas las voces de mando estipuladas para los fusilamientos. Por fin, el sargento se recuperó de su ataque de risa y les dijo a los detenidos que eso había sido nada más que un simulacro y que por el momento iba a perdonarles la vida, aunque no lo merecieran.
—Por el momento—subrayó.
Ordenó a uno de sus hombres que apagara la fogata y se puso a registrar con más detalle las pertenencias de los capturados. Halló seis bultos, unos hatillos de pordiosero que pretendían ser mochilas. Contenían víveres y cacharros. Como los detenidos eran cuatro, el sargento preguntó dónde estaban los otros dos.
Los arrestados negaron que hubiera más personas en el grupo, lo que les valió una nueva ronda de golpes y amenazas. Luego esposaron a los cuatro y emprendieron el descenso hacia las camionetas. Cuando llegaron a los vehículos, el sargento Miranda informó por radio que había dos prófugos. Dijo que esos ya irían camino a Baños Colina, junto al límite fronterizo.
Una vez recibida en San José de Maipo, la información se transmitió a la jefatura policial, instalada en la comisaría 2.ª de Puente Alto, y de ahí al regimiento de Ferrocarrileros. Todo fue rápido. El dato proporcionado por los carabineros confirmó que se trataba del grupo de uruguayos que había huido unos días antes de El Ingenio. Los fugitivos eran seis, los apresados eran cuatro: faltaban dos. El teniente coronel Mateo Durruty, comandante del regimiento y gobernador militar de la provincia, consideró muy probable que fueran tupamaros, instructores de alguna de las escuelas de guerrillas que, decía él, operaban en esa parte de la cordillera. La respuesta debía ser inmediata.
El mayor Francisco Martínez Benavides, jefe de batallón y en los hechos segundo al mando del cuartel, se entusiasmó con las novedades, así que pidió autorización para disponer la persecución. Solicitó apoyo aéreo al comando de Tobalaba y ordenó que la compañía de ingenieros de montaña organizara una misión de búsqueda y captura. Se designó como encargado de conducirla al teniente Montero. Había que peinar la zona en helicóptero.
Tras levantar vuelo de Puente Alto, a las 14:20 del día 25, 26 o 27 de septiembre, el Huey se dirigió durante un par de kilómetros hacia el este, pasó sobre un caserío llamado La Obra, ubicado en la boca del Cajón del Maipo, y después torció al sur para seguir el curso del río y adentrarse en la cordillera. Las versiones sobre lo ocurrido a partir de ese momento difieren.
Se ha dicho que el teniente Montero pudo ver desde el aire, en unos roquedales ubicados cerca de El Volcán, a dos caminantes que intentaban ocultarse detrás de un arbolito, un lun ya añoso. De inmediato comprendió que se trataba de los uruguayos fugitivos. Ordenó que el aparato se posara en el valle, echó pie a tierra, desplegó a sus hombres y capturó a los prófugos. Otro relato indica que el personal del Ejército halló a esos muchachos por la zona de Lo Valdés, «en el camino de regreso, quebrados por el frío y el hambre». Agotados y con hipotermia, fueron presa fácil. Y la tercera versión, relatada por el propio Montero ante el juez en el año 2008, es que la misión encomendada era otra: ir en helicóptero hasta las cercanías de San Gabriel y revisar las hondonadas de la cordillera para capturar a «todos los que allí se encontraran». En esa misión, de acuerdo con lo que declaró, iba vestido de civil, llevaba su fusil desarmado en una mochila, estuvo todo el tiempo muerto de miedo y no logró detectar a nadie en las montañas.
No fue la única asignación de ese tipo encargada a Montero. Entre septiembre y octubre hizo por lo menos otros tres recorridos en la misma zona, como parte de las «misiones de vigilancia» del regimiento. En esas ocasiones también fue al mando de un grupo reducido de conscriptos, ya que el helicóptero permitía transportar hasta doce personas, sin contar la tripulación. Con facilidad podrían cargar a quienes fueran hechos prisioneros durante las operaciones, lo que según Montero nunca ocurrió.
Sin embargo, en los archivos del Ejército consta que el teniente recibió una felicitación reglamentaria, firmada por su jefe de batallón Martínez Benavides. La anotación dice que se dispuso felicitar al teniente Gabriel Bernardo Montero Uranga por ir al Cajón del Maipo «donde procedió a la eliminación de grupos de extremistas». No hay dos lecturas posibles de ese documento.
Durante las primeras semanas del gobierno de Pinochet, pese al revuelo imperante en las estructuras castrenses chilenas, muchos incidentes por mínimos que fueran quedaban asentados en algún papel. La práctica se abandonó prontamente, pero ese impulso notarial de los mandos acabó por ser, a la vuelta de los años, un conjunto de valiosas evidencias de aquel tiempo. Muchas acciones quedaron acreditadas allí, en formularios, planillas, evaluaciones y órdenes de servicio. Así pasó con Gabriel Montero, quien tres décadas después del episodio debió enfrentarse con un documento del Estado Mayor que contradecía su versión de lo ocurrido.
En su confortable retiro, desde el lustre que le otorgaban sus charreteras con cuatro estrellas y alamares bordados, el brigadier Montero jamás hubiera podido imaginar que aquel vuelo de su juventud, aquella redada a bordo de un helicóptero en septiembre de 1973, sería el comienzo de su desgracia. Esa sombra, agitada en un tribunal tantos años después, lo iba a perseguir sin tregua por el resto de sus días y sus noches. Le pisaría los talones hasta el último instante sin darle descanso ni permitirle un respiro, sería la mala sangre de su tormento hasta el mismísimo final, que llegó cuando ya estaba en presidio y el cáncer vaciaba su cuerpo a tarascones. Logró salir de la cárcel, pero fue para ir a morirse solo y en lo oscuro, entre tubos de oxígeno, mechas de drenaje, cables y sondas, en una cama del Hospital Militar de Santiago.
Tramitado en los tribunales de Chile durante quince años, en el expediente quedó probado que, cuando tuvieron lugar los hechos, el entonces teniente coronel Mateo Durruty era quien estaba al mando del regimiento de Ferrocarrileros de Puente Alto. El legajo tiene la carátula «Rol 2182-98. Episodio Uruguayos», y allí figuran los datos completos de ese oficial: Mateo Durruty Blanco, estudios superiores, coronel retirado del Ejército de Chile, exgobernador militar de Puente Alto, cédula de identidad 1.704.839-2, nacido en Santiago en 1929, casado, domiciliado en la comuna de Las Condes, Santiago.
Durante el juicio se acumularon, en varios tomos, 2636 páginas de declaraciones, pruebas, careos, testimonios y documentos oficiales, unos públicos, otros reservados y algunos caratulados como secretos. En esos mamotretos se detallan las circunstancias en las que fueron apresados varios jóvenes en un área de la cordillera de los Andes denominada Cajón del Maipo, a unos setenta kilómetros al sur de Santiago. Aunque la fecha no se ha podido establecer con precisión, casi todos los involucrados coincidieron en que fue a fines de septiembre de 1973, entre dos y tres semanas después del golpe de Estado.
La acusación señaló que, para esas fechas y en esa zona, en un operativo llevado a cabo por agentes locales de la Fuerza de Carabineros, se detuvo a cuatro ciudadanos uruguayos —dos hombres y dos mujeres—, quienes integraban una expedición que pretendía cruzar la frontera hacia Argentina a través de las montañas y que, en una acción similar realizada posteriormente por personal del Ejército, se arrestó a otros dos miembros del mismo grupo. Todos quedaron a disposición de efectivos militares en el regimiento de Ferrocarrileros. De esos seis detenidos, tres se encuentran desaparecidos.
Como correspondía, se establecieron los datos filiatorios de cada uno: Ariel Arcos Latorre, de estado civil soltero, nacido en el departamento de Rivera (Uruguay), con domicilio en su país en calle B esquina calle 17, balneario Las Toscas, departamento de Canelones, estudiante de Ingeniería y de ocupación mecánico, con 22 años en el momento de su arresto; Juan Antonio Povaschuk Galeazzo, de estado civil casado, nacido en el departamento de Montevideo (Uruguay), con domicilio en su país en calle Juan Arteaga 4017, departamento de Montevideo, estudiante de Ciencias Económicas y de ocupación fotógrafo, con 24 años en el momento de su arresto; y Enrique Julio Pagardoy Saquieres, de estado civil soltero, natural del departamento de Montevideo (Uruguay), con domicilio en su país en calle 18 entre calles 5 y 7, ciudad de Atlántida, departamento de Canelones, estudiante de Enseñanza Secundaria y de ocupación empleado, con 21 años en el momento de su arresto. Además, en el mismo documento judicial se consignó la identidad de los otros tres uruguayos detenidos durante esa misma operación, todos supérstites del episodio: Gonzalo Fernández, de 18 años, Socorro Crosa, de 21 y quien aquí se llamará Cristina Rosas, de 22. Se afirmaba en el sumario que los sobrevivientes, tras padecer vejámenes en el cuartel de Puente Alto, fueron trasladados al centro de detención establecido por las Fuerzas Armadas en el predio del estadio Nacional de Santiago, mientras que los tres desaparecidos habían quedado bajo custodia de las tropas del regimiento.
A los seis capturados se los conoció en su momento como «los uruguayos del Cajón del Maipo», aunque tal denominación debe considerarse fortuita. Para que esta historia cobre su verdadero sentido, a ese grupo habrá que agregarle otros tres integrantes, quienes fueron ignorados durante el proceso judicial. Uno de ellos, llamado Daniel Fernández, no participó de la expedición a la cordillera porque había sido detenido unas horas antes; otro era un rescatista de nombre Fernando Barreiro, que viajó desde Santiago hasta Puente Alto, entró al caserío de El Ingenio en pleno allanamiento, arriesgó su vida para proteger a los perseguidos y se salvó apenas de ser abatido por un francotirador; el tercero, quien llegó a la zona sin saber siquiera dónde se metía, era Fernando Mazzeo, un adolescente que buscaba refugio tras pasar dos meses escondido en una población próxima al aeropuerto de Pudahuel.
En 1973, después del golpe de Estado, los destinos de todos ellos se entrelazaron justo allí, al pie de esas montañas. Quien trenzaba el dogal era Mateo Durruty, el comandante de los soldados ferrocarrileros. En total, entonces, no fueron seis sino nueve los uruguayos del Cajón del Maipo. Y sus historias estarán para siempre unidas por el sello de aquella tragedia.
En la página 2283 del expediente, en la sentencia de primera instancia dictada el 10 de septiembre de 2012 por el magistrado Joaquín Billard, se puede leer que, transcurridas casi cuatro décadas de los hechos ventilados en el juicio, los ciudadanos uruguayos Ariel Arcos, Juan Povaschuk y Enrique Pagardoy continuaban desaparecidos. Dos años más tarde, el 23 de mayo de 2014, una sala de la Corte de Apelaciones de Santiago consignó de manera expresa que la situación se mantenía, y que Arcos, Povaschuk y Pagardoy estaban, a esa fecha, desaparecidos. Por último, la Corte Suprema de Chile dictaminó en la sentencia definitiva del caso, fechada el 13 de abril de 2015, que los delitos tipificados quedaban firmes en su comisión, de lo que se infiere que los tres seguían desaparecidos.
Al final de ese larguísimo juicio, tras los correspondientes recursos interpuestos y los requerimientos de nulidad tramitados ante la Corte Suprema, seis militares de alta graduación fueron hallados culpables y condenados por la desaparición de los tres uruguayos, ocurrida cuarenta y dos años antes. Las condenas recayeron en el principal inculpado, el coronel Mateo Durruty, y además en el general Francisco Martínez Benavides, los brigadieres Gabriel Montero y Lander Uriarte y los coroneles Moisés Retamal y Guillermo Vargas. Todos eran, cuando se produjeron las desapariciones, oficiales en activo del Ejército de Chile, y todos prestaban servicio en el regimiento de Puente Alto, cuyo comandante era Durruty.
Ninguno admitió su responsabilidad ni brindó pistas que pudieran llevar al tribunal a conocer los hechos en detalle. Por el contrario, una lectura minuciosa de los escritos presentados ante la justicia, y el repaso de las declaraciones y los careos a que fueron sometidos los reos, permite apreciar cómo Durruty intentó cargar la culpa en los demás acusados, y cómo los demás acusados se echaron las culpas unos a otros y también se las cargaron a Durruty porque, dijeron, él era el jefe. Todos abundaron en piruetas semánticas.
Como tenían cuentas pendientes en distintas sedes judiciales por delitos tales como homicidios, torturas y desapariciones, entre ellos hubo severos enfrentamientos. En uno de esos juicios, también por el delito de secuestro calificado, Durruty dijo que sus antiguos subalternos formaban «una tropa de desleales», y sus antiguos subordinados lo acusaron a él de haber sido el único responsable de «las decisiones más drásticas». Para remate, un día entró en escena el célebre general Manuel Contreras, exdirector de la DINA, quien no dudó en enfrentar a Durruty en el juzgado. Allí lo tildó de mentiroso y lo acusó de traidor.
Quizá Contreras, conocido en todo Chile por el apodo de «Mamo», ese día se había levantado con ganas de remover el tacho de excrementos que guardaba en el armario. Es probable que la carga judicial le pesara demasiado o simplemente no quería sobarle el lomo a zánganos como Durruty. Tampoco tenía ya nada para perder, y no le importaba lo que pensaran jueces, ministros, secretarios y presidentes. A todos los acusaba de apóstatas, les recriminaba flojeras, los llamaba prevaricadores. Ni Pinochet se salvaba de sus diatribas, las que supuraban rencor.
Con el tiempo, esa conducta se volvería más y más agresiva. Al final, con quinientos cuarenta y nueve años de cárcel por delante, más dos sentencias de cadena perpetua, el general Contreras emprendía excursiones al pasado para decir lo que se le antojaba, fueran verdades o mentiras. Tal vez la mente del Mamo había construido un túnel del tiempo para permitirse regresar triunfante al comienzo, al torbellino de los inicios y aun antes, a la vela de armas que precedió a su labor de matarife.
La telaraña de la conspiración contra Allende era densa, estaba bien armada y venía de lejos. Para mediados de 1973 ya era una malla de múltiples hilos locales y extranjeros, que convergían en un punto central: voltear al gobierno. Algunas hebras estaban a la vista, se aireaban en la prensa y en la televisión. Otras, en cambio, actuaban con sigilo.
El reporte de una conversación (código: MEMCON), cuyo autor y destinatario aparecen tachados por la censura previa a la desclasificación, da cuenta del diálogo sostenido entre un oficial de inteligencia de Estados Unidos que operaba en Chile, y alguien que no puede ser sino el teniente coronel Mateo Durruty, exenlace del Ejército con la Embajada norteamericana en Santiago. La charla, de apariencia anodina, tuvo lugar en el restaurante Portada Colonial, en la calle Merced, durante un almuerzo en el que solo participaron el «funcionario», que no se identifica en el texto —algunos entendidos suponen que era Jack Devine—, y el «invitado», que es como se designa, según todos los indicios, a Durruty.
La fecha de esa reunión también está tachada, aunque por lo conversado se deduce que fue a mediados de junio de 1973, unos tres meses antes del golpe de Estado y previo al alzamiento de Roberto Souper —un teniente coronel bastante salvaje que era hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de militares—, quien a fines de ese mismo mes fracasaría en el intento de voltear a Allende por su cuenta y meterse en el palacio de La Moneda con seis tanques y un puñado de soldados. Por cierto: uno de los que detuvo la revuelta fue Pinochet, quien para la ocasión se disfrazó de general Patton.
El reporte es insignificante desde el punto de vista político y tiene varias tachaduras, pero es muy prolijo en los detalles. El diálogo se reproduce a la usanza de esos documentos. Tras indicar que había pocas mesas ocupadas en el restaurante, y que el «invitado llegó a la cita vestido de civil y con puntualidad», el funcionario se pone a glosar aquella conversación. De esos apuntes surge con nitidez la preocupación que transmitió el agente por la amenaza que, dijo, representaban los «terroristas extranjeros en Chile».
Para el funcionario el motivo principal del encuentro parece haber sido apurar a su interlocutor, infundirle zozobra y, tal vez, sondear el ánimo imperante entre algunos oficiales con mando de tropa. Tras acomodarse «en un privado de la planta baja», el funcionario le comentó al invitado que (tachadura) estaban preocupados por la progresiva concentración de terroristas de otros países en Chile:
—Me han dicho que es un verdadero grupo de combate.
—Con esa gente no habrá contemplaciones —dijo el invitado—. Son un peligro, pero los vamos a eliminar enseguida. A ustedes no les quedará trabajo por hacer.
—Mis fuentes afirman que están ocultos en las montañas. También (tachadura) dice que hay cientos o tal vez miles.
—Los vamos a aplastar.
El funcionario insistió:
—(Dos líneas completas tachadas) están bien armados. No debería descartarse la posibilidad de que haya algunos asesores del Vietcong.
De acuerdo con el reporte, al llegar a este punto el invitado se puso algo nervioso («He altered a bit»), posiblemente por la perspectiva de tener que vérselas con los vietnamitas, y realizó una pregunta reveladora de su inquietud:
—¿Esos tipos tendrán artillería?
—No consta —respondió el funcionario—, pero parece lógico suponerlo. Yo diría que es una hipótesis probable. En cualquier caso, nosotros no podremos intervenir de manera directa. Usted lo sabe.
—No será necesario. Tengo a mi tropa ahí mismo. Nuestro (tachado) servirá para movilizarlas rápido. Tenemos cañones, morteros, ametralladoras. Mis oficiales están preparados.
—Hay rumores (tachado) prepara una especie de autogolpe. (Tachado) un plan para clausurar el Congreso. Quieren descabezar a las Fuerzas Armadas, matar a los jefes. Eso es gravísimo. Sería como Cuba o Corea del Norte.
—Son comunistas, miristas, esas cosas.
—¿Usted ha escuchado algo al respecto?
—Muchas cosas se dicen en los cuarteles —respondió el invitado.
Es la única nota de cautela que aparece registrada en el reporte. No se subraya, pero está ahí.
—Es importante saber —dijo el tipo de la Embajada.
—Lo importante es saber que nosotros impediremos un golpe comunista.
Luego la charla dio un giro, tal vez propiciado por el vino servido con el almuerzo, y se deslizó hacia la fanfarronería del invitado, aprovechada por el funcionario para sonsacarle algún otro dato. En el escrito se sugiere que la siguiente pregunta fue realizada con delicadeza:
—¿Le parecería correcto afirmar que es una cuestión de tiempo?
—Me parece que sería erróneo afirmar eso —respondió el invitado.
—¿Por qué?
—Porque nosotros vamos a llegar primero. No nos van a ganar de mano. Y si no podemos llegar antes, igual los vamos a destruir. De esta no se salvan. Si es necesario pelearemos.
Salta a la vista que ese no pudo ser el lenguaje del comandante Durruty durante la conversación. Él hablaba inglés con soltura y estaba acostumbrado a tratar con gente de la Embajada. De hecho, en numerosas ocasiones había oficiado de intérprete. «Los vamos a destruir» (We will destroy them en el original) y «Si es necesario pelearemos» (He said they would fight, if necessary) suenan a síntesis formal de conceptos vertidos originalmente en un inglés más coloquial y, quizá, más crudo. Lo mismo ocurre con otros giros. Sin embargo, así es como figuran en el documento, y lo mejor es traducirlos de la manera más literal posible. La transcripción termina con una frase del funcionario:
—Eso sería muy heroico —dijo.
Lo que está escrito es: Finally, I said that would be very heroic. Es probable que haya sido una especie de cumplido, o una forma de atizar el ánimo belicoso del invitado, o las dos cosas a la vez, aunque leída a la distancia y en inglés la frase suena a puro sarcasmo. En el MEMCON no hay más referencias a la conversación. El menú no fue tachado por la censura: ambos optaron por solomillo de ciervo rojo. Bebieron vino y agua mineral. Al parecer no se entretuvieron con los postres. La reunión duró una hora y media, tiempo suficiente para que los comensales profundizaran en ese tema o en cualquier otro. La cuenta, como correspondía, la pagó el funcionario.
Por supuesto que el encuentro debió ser rico en detalles. Seguro que además se cruzaron gestos, énfasis y silencios, que pueden haber sido de satisfacción y entendimiento, quizá de complicidad. Después de todo eran dos hombres del mismo bando que charlaban en uno de los restaurantes más distinguidos de la capital, a salvo de las escaseces y los turbulentos actos de barricada de esos días. La comida allí siempre era excelente, y el ruido de la ciudad no llegaba hasta el salón. Del otro lado de la ventana pasaban los coches y las liebres que iban hacia Providencia, y enfrente se hallaba el último jardín del Parque Forestal, que alegraba la vista por más que estuviera algo descuidado. El toque oscuro podía darlo, si acaso, la sombra que proyectaba la fuente alemana del parque. Dadas las circunstancias, esos bronces quizá resultaran un mal presagio.
No hay nada nuevo en esa nota, que es apenas una minúscula pieza de la burocracia conspirativa. Los vínculos de la CIA y del gobierno de Estados Unidos con quienes dieron el golpe de Estado son bien conocidos. Hay miles de documentos que muestran los entretelones de esa connivencia. Y también ha quedado asentada la falsedad de los cuentos sobre terroristas extranjeros, un cuco inventado por algunos genios de la propaganda que trabajaron a tiempo completo durante tres años. La propia Junta Militar usó esos embustes al asumir el poder, y lo hizo a sabiendas.
A pesar de todo, el conocimiento sobre aquello que se ha dado en llamar piadosamente «lo que pasó en Chile» suele tener un halo de superficialidad que resulta desagradable. Hay anécdotas de apariencia nimia que dicen lo que nadie quiere que se diga. Hay documentos tachados y vueltos a tachar para que no se conozca lo que debería conocerse. Hay sombras y versiones, cizaña sembrada en cada surco, en cada memoria, de un lado y del otro, arriba y abajo. Hay allí un espesor que no se ha explorado lo suficiente, una densidad que lastima. Se sabe menos de lo que se supone. Se ignora más de lo que se admite. Ahora, medio siglo después, de toda aquella papelería lo que queda y escuece es ese adjetivo, anotado en el reporte: Heroic.
La palabra aparece mencionada en un informe elaborado por un agente de inteligencia de Estados Unidos en el Chile de Allende, y eso debería ser motivo suficiente para recelar ante cualquier eco que de allí naciera. Hay razones de sobra para la malquerencia. Pero ese eco puede arrojar luz sobre el lance de los uruguayos en Chile, y en especial el de quienes fueron atrapados en las montañas del Cajón del Maipo. Aunque esa resonancia no comparta ningún vínculo con las bravuras aludidas por el «funcionario» durante el almuerzo con Durruty, la peripecia de los uruguayos acabará por ser una consecuencia de esa palabra entonces pronunciada: Heroic. Las palabras no son inocentes. A veces matan, a veces hacen que la gente desaparezca.
Eso mismo había ocurrido un año antes en Montevideo. Con sobriedad, el ya casi dictador Juan María Bordaberry defendió a aquellos de sus compatriotas que se dedicaban a la tortura. Él lo hizo como si fuera el jefe, aunque a esas alturas era un subordinado. Fue en junio de 1972 —cuando aún debía ser considerado presidente constitucional de Uruguay—, en una carta enviada como respuesta a los obispos católicos que criticaban los tormentos aplicados a los presos políticos. Bordaberry escribió: «Defiendo el rigor y la exigencia del interrogatorio». No negaba las torturas, sino que las avalaba.
Fue una simple frase que avivó la hoguera. Todos interpretaron esa afirmación como un respaldo a los expertos en picana y en violaciones grupales, quienes se dedicaron a partir de ese momento, con redoblado empuje, a confirmar la creencia manifestada por Bordaberry. Esa oración, tan correcta desde el punto de vista gramatical, sin plurales mayestáticos ni adornos innecesarios, influyó de manera decisiva en la partida de cientos de uruguayos hacia Chile, país que por aquellas fechas era el único de la región en donde se podía estar a salvo de palizas o escuadrones asesinos. Las palabras, a veces, hacen que la gente huya para conservar la vida, aunque después la pierda.
Los uruguayos varados en el Cajón del Maipo nunca se habían planteado huir de Uruguay para conservar la vida, sino que se limitaron a acatar la decisión de la Orga de sacarlos del país hacia la retaguardia en Chile. Aunque no deseaban marcharse, pese a su juventud accedieron a ello porque eran disciplinados, y eran disciplinados porque eran tupamaros, tupas, militantes de la guerrilla más aplaudida de América, la célebre Orga, la organización clandestina que en sus buenos tiempos funcionaba, decían, como una máquina de alta precisión. Esos buenos tiempos habían quedado atrás y lejos, del otro lado de las montañas, pero a pesar de los reveses los tupamaros seguían disfrutando de la amplia fama internacional obtenida en su primera época, cuando actuaban con ingenio y de guante blanco.
Prueba perdurable de esa fama es el registro de la palabra «tupamaro» a partir de la 21. ª edición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española. Es verdad que el diccionario recogió tal palabra con cierta imprecisión, atribuible tal vez al momento histórico, pero eso no debería quitarles mérito a los ilustres académicos de entonces, por más que ellos, lejos de las convulsiones latinoamericanas, estuvieran contemplando el fulgor de una estrella ya extinta. Ahí estaba y ahí quedaría, fijada y esplendorosa, incluida con enmiendas en ediciones sucesivas. La versión actual indica: «tupamaro, ra/ 1. adj. Perteneciente o relativo a la organización guerrillera uruguaya Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros./ 2. m. y f. Miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros». En ocasiones, como observaba Salvador Puig en su poema, «las palabras no entienden lo que pasa».
En el Cajón del Maipo, los tupas enfrentaban a diario muchos desafíos. A excepción de Socorro, los demás integrantes del grupo habían sido presos políticos en Uruguay, y algunos debieron soportar una vida clandestina durante meses, con enormes riesgos y la incertidumbre en cada cuadra, en cada esquina. Después se habían exiliado, y por lo tanto estaban llenos de añoranzas más allá de cualquier entusiasmo. A eso se agregaba su condición de recién llegados a Chile, de personas que no encajaban en el entorno, no entendían ni la mitad de las palabras que pronunciaban los chilenos y tampoco tenían mucha idea de cómo lidiar con las costumbres locales.
En las historias personales de esos muchachos había desdichas y amarguras, aunque como buenos insurrectos se esforzaban por ser alegres, y también audaces hasta la temeridad. Estaban jugados con la Orga, y lo abandonaron todo para perseguir el sueño de la revolución. No se trataba de llevar a cabo un alzamiento, ni de provocar una revuelta y obtener determinadas conquistas. Ni siquiera se trataba de actualizar una de las tantas revoluciones del pasado. Esta vez se trataba de hacer una revolución definitiva y absoluta, o sea La Revolución. El proceso político chileno de ese momento era un capítulo más de la historia grandiosa que estaban escribiendo.
Pensaban en la revolución con mayúsculas, y ardían en deseos de actuar en consecuencia. Se creían dispuestos a todo. Como proseaba Benedetti en un poema, la intención era «borrar y empezar de nuevo/ empezar pese a quien pese». Cuando triunfaran muchos cambios iban a suceder: las fronteras nacionales eran un invento de los poderosos para separar a los pueblos, y por lo tanto había que borrarlas y empezar de nuevo; las fábricas eran cárceles apenas disimuladas para explotar a los obreros, y por lo tanto había que expropiarlas y empezar de nuevo; los bancos eran templos diseñados para extraer el dinero de los países, y por lo tanto había que nacionalizarlos y empezar de nuevo; las tierras estaban en manos de latifundistas hambreadores, y por lo tanto había que confiscarlas y empezar de nuevo. La lista era interminable y la lucha se llenaba de planes, se henchía de consignas, se animaba con viejas canciones de la guerra civil española, con lecturas de Sartre y Galeano, con discursos de Fidel Castro y proclamas de Angela Davies, la Sweet Black Angel de los Rolling Stones.
Ese surtido ideológico, que mostraba cierta propensión al desmadre, se completaba con el rechazo a todo lo que oliera a imperialismo norteamericano («Yankees Go Home»), el menosprecio por los partidos comunistas y socialistas («reformistas inoperantes»), la descalificación de los políticos tradicionales («cipayos corruptos») y los ardorosos debates internos sobre asuntos tales como la religión («el opio de los pueblos»), las teorías de la lucha armada («la acción nos une, las palabras nos separan»), la dictadura del proletariado y la sociedad del futuro («el hombre nuevo»). En las góndolas de aquel supermercado insurreccional había productos de sobra para elegir. Muchas cosas se podían agregar al carrito. El resultado, más allá de las combinaciones particulares de cada quien, era la convicción de que la Orga iba a dar vuelta la tortilla para poner el continente cabeza abajo desde México hasta Tierra del Fuego. Iba, de patria o muerte, a tomar el cielo por asalto, a incendiar la pradera y de paso crear dos, tres, muchos Vietnam. En otros ámbitos esa prédica provocaba pánico: para un sector mayoritario de la población uruguaya, la Orga era la Ogra.
Muchos años después surgiría un relato confitado, acorde a los nuevos tiempos: que los tupamaros nacieron con el objetivo de proteger la democracia, que su lucha se enfocó en prepararse para resistir a un golpe de Estado inevitable, que los acontecimientos posteriores les dieron la razón. Sin embargo, en 1973 la historia era otra: los llamados «manuales de formación ideológica», impresos a mimeógrafo y puestos a circular de mano en mano, aseguraban que la revolución iba a ser «el fruto maduro de la lucha armada de las vanguardias latinoamericanas». Sería un fruto internacionalista, popular, liberador, tercermundista, participativo, antimperialista, campesino y proletario. Se trataba de organizar la fiesta más grande de los tiempos para llenar las plazas y avenidas del planeta. Habría banderas rojas y discursos. Habría felicidad repartida en montones pequeños que alcanzaran para todos: a cada cual según su necesidad. Esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar, anunció Guevara. Más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas, profetizó Allende. Los dos estaban muertos y enterrados.
Las severas derrotas sufridas por las guerrillas latinoamericanas entre octubre de 1967 y septiembre de 1973 acabaron por convertir los sueños revolucionarios en un desvarío continental. Quienes dijeron basta y echaron a andar fueron los generales con sus tropas en Bolivia, Uruguay y Chile, y así se sumaron a los que antes habían hecho lo mismo en Argentina, Brasil y otros países. Las grandes alamedas por fin se abrieron, pero fue para que los tanques, los cañones y las ametralladoras entraran en escena con más holgura, como escolta de los dictadores. Desde el hierático Médici de Bagé hasta Hugo Banzer, pasando por Stroessner, Velasco Alvarado y Lanusse, la flor y nata del gorilaje marchaba bajo palio con las bandas presidenciales previamente arrebatadas. En el caso del uruguayo Bordaberry, monárquico confeso, la banda se la arrebató a sí mismo para evitar discusiones estériles.
Tal era el paisaje de la batalla ya perdida. En Chile, en el Cajón del Maipo, los siete uruguayos trataron de enfrentar ese destino. El golpe del 11 de septiembre los había dejado aislados de la Orga y desorientados. Si bien existían algunos lugares señalados para hacer contactos automáticos o de «reenganche», sitios prefijados para establecer el vínculo con la jefatura de los Tupamaros en caso de emergencia (una esquina, la puerta de un comercio, cierta cuadra), el problema era que esos sitios estaban en Santiago, una ciudad saturada de tropas.
El grupo se asemejaba a una de esas patrullas extraviadas en la media luz del atardecer, detrás de las líneas enemigas. Hay tantas historias sobre eso. Películas, relatos, novelas: un destacamento con pocos infantes, la incertidumbre a cada paso, el adversario en todas partes. Tal era el caso de aquellos uruguayos que caminaron a tientas desde el mismo día del golpe de Estado, y también el de muchos otros desperdigados por todo Chile. Fue una marcha ilusoria, siempre ensimismada, con el terror pisándoles los talones, sin órdenes concretas ni brújula ni otro recurso que el de sus propias decisiones. No tenían armas, portaban documentos falsos, cada uno usaba un nom de guerre y hasta un apodo inventado para la ocasión. Decían que eran argentinos y trataban de construir identidades ficticias, pasar inadvertidos, diluirse en el montón. Pero eran ellos: Socorro, Daniel, Gonzalo, Cristina, Juan, Enrique y Ariel. Siete jóvenes, siete destinos en suspenso.
En el año 1993 se publicó en Montevideo el libro Chile roto, una recopilación testimonial de algunos uruguayos que padecieron el golpe militar de Pinochet. Los autores fueron Graciela Jorge y Eleuterio Fernández Huidobro, dos guerrilleros de la vieja guardia que veinte años antes, cuando ocurrieron los hechos, estaban en rigurosas condiciones de prisión en Uruguay, en absoluto aislamiento y torturados. En el volumen aparecen —brevemente y dispersos en sus páginas— unos pocos recuerdos de Socorro y de Gonzalo, quienes fueron enmascarados en el texto con nombres ficticios.
Esos materiales llegaron a formar parte del expediente judicial sobre la desaparición de los uruguayos del Cajón del Maipo, pese a que desde el mismo prólogo del libro se advertía que «para no brindar datos que puedan ser peligrosos acá y allá, desfiguramos, sin cambiar lo esencial, muchos relatos». En efecto, hay fragmentos alterados o desfigurados, y disociados entre sí en tiempo y espacio. Varios episodios son narrados con distorsiones importantes, y hay numerosos datos erróneos. No obstante, el itinerario de los tupamaros en las montañas se puede rastrear en esas páginas con certeza: tanto Socorro como Gonzalo dieron por veraz lo allí escrito.
Aquellos muchachos no eran soldados, ni tenían tampoco la preparación mínima de cualquier combatiente regular. Sin embargo, acabaron por formar un aguerrido piquete de fugitivos, sin comprender la envergadura del desafío que enfrentaban. El más joven del grupo era Gonzal