Prólogo
Yacía con la mejilla contra el suelo de cemento, frío en contraste con mi ira agotada. Había gritado, mordido y arañado. En ese momento lo estaba pagando, pero me daba igual. Habría vuelto a hacerlo.
Me puse boca arriba y sostuve la mano delante de la cara, pero lo único que veía era negrura. Me habían dejado completamente a oscuras. Me palpitaba la palma, donde se me había clavado una astilla, una gloriosa herida de rebelión. Noté una ráfaga de aire frío en el rostro y me incorporé de golpe, segura de que se trataba del fantasma de una de las chicas olvidadas. El miedo me produjo un cosquilleo en las plantas de los pies, que se convirtió en pinchazos que me atravesaron hasta los gemelos. ¿Cuánto tiempo pensaban dejarme allí? ¿Me matarían de hambre y se olvidarían de mí hasta que empezara a pudrirme y a oler mal? Me imaginé a la hermana Gertrude arrojando mi cuerpo exangüe a una tumba junto a otras niñas sin nombre. Mi familia nunca sabría qué había ocurrido.
Me arrastré por el suelo, necesitaba orinar urgentemente. Mi hermana y yo nos habíamos pasado la vida inventándonos historias, fantaseando con el futuro, pero la vida no era un cuento. Estaba llena de hechos sólidos e irrefutables como el de que tenía que hacer pis; como esa celda fría y dura, y mi incapacidad de dar con una salida. Tensé el cuerpo para contraer la vejiga, aunque no sirvió de nada. En cuclillas, me subí la falda y me bajé las bragas. El pis me salpicó la pierna y dejé escapar un suspiro de cálido alivio. El olor acre de la orina se mezcló con el de las cebollas y los ajos que conservaban en toneles al otro lado de la puerta. Me habían plantado bajo tierra, enterrado con las hortalizas. Me encontrarían morada, magullada e irreconocible.
Intenté contar hacia atrás desde quinientos, luego desde mil. Recité las Escrituras, pero me enfurecí con Dios y pasé a Shakespeare. Pensé en los niños gitanos que representaban Romeo y Julieta bajo la lluvia, en Tray y Marcella, y en la predicción de mi futuro. Pensé en todos los errores que había cometido. Quería culpar a mi padre por traicionar a nuestra familia y provocar una rebelión en casa, pero ahí abajo, atrapada en las entrañas de la Casa de la Misericordia, le habría perdonado cualquier cosa solo con que fuera a buscarme.
Al cabo de un rato, el tiempo se volvió borroso e infinito, como cuando lloraba por mi hermana. Se me nubló la mente. En esa habitación sin ventanas no había nada que me permitiera distinguir el día de la noche. No había forma de saber si había pasado un minuto o una hora. Cuando la puerta se abrió y se coló una tenue franja de luz gris, traté de averiguar si amanecía o anochecía, pero no fui capaz. Al momento se cerró con un portazo de oscuridad ante mis ojos. Sorbí el agua y di un mordisco al pan, rancio y mohoso. Daba igual qué hora fuera. Tanto si estaba fuera como si estaba dentro de esa habitación, nadie acudiría en mi busca.
Cuando me cansé, me tumbé en aquel suelo implacable con las manos a modo de almohada bajo la mejilla. Fue un alivio escapar a una oscuridad diferente. Hizo mi miedo menos palpable. Bajo los párpados, podía estar en cualquier parte. Podía retroceder en el tiempo. Podía hacer otra elección aquella noche, cuando, en otra oscuridad impenetrable, nos atrajo el sonido sencillo y hermoso de un violín.
Ojalá no hubiesen tocado, o mi hermana y yo no hubiésemos prestado atención.
LIBRO PRIMERO
1
Effie
Luella y yo nos abrimos camino en el mundo juntas. Para ser más exactos, mi hermana lo abría y yo la seguía afianzando mis pasos en el contorno de los suyos. Ella era mayor, valiente e impredecible, de ahí que aquello fuera un error natural.
—¿Luella? —llamé. Tenía miedo de que me dejara atrás.
—Estoy aquí mismo —oí, aunque no la veía.
Una noche sin luna había engullido el bosque de la parte alta de la isla de Manhattan, que tan bien conocíamos a la luz del día. Avanzábamos a trompicones, corríamos a ciegas, chocábamos contra un árbol y girábamos para toparnos contra otro, con las manos extendidas por delante de nosotras, todo extraño e informe.
Desde las profundidades de mi ceguera, mi hermana me cogió del brazo y tiró de mí para que me detuviera. Boqueé tratando de recuperar el aliento; el corazón hacía que me vibrara todo el cuerpo. No había una sola estrella en el cielo. La mano de mi hermana era la única prueba que tenía de que se encontraba de pie junto a mí.
—¿Estás bien? ¿Puedes respirar? —me preguntó.
—Estoy bien, pero oigo el arroyo.
—Lo sé —gimió Luella.
Eso significaba que habíamos avanzado en la dirección equivocada. Deberíamos haber cruzado la colina directamente hasta Bolton Road. En cambio habíamos acabado cerca del arroyo Spuyten Duyvil y más lejos de nuestra casa que cuando empezamos.
—Deberíamos dar con la carretera y seguirla hasta casa —dije. Al menos desde allí contaríamos con las luces de las casas.
—Tardaremos el doble. Para cuando lleguemos, papá y mamá ya tendrán a la policía buscándonos.
Nuestros padres eran aprensivos: papá se preocupaba por nuestro bienestar físico; mamá, por nuestras almas. Aun así, yo prefería tomar la carretera, porque de todos modos no tardarían en buscarnos.
Luella empezó a avanzar tirando de mí hasta que se paró en seco.
—Noto algo. —Dio un paso más—. Es un montón de leña. Debe de haber alguna casa por aquí.
—Veríamos luz —susurré. Bajo mis pies, el suelo estaba blando y desprendía el olor acre del estiércol.
—Merece la pena averiguarlo. —Luella me soltó—. Voy a adelantarme. Tú sigue el montón de leña.
Con las manos enguantadas, reseguí los ásperos troncos hasta que acabaron y di un paso en el espacio vacío; la oscuridad era como una venda que deseaba arrancarme de los ojos. Oía la corriente del arroyo cerca. ¿Y si acabábamos en él? Unos pasos más y me raspé el hombro con un árbol. Estiré el brazo. El tronco era enorme. Lo palpé con los guantes, que se enganchaban en los surcos y estrías de la dura corteza, y de pronto supe dónde estábamos.
—¡Lu! —dije con la voz entrecortada—. Estamos en el Tulípero.
Luella detuvo sus pasos. Las dos creíamos en las historias de fantasmas a pies juntillas y todo el mundo conocía la del criador de ostras que se había colgado en la casa destartalada situada junto al Tulípero. Nunca nos habíamos atrevido a acercarnos tanto a ella; ni siquiera a la luz del día habíamos reunido valor más que para echar un vistazo desde la cima de la colina.
Luella siseó entre dientes y su tono se hizo más enérgico.
—Aunque esté encantada, aquí vive alguien. Al menos está demasiado oscuro para ver al fantasma del criador de ostras colgando de una soga en la ventana.
Aquello no me tranquilizó. Se me formó un nudo en la garganta y el aire quedó atrapado en mis pulmones. Desde pequeñas, Luella había sido la más valiente de las dos. Incluso en circunstancias normales, yo me dejaba llevar por el pánico. En ese momento me quedé paralizada y, como siempre que estaba asustada, mi imaginación asumió el control.
Al amanecer, las chicas no aparecen por ninguna parte. El sol se alza en lo alto y calienta la colina, donde estuvieron por última vez. El río crece a lo lejos, bajo el barco de un pescador madrugador que recoge su red; la luz destella sobre los peces plateados que se retuercen en señal de protesta. El hombre los arroja a cubierta y advierte algo que flota en el agua: una espalda, curvada, sale a la superficie empujada por una falda que burbujea como un pez hinchado. El rostro de la chica está en el agua; el cabello, oscuro y suelto, le envuelve la cabeza como algas enganchadas en una roca.
Aparté la idea de mi mente. El suelo bajo mis botas, el árbol contra mis manos y el olor a pescado podrido y a estiércol no eran cosa de mi imaginación. Las ramitas que se partían bajo los pies de Luella eran reales, los golpes rápidos contra la madera, el silencio, luego el sonido de un cerrojo pesado que se deslizaba y el chasquido de un pasador. Brilló una luz y apareció el rostro cadavérico de un hombre, con barba, ojos enrojecidos y dientes torcidos en una boca abierta de la sorpresa. Grité. El hombre se sobresaltó e hizo ademán de cerrar de un portazo cuando vio a mi hermana.
—¿Qué demonios? —Su voz reverberó, y el farol que llevaba en la mano se balanceó, esparciendo luz por los árboles.
Yo estaba a punto de gritar de nuevo cuando oí que mi hermana decía, con voz melosa:
—Disculpe las molestias, señor, pero parece que nos hemos desorientado en la oscuridad. Si pudiésemos pedirle su farol, solo para llegar a casa, nosotras se lo agradeceríamos mucho. Lo tendrá de vuelta mañana a primera hora.
El hombre sostuvo en alto el farol y dio un paso al frente, escudriñando el rostro de mi hermana. Luego echó un vistazo a su vestido.
—¿Nosotras? —dijo.
Me repugnó la forma en que la miró. Ya había visto a otros hombres mirarla así, pero nunca habíamos estado sin carabina y solas en medio de la oscuridad.
—Tengo a mi hermana justo detrás de mí. —Luella dio un paso atrás, con lo que se me acercó, pero seguía lejos de mi alcance.
—¿La gritona? —El hombre soltó una carcajada.
—Si no puede prestarnos un farol, iremos por la carretera. —A Luella le tembló un poco la voz al retirarse.
—Eh, espera. —El hombre la agarró del brazo.
Un fantasma habría sido preferible a ese hombre fornido de carne y hueso. Me planteé gritar para pedir ayuda, pero no había nadie para oírnos. Tal vez pudiera abalanzarme sobre él desde la oscuridad y pillarlo por sorpresa, tirarle el farol de la mano, agarrar a mi hermana y huir.
No hice ninguna de esas cosas. Me quedé ahí de pie, paralizada de miedo, mientras mi hermana se acercaba al hombre un paso más, rozándole la pierna con el dobladillo de la falda.
—Oh, cielo. —Luella apoyó una mano en la que le agarraba el brazo, y la muestra de afecto lo sorprendió lo suficiente para relajar la presión—. Qué amable eres por preocuparte. Tu caballerosidad se verá recompensada. —En un abrir y cerrar de ojos, lo besó en la mejilla picada al tiempo que deslizaba el brazo libre y tomaba el farol de su mano. Se volvió a toda velocidad y, con dos grandes zancadas, me cogió de la mano y me hizo correr colina arriba con ella todo lo rápido que pudo.
Sumido en la oscuridad, el hombre se quedó plantado en la entrada mudo de asombro, tan aturdido por ese beso que estaba segura de que pasaría años pensando que nosotras éramos los fantasmas que habíamos ido a atormentarlo.
No redujimos la velocidad hasta que llegamos a la puerta de casa, donde el miedo a enfrentarnos a nuestros padres sustituyó mi temor a la oscuridad y a los fantasmas de criadores de ostras ahorcados.
Sin aliento, me doblé hacia delante con la cabeza entre las rodillas.
—No irá a darte un ataque, ¿verdad?
Luella no mostró ninguna compasión. Si sufría un ataque, nuestros padres la culparían a ella, puesto que era mayor y, por lo tanto, responsable de mí. Yo no tenía permitido correr; era una regla sencilla.
Negué con la cabeza, incapaz de hablar mientras inspiraba lentamente recuperando el equilibrio.
—Bien.
Apagó el farol de un soplo y me sonrió mientras lo escondía detrás de un arbusto de abelia, orgullosa de su astucia para conseguirlo y en absoluto preocupada por la idea de vernos en un aprieto por habernos saltado el toque de queda. Papá se enfadaría. Mamá nos reñiría. Luella aparentaría el debido arrepentimiento. Se disculparía, besaría a mamá, rodearía a papá con los brazos y sería como si nunca hubiese hecho nada malo, porque, a pesar de la rebeldía de mi hermana, la adoraban.
Esa noche, sin embargo, no teníamos de qué preocuparnos. Neala estaba limpiando el polvo del cristal del reloj del abuelo cuando entramos en el vestíbulo. El tictac resonante anunció nuestro retraso.
—No pienso ni preguntar —dijo con su acento irlandés. Neala, nuestra criada, era joven y «animosa», como la calificaba mi madre. Tal vez por eso nunca nos delataba—. Vuestros padres han salido y Velma ha tenido la amabilidad de dejaros la cena en la cocina. No tiene sentido poner la mesa en el comedor para dos como vosotras. —Me atizó con el trapo del polvo cuando pasé al tiempo que sacudía la melena, de un rojo vivo, con desaprobación fingida.
La única persona de la que teníamos que preocuparnos en ese momento era la doncella francesa de mamá, Margot, que había viajado con ella desde París. Era una mujer fuerte y hermosa, con un cabello oscuro que se negaba a encanecer y los ojos del color del acero. Solo leal a su señora, informaba de todos nuestros tropiezos. Esa noche, el dormitorio de Margot, junto a la cocina, estaba vacío, y Luella y yo comimos rápido y escapamos a nuestras habitaciones antes de que tuviera ocasión de volver.
Yo estaba demasiado cansada para molestarme en cepillarme el cabello antes de arrastrarme con mi cuaderno hasta la cama, donde adornaría nuestra aventura hasta hacer de ella una historia digna de la tardanza. Era papá quien me alentaba a escribir cuentos. De niña, cuando me hacían preguntas, se me bloqueaba la mente. Me quedaba mirando fijamente a la gente, buscando qué podían querer que dijese, y nunca encontraba las palabras apropiadas. Cuando tenía seis años, papá me regaló un cuaderno y una pluma negra y brillante. «Tus ojos están llenos de misterio —me dijo— y me encantan las historias de misterio. ¿Por qué no escribes una para mí?». Después de eso, al menos en mi imaginación, las palabras fluyeron.
Cuando empecé a notar la mano entumecida, deslicé el cuaderno debajo de la almohada y apagué la lámpara para esperar a Luella, que se cepillaba el cabello religiosamente cien veces antes de acostarse. Había leído en Vogue que fortalecía los mechones lacios.
A pesar de que teníamos un dormitorio para cada una, seguíamos durmiendo juntas. De pequeñas compartíamos cuarto y nuestras camas estaban tan alejadas que una de nosotras cruzaba la habitación para colarse junto a la otra. Cuando Luella cumplió trece años, le dieron una habitación propia y el cuarto de las niñas pasó a ser el mío. Mi cama, individual, se convirtió en una doble de roble con dosel, y el armario infantil se vio sustituido por uno grande, muy bonito, en el que cupieran todos los vestidos de mujer que llevaría cuando creciera. Por aquel entonces no tenía más que diez años y altas expectativas acerca de mi futura figura.
Para cuando llegué a los trece, costaba cada vez más fingir que llegaría a crecer lo suficiente para llevar un vestido propio de ese armario. Siempre había sido menuda para mi edad, pero mientras las chicas de mi alrededor ganaban peso y centímetros, adentrándose en el mundo de la feminidad, yo seguía siendo pequeña y delgada, sin una figura digna de mención. Luella hacía tiempo que me había dejado atrás. Sus senos colmaron un pecho que había sido tan escuálido como el mío y su cintura recta se curvó sobre unas caderas envidiables. Incluso el rostro se le había redondeado y los hoyuelos se habían hundido en unas mejillas llenas. Pero lo que más le envidiaba eran las uñas. Suaves y planas, con las cutículas blancas como sonrisas invertidas o pequeñas lunas crecientes. Mis cutículas eran invisibles bajo los bultos turbios que me crecían como guijarros de las lúnulas, bulbosos y redondos, como si hubiese metido las puntas de los dedos en cera derretida.
Luella saltó a la cama y se escurrió a mi lado.
—¿A que ha sido absolutamente maravilloso? —susurró—. No dejo de oír los violines y esa voz. Nunca he escuchado nada parecido. Ha sido salvajemente pecaminoso, ¿verdad?
Así había sido.
Teníamos los dedos de los pies a unos centímetros del agua helada, al pie de las cuevas indias, cuando nos interrumpió la música. Nos habíamos quitado las medias para el ritual preprimaveral con el que entumecíamos los pies, cuando las notas de violín hendieron el aire. Cautivadas por una voz melodiosa que llegó flotando por los árboles, nos olvidamos de nuestra misión de abrir los capullos a fuerza de voluntad, cogimos los zapatos y las medias, subimos a gatas por la ladera cubierta de hierba y nos detuvimos donde acababa el bosque. La pradera, normalmente vacía, estaba cercada de tiendas y carretas pintadas de vivos colores. Había caballos atados que ronzaban la hierba mientras los perros yacían con la cabeza en las patas, observando a un corro de gente que cantaba y tocaba el violín en torno a una mujer que bailaba con las manos por encima de la cabeza y cuya falda floreada se mecía como las olas.
Luella me había rodeado la cintura con el brazo. Noté cómo se le estremecía el cuerpo.
—Mírala. Es maravillosa. Hace que quiera moverme como nunca me he atrevido —susurró, y su deseo era tan evidente como si desprendiese calor.
Mi hermana llevaba estudiando danza con un coreógrafo ruso desde los cinco años. «Los franceses son buenos bailarines —nos decía nuestra madre, muy francesa ella, con tono cantarín por el acento—, pero los rusos son grandes bailarines. Los americanos ni siquiera saben qué significa ballet —se burlaba».
Aquella bailarina gitana era algo completamente distinto. Nunca había visto nada parecido. Era fascinante; sus movimientos, fluidos e incansables. Mi hermana y yo nos quedamos allí tanto tiempo que no advertimos que el aire refrescaba a nuestro alrededor a medida que el sol se ponía tras los árboles, sumiéndonos en una oscuridad que nos desorientó.
A salvo ya en nuestra cálida cama y sin que nuestros padres se enterasen, estuvimos de acuerdo en que había valido la pena.
—¿Y si no hubiésemos conseguido volver a casa? —Luella pasó una pierna por encima de la mía.
—¿Y si nos hubiese atrapado el criador de ostras?
—Y hubiese tirado de mí hasta el interior con su fría y húmeda garra de fantasma.
—Y te hubiese rebanado la garganta.
—¡Effie!
—¿Qué? —En mis propias fantasías podía ser tan valiente como la que más.
—No hace falta que seas tan morbosa. Podía limitarse a asfixiarme con una almohada.
—Vale, te asfixia y te toma como esposa fantasma. Entretanto, yo deambulo por la casa vacía, oyéndote, pero incapaz de llegar hasta ti.
—Mamá y papá organizan una partida de búsqueda.
—Y yo me tiro al Hudson y asciendo a los cielos, pero no vuelvo a verte nunca porque tú estás atrapada en la tierra con el criador de ostras.
—Irías al infierno por suicidarte. —Luella era la persona menos beata que conocía y, aun así, me corrigió.
—Entonces el criador de ostras también estaría en el infierno. Lo que significa que estaríamos juntas, vagando por el infierno durante toda la eternidad. Un final feliz.
—Me temo que no has entendido nada. —Luella me retorció un mechón en torno al dedo y dio un leve tirón—. Yo jamás dejaría que te mataras por mí, aunque fuera un fantasma, así que esta historia es una memez. Tendrás que empezar una nueva.
Lo cual, para ser precisa —incluso en mis fantasías intentaba ser lo más precisa posible—, era cierto. Luella nunca permitiría que me ocurriera nada.
Cuando algo ocurrió, la culpa fue de papá.
2
Effie
Yo no creía a mi padre capaz de obrar mal. Cuando la gente hablaba de él, lo hacía con admiración, si no con una ligera veneración. Guapo a rabiar, decían, con los ojos de un azul asombroso y una sonrisa de oreja a oreja. Tenía una mirada en la que deseabas perderte y de la que, al mismo tiempo, querías escabullirte. Era un hombre parco en palabras. No tímido, como yo, solo impasible y taciturno, y cuando hablaba era con la insinuación sutil de que sabía mucho más de ti de lo que dejaba ver.
Mi madre era tan simple y clara como el agua, una disparidad que hacía de mis padres una pareja extraña, bien lo sabía. En una ocasión oí a una mujer —nada atractiva, con los brazos huesudos y la barbilla puntiaguda— que le decía a otra mientras daba un sorbo de vino en nuestro salón: «No sé cómo hechizaría Jeanne a Emory cuando eran novios, pero yo no habría corrido el riesgo. Los hombres tan guapos siempre se apartan del buen camino». Yo no tenía más que siete años por aquel entonces y lo único que deduje de aquel comentario fue que mi madre había recurrido al engaño para casarse con mi padre y que, de algún modo, pagaría por ello.
En público, mamá se deshacía en halagos hacia papá, precipitándose a su lado con la gracia de una garza de cuello largo. Sin embargo, cuando nos contó cómo había conocido a papá, lo hizo con tono de advertencia. Luella y yo, sentadas en su cama, la veíamos ponerse crema fría en la cara, embelesadas.
—Yo tenía veintiún años —dijo, de modo que empezaba ya con una pequeña farsa—. Vivía con mi madre en una casa imponente en París. Pensé que me quedaría allí atrapada el resto de mi vida. Pese a que bailaba en el escenario de la Opéra, no me habían propuesto matrimonio ni una sola vez. —Se retiró un pegote de crema del puente de la nariz—. Estas largas piernas me convertían en una buena bailarina, pero no en un buen partido. Por no hablar de mi estatura. A los hombres no les gusta que los miren a los ojos. Lo peor, por supuesto, eran mis manos. —Luella y yo las miramos al instante. El momento de la noche en que se aplicaba la crema era el único en que podíamos verla sin guantes. Conocíamos perfectamente la historia de cuando, a los dieciséis años, se le prendió la falda en los candeleros durante un ensayo de La Bayadère. Habría muerto de no haber apagado las llamas con las manos. Unas manos que habían quedado cubiertas de cicatrices—. Una vergüenza espantosa. —Así las calificaba.
A mí me encantaban aquellas cicatrices. Eran insignias de heroísmo, y prueba de la fuerza y la supervivencia de mi madre. Cuando era pequeña y me quedaba sin aliento, lo único que me calmaba era recorrerle con los dedos la piel fruncida y desfigurada de las manos. Caída de rodillas y con la cabeza hacia el suelo, le quitaba los guantes y reseguía sus heridas como un mapa, memorizando la curva de cada cicatriz, hasta que mi corazón se ralentizaba y podía respirar de nuevo. Entonces mamá, sin un ápice de pánico, decía «Ya está, se acabó», y me ayudaba a ponerme de pie.
Un pegote de crema cayó a la alfombra. Se rio.
—¡No me imagino por qué iba a querer casarse tu padre con alguien como yo! —dijo, y meneó un largo dedo hacia Luella—. En cambio tú, querida, no tendrás ninguna de mis trabas.
Mi hermana se puso tensa. Esta parte la habíamos oído muchas veces. Mamá insistía en elogiar a Luella del mismo modo que lo hacía con papá, a menudo en público, y siempre rebajándose a sí misma en el proceso, diciendo cosas como «Fue París lo que trastocó a Emory. ¡Menos mal que se declaró antes de que nos marchásemos de allí!», o «Gracias a Dios que Luella no ha salido a mí. Con su belleza, obtendrá un éxito en su carrera que yo nunca alcancé».
Luella era preciosa. Era la viva imagen de una fotografía que teníamos en el salón de nuestra bisabuela por parte de madre, Colette Savaray, que pertenecía a la alta sociedad parisina y se convirtió en un personaje recurrente de las historias que me inventaba. Había muerto antes de que mi madre naciera y fue su marido, el abuelo de mamá, Auguste Savaray, quien llevó a mamá al ballet cada temporada.
—Me adoraba —nos recordaba ella—. Fue por él por quien aprendí a bailar.
—Yo solo bailaré por mí misma —replicaba Luella.
—Espera y verás —respondía mamá.
Por lo que a mí respectaba, no se hablaba de ni de maridos ni de carreras. Mi corazón me garantizaba que nunca sería bailarina, y mis uñas en cuchara, que nunca encontraría marido. Luella haría realidad los sueños de mi madre; yo solo tenía que concentrarme en seguir con vida.
Nací siete semanas antes de tiempo, el 1 de enero de 1900. Mi padre dijo que una niña Tildon nacida el primer día del nuevo siglo solo podía alcanzar grandes cosas.
Sin duda fui una decepción.
Según mamá, mi llanto fue como el maullido de un gato, lo cual alarmó a la comadrona. Resultó que mi corazón no estaba bien.
—Se trata de una malformación debida al desarrollo incompleto del órgano —informó el médico a mis padres.
A mi parecer, Dios no había considerado conveniente acabarme.
—Tienen suerte de que no presente señales visibles de cianosis —prosiguió el médico, como si el hecho de que no hubiese nacido de un tono gris, como la mayoría de los bebés con la misma enfermedad, fuese algo de lo que enorgullecerse. No supuso un gran consuelo, teniendo en cuenta lo que dijo a continuación—: Por desgracia, no hay forma de cerrar la abertura anormal de su corazón. Es poco probable que sobreviva el año.
Me imaginé a mi madre aceptando esta información con estoicismo, sosteniéndome, nueva y rosa, como algo rompible, con las piernas fibrosas arropadas en la cama, las venas azules como un fino hilo que le recorría los muslos blancos. Según ella, fue papá quien gritó que ningún médico iba a decirle a él que su hija no viviría para ver su primer cumpleaños.
Tenía razón, porque, a pesar del corazón inacabado, seguí viva, alimentándome alegremente de leche condensada de un biberón de cristal con forma de plátano. El médico dijo que estaba demasiado débil para que me diera de mamar, pero mi madre pensaba que no tenía voluntad, que no me estaba esforzando lo suficiente.
—Le dije al médico que, con un carácter como el tuyo, no sobrevivirías —me contó mi madre, en tono de reproche, como si esperara de mí que demostrase lo que valía incluso de bebé.
Papá, que adoraba los inventos modernos, decía que el biberón, con su pezón perfeccionado de goma, era fascinante.
—Intenté convencer a tu madre de que era una ventaja, no un fracaso —me aseguró.
Pero yo estaba segura de que ella nunca lo vio así. Ya había dado a luz a Luella, por lo que sabía cuál era la imagen del éxito en un recién nacido. Me imagino que mi hermana salió chillando y pataleando, que se agarró al pecho de mi madre con legítima posesión para crecer y convertirse en una cría de tres años rolliza y animada que ya sabía exactamente lo que quería para cuando yo llegué.
Mamá nos contó que la primera vez que Luella me vio insistió en que, dado que era del tamaño exacto de su muñeca de ojos de cristal, también era su bebé. Me arropaba y me metía en un carrito junto a la muñeca, y acariciaba mi suave cabeza y la cabeza dura de la muñeca con el mismo mimo. Solía imaginarme a esa muñeca como mi gemela extraña, preguntándome si mi afligida madre vería en esa versión sin vida de mí un reflejo de aquello en lo que temía que me convirtiera.
El doctor Romero hizo un seguimiento mensual de mi corazón durante mi primer año de vida. Después se convirtió en un examen anual, en el que el médico gordo y maloliente de dedos fríos soltaba cada vez que entraba en la consulta «Ah, mira a quién tenemos aquí» como si le sorprendiera verme, cuando no cabía duda de que me esperaba.
Durante esas visitas yo recibía toda la atención de mi madre, lo que hacía que no me molestaran tanto. El corazón no me entorpecía. Yo era ágil y activa, aunque pequeña para mi edad, y si no me esforzaba demasiado, podía reducir los ataques azules al mínimo. Luella los bautizó así por los espantosos tonos azules que adquiría al sufrirlos.
De manera egoísta, no pensé en cómo afectaban esas visitas a mi madre hasta una fría tarde de septiembre, cuando tenía ocho años y me llevó en tren al este de Manhattan, a una tranquila calle flanqueada de casas solariegas de piedra caliza. Cuando abrió una pequeña verja negra situada junto a un letrero en el que se leía LOUIS FAUGERES BISHOP, DOCTOR EN MEDICINA, me estremecí de miedo. Tenía la sensación de que mi madre me empujaba hacia algo peligroso que yo no alcanzaba a ver.
—¿Por qué no vamos a la consulta del doctor Romero?
Cerró la verja con un golpecito seco a nuestra espalda.
—El doctor Bishop es un especialista del corazón.
—¿Qué era el doctor Romero?
—No era un especialista del corazón.
La sala de reconocimiento carecía de muebles y tenía el aire viciado, con un fuerte olor a vinagre, como los pepinillos que enlataba Velma en la cocina. No había cuadros en las paredes, ni siquiera un jarrón con flores para que nos sintiéramos cómodas; solo un artilugio de aspecto extraño cubierto de tubos de goma con intrincados diales y botones. Me hizo pensar en el laboratorio de Frankenstein, de un libro al que había echado un vistazo a hurtadillas cuando mi madre lo declaró «inapropiado».
Esquivé la máquina y me subí de un salto a una camilla metálica cubierta con una sábana blanca almidonada que se arrugó debajo de mis piernas. Mamá miró detenidamente el artilugio, con las manos enguantadas apretando con fuerza el asa curvada de su bolso.
—¿Qué es eso? —le preguntó al médico cuando este entró en la sala.
El doctor Bishop era bajo, fuerte y enjuto, y movía la calva brillante arriba y abajo con excitación. Las gafas redondas se le resbalaban por el puente de la nariz.
—Es un electrocardiógrafo. Lo inventó un médico holandés. Es el único en Estados Unidos. —Se empujó las gafas hacia arriba; los ojos protuberantes destellaron tras las gruesas lentes—. Por desgracia, no voy a utilizarlo con la niña. Todavía estamos en las primeras fases y apenas lo hemos perfeccionado para hombres adultos.
Mamá asintió aliviada mientras el médico me bajaba el vestido de los hombros sin miramientos y me plantaba un frío estetoscopio en el pecho desnudo, inclinando la cabeza al tiempo que escuchaba el murmullo atrapado en mis costillas. Las puntas de sus dedos me resultaban frías y cerosas contra la espalda. Tenía unas cejas blancas con largos pelos que se rizaban hacia la frente arrugada. «La cara de un verdugo —escribiría más tarde en mi diario— que entrega una sentencia de muerte con la misma solemnidad con la que se desliza una capucha sobre la cabeza de un prisionero en el patíbulo».
El doctor Bishop despegó el estetoscopio de mi pecho y se lo dejó colgando alrededor del cuello. Metí los brazos en las mangas del vestido y me lo subí hasta los hombros. Mamá me abrochó la espalda mientras yo apartaba el pelo; mi desnudez era motivo de vergüenza para las dos. El médico me quitó el guante de la mano derecha e inspeccionó mis uñas deformes, un efecto secundario de la enfermedad cardiaca. Uno que nunca he entendido, pues corazones y uñas poco tienen que ver unos con otros. Al igual que mamá, solo me quitaba los guantes para el baño y a la hora de acostarme. La sensación del aire entre mis dedos cuando el médico me levantó la mano a la luz del sol de la ventana fue maravillosa.
—¿Desde cuándo tiene las uñas en cuchara?
—Empezó al cumplir cinco años.
—¿Ha empeorado?
—Se ha mantenido más o menos igual. ¿Empeorará? —Se miró su propia mano, cubierta de caro satén.
Cuando estaba con mi hermana y conmigo, mi madre era una persona fuerte; con los médicos, o con los hombres en general, incluido mi padre, flaqueaba, preparada para que señalasen sus errores a cada paso. En ese momento pensé, como había pensado muchas veces, que si se quitase los guantes se sentiría más valiente, como si no necesitase esconderse. Sería tan fuerte como cuando se encontraba sentada a mi lado en los momentos en que me faltaba el aliento.
El doctor hizo caso omiso de su pregunta y me rodeó el brazo con los dedos.
—¿Siempre ha estado así de delgada?
—Come bien. Es solo una niña delgada.
—No es solo una niña delgada, señora Tildon. Es una niña con un defecto del tabique interventricular. Acompáñeme.
Se dirigió a grandes zancadas a una habitación contigua con la fría autoridad que yo había aprendido a asociar con los médicos.
Mi madre, con su elegante blusa blanca y falda al bies, lo siguió arrastrando los pies con aquella actitud sumisa.
—Cierre la puerta —dijo el médico.
Mamá se volvió, me lanzó una mirada de advertencia y cerró la puerta tras de sí. Como si hubiese alguna posibilidad de meterse en un lío en esa habitación desierta, pensé yo.
Esperé, balanceando las piernas, con lo que mis botas negras proyectaban sombras redondeadas en el suelo que aparecían y desaparecían como lunas gemelas. El doctor Romero nunca había dado importancia a mis uñas en cuchara ni había remarcado lo delgada que estaba. Nunca había oído las palabras «defecto del tabique interventricular». No me gustaba cómo sonaba «defecto». Aburrida, eché un vistazo detrás de una cortina que colgaba a un lado de la mesa y vi una bandeja de instrumentos que daban miedo. Solté la cortina a toda prisa y me senté erguida, mirando de reojo la máquina del rincón. Si el doctor Bishop era un especialista del corazón, entonces sabría cómo curarme de manera especial. Quizá no fuera un verdugo, sino un científico loco capaz de cerrar un corazón del mismo modo que Frankenstein había podido insuflar vida en un cuerpo inanimado.
Aparece una mano, delgada y pálida. Los finos dedos flotan hasta la sábana, que cae al suelo, revelando el cuerpo de una niña. Tiene los ojos vacíos, como canicas transparentes, la piel translúcida, los huesos como finas líneas de cartílago sólido. En todos los aspectos, está muerta, y sin embargo, más allá de la curva de sus costillas, en el fondo de su pecho, hay un pulso regular de color, no de un rojo vivo, como cabría esperar de un corazón, sino rosa claro y azul. Con cada latido, el color cobra brillo hasta que la habitación se ve bañada por una luz almibarada. Poco a poco, la niña se levanta.
Tiré de la sábana arrugada que tenía bajo las piernas. No estaba segura de querer que me curaran. Me gustaba sobrevivir. De los demás se esperaba que vivieran año tras año sin incidentes, pero mis años eran logros. Cada cumpleaños significaba que había hecho un buen trabajo manteniéndome con vida. ¿Qué importaría entonces, me pregunté, si no necesitaba esforzarme arduamente para vivir?
Mamá salió de la consulta del médico con el ceño fruncido, de manera que se le juntaban las finas líneas de las cejas arqueadas.
—Vamos —me llamó, moviendo los dedos en el aire.
Bajé de la mesa de un salto y mis botas resonaron contra el suelo. El doctor hizo una mueca.
—Lo siento —dije, e hizo un leve gesto con la mano, como si acabase de darse cuenta de que era una niña.
Para volver a casa, cogimos un taxi, que avanzó con lentitud por las calles atestadas de Manhattan; el guardapolvo y las gafas de protección del conductor estaban cubiertos por una capa del polvo que se levantaba de la calzada. Mamá se tapaba la boca con el pañuelo. A mí no me molestaba la suciedad en la lengua. La encontraba gratificantemente real. Intenté concentrarme en el sol en mi cara y en los olores procedentes de los puestos de comida, pero mi madre no paraba de mirarme con una sonrisa tensa que hacía que se me revolviera el estómago. ¿Por qué no podía enterarme lo que habían hablado en la consulta de ese médico? Después de todo, se trataba de mi corazón.
En cuanto entramos en el vestíbulo, mamá me indicó que subiera a mi habitación, pero bajé de nuevo y me acerqué con sigilo a la puerta del salón. Papá había vuelto temprano del trabajo, lo cual era poco habitual.
A través de la puerta entreabierta vi que mi madre caminaba por la alfombra oriental, con el rostro acalorado y la falda de un azul intenso bajo el resplandor de la araña del techo. A su espalda, el fuego crepitaba y chisporroteaba dentro de la chimenea de hierro. Papá pasaba la mano de forma metódica por el asiento del sofá en el que estaba sentado, como si acariciase a un animal. Llevaba el chaleco desabrochado y la corbata torcida. Normalmente mi padre iba impecable y encontré algo perturbador en su aspecto desaliñado.
Mamá debió de sentir lo mismo, porque se inclinó y le enderezó la corbata de forma compulsiva, diciendo en voz baja algo que no alcancé a oír. Él le apartó la mano y se puso en pie de manera tan brusca que golpeó la lámpara de cristal que había en la punta de la mesa. Esta se ladeó, amenazando con caer antes de que la afianzara. Mamá dejó escapar un sollozo. No tenía nada que ver con la lámpara. Deseé acercarme y sujetarla yo misma, pero papá volvió la espalda y contempló el fuego.
—¿Qué ha dicho, exactamente?
Mamá se había quedado muy quieta.
—Ha dicho que no existe ningún tratamiento para cerrar la abertura anormal de su corazón.
—¿Qué clase de especialista es ese hombre patético?
—Dice que se están llevando a cabo nuevos experimentos todo el tiempo.
Papá se giró.
—Entonces ¿hay esperanza?
—No lo sé.
—¿Y por qué ha dicho tres años?
—Ha dicho que quizá tres años.
—Quizá.
Molesto, papá se volvió de nuevo hacia el fuego con las manos entrelazadas a la espalda.
Me alejé de la puerta con una profunda tristeza. No sabía cómo consolar a mis padres. Me sentía mal por ser la causa de todas sus preocupaciones, pero lo que no podía explicar, ni siquiera a Luella, era que a mí no me importaba tener aquel agujero en el corazón. Veía el mundo a través de aquel pequeño portal dañado. Era una debilidad sobre la que agudizaba mi fuerza. Tras sus bordes protectores podía ser valiente. Del mismo modo que las manos desfiguradas de mamá demostraban su fuerza, mi corazón abierto demostraba la mía. Si la gente hubiese podido verlo, habrían sabido lo fuerte que era.
Decidí, allí mismo y en ese preciso instante, que el médico de gafas no era ni verdugo ni científico loco; era un moscardón atrapado en el cuerpo de un viejo con una máquina estrambótica que no sabía nada en absoluto de los corazones de los niños. Yo no pensaba morirme. Seguiría acumulando años por mis padres, afanando cumpleaños. Mi supervivencia sería larga y excepcional.
Esa noche no le dije una palabra a mi hermana de la visita al médico y ella no preguntó. De todos modos, Luella nunca había creído que estuviera muriéndome.
—Buenas noches, Effie. —Me besó en la mejilla y se tumbó boca abajo—. Eh, no vayas a tirar de las mantas —añadió, y se quedó dormida con un codo clavado en mi costado.
Yo me quedé mirando el techo, envidiando la facilidad con la que se dormía mi hermana, cuyo suave aliento movía ligeramente el frío aire nocturno. Su codo, una punta de hueso sólido y duradero, resultaba irritante y reconfortante a un tiempo.
3
Effie
La mañana después de que Luella y yo descubriéramos a los gitanos, no advertí ningún cambio en mis padres. Debería haberlo hecho. La tierra empezaba a desmoronarse bajo nuestros pies y, aun así, lo único que esperaba yo era que no se hubiesen percatado de nuestra excursión nocturna.
Hambrienta, me llené el plato de huevos revueltos y ciruelas cocidas, intercambiando una mirada de complicidad con Luella, cuyo plato estaba tan colmado como el mío.
—Effie, de verdad. —Mamá me lanzó una mirada de desaprobación cuando me servía una cantidad excesiva de nata en el café. Llevaba una blusa de cuello alto y abotonado con la que daba la impresión de no tener cuello.
—Está insoportablemente amargo. —Di un sorbo y me deslicé un terroncito de azúcar sin deshacer en la boca.
—Si tienes edad suficiente para tomar café, tienes edad suficiente para acostumbrarte a la amargura —dijo papá, cuyos ojos vagaban por la página del periódico. Su chaleco de raya diplomática estaba tan liso como una tabla y llevaba la raya del pelo a un lado con una onda suave en la frente. Olía la pomada desde el otro lado de la mesa.
Mi padre, a pesar de que celebraba unas fiestas espléndidas y contrataba a los mejores sastres, no creía en caprichos como el té cuando él prefería el café. Habíamos aprendido que en ciertos sentidos era agarrado. Mi abuelo había sido uno de los fundadores de la industria de la gaseosa y, a su muerte, mi padre había tomado las riendas del negocio. Dicho negocio era próspero, según mamá, pese a lo cual los únicos sirvientes que permitía él eran nuestra doncella, Neala, la cocinera, Velma —una mujer negra de mediana edad con el pelo recogido en un moño alto que vivía en Harlem y me contaba que, para llegar a nuestra casa a la hora del desayuno, cogía el metro a las cuatro y media de la madrugada— y la imponente y vieja parisina, Margot. Había habido más cuando éramos pequeñas, pero papá creía en la «economización». Ya no se necesitaban tantos criados como antes, decía. Por consiguiente, Luella y yo no tendríamos doncella propia, como todas las chicas a las que conocíamos. Luella había cogido un berrinche, pero papá no pensaba ceder. Dijo que Margot podría ayudarnos cuando lo necesitásemos. Si no, tendríamos que aprender a abotonarnos el vestido solas. A mí no me importaba. Admiraba el sentido práctico de nuestro padre, aunque no me atreví a confesárselo a Luella.
Esa mañana no me preocupaban ni el café amargo ni los botones. Eché un vistazo rápido a mi hermana, que se estaba comiendo los huevos, segura de que estábamos pensando en lo mismo. Los gitanos. Teníamos que volver a la luz del día. Tal vez nos leyeran el futuro. Tal vez tocaran de nuevo. Al fin y al cabo era sábado, no había escuela ni misa de once. En general, nuestros padres no aprobaban el tiempo ocioso, pero papá había leído en alguna parte acerca de la importancia de que los niños hiciesen ejercicio, y creía que el aire fresco era bueno para la mente y el alma. Había convencido a mamá de que aprender a apreciar la naturaleza nos haría apreciar más a Dios. El domingo por la mañana nos despertaríamos con veneración y un montón de piedad.
A todo esto, nuestras deliciosas aventuras en el exterior solo hacían la misa del domingo más insoportable, pero eso no teníamos intención de contárselo a nuestros padres.
Engullí los huevos esponjosos, con la esperanza de que pudiésemos escabullirnos rápido, cuando Luella habló.
—Papá, ¿qué sabes de los campamentos gitanos? —Era tan propio de ella, arriesgarse con descaro a que nos pillasen solo para demostrar que no podían hacerlo.
Papá dobló el periódico y lo dejó a un lado.
—¿Por qué? ¿Qué sabes tú de ellos?
—Solo que están acampados cerca de aquí. Lo he leído en el periódico.
—Entonces sabes tanto como yo.
—Son gente vulgar —intervino mi madre. Por aquel entonces aplicaba el término «vulgaridad» a la mayor parte de Nueva York—. Inmigrantes —añadió, pues sabía que a papá le desagradaban las multitudes de inmigrantes tanto como a ella.
Me dieron ganas de puntualizar que ella era inmigrante, pero no me atreví. Al parecer, los franceses estaban por encima de esa vulgaridad por el mero hecho de ser franceses.
—Tengo entendido que son educados. —Papá dio un sorbo a su café.
—La gente educada no deja que sus hijos se revuelquen por el barro. Son salvajes y ladrones —replicó mamá.
—Son honrados comerciantes de caballos.
Mamá toqueteaba su servilleta.
—Adivinan el futuro y aceptan dinero a cambio. Eso es robar.
—¿Y si lo que adivinan se cumple? —Papá le lanzó una sonrisa indulgente.
Mamá rechazó el comentario con un chasquido de la lengua y se volvió hacia Luella.
—Los gitanos son gente ignorante, lo que los hace poco honrados. Si quieres que te lean la buenaventura, debes entender que estás contribuyendo al robo, al no pagar por un servicio real. Si instalan sus puestos en la calle, os daré el capricho y podemos llamarlo caridad. Por lo demás, debéis manteneros alejadas de sus campamentos.
Fulminé a Luella con la mirada y acabamos de desayunar en silencio.
Una vez que Neala hubo recogido los platos, nos excusamos y corrimos arriba a por unas chaquetas. Mamá estaba sentada a su escritorio respondiendo a peticiones de invitación y papá se estaba preparando para su partido de tenis del sábado. Prometimos estar