BIENVENIDO MILLER
CHIVO CLAUSEN INVITA A TODOS LOS HABITANTES A LA LLEGADA DEL PRIMER BIPLANO DE LA SAV
PALCOS, MÚSICOS Y SIFÓN GRATIS… TOME CERVEZA CHIVO CLAUSEN
El día de la llegada del primer biplano anunciaron por telégrafo que había aterrizado en Conucos y luego en un descampado de Berlín, al otro lado del cañón, y la noticia fue transmitida de voz a voz porque ya volaba hacia nosotros. Todo el pueblo fue engalanado con la bandera de Colombia para el viaje de apertura de la línea. Ahora aterrizaría en el potrero a las afueras de nuestro pueblo y luego seguiría a otros anunciando la buena nueva de que el departamento contaba con una línea propia para el correo aéreo y para pasajeros que prefirieran llegar volando a la capital, al mar o a Panamá.
Estaba tripulado por Joseph Miller, y para recibirlo pusieron una pancarta que decía Welcome-Bienvenido, Mr. Miller, y por eso la gente pensó por error que se llamaba Bienvenido Miller. Era norteamericano. Un veinteañero delgado como un fideo y con bigote delineado que se integró como piloto en la flotilla de la Santandereana de Aviación SAV. Esa empresa se quebró años más tarde tras una serie de siniestros porque sus aviones eran esos biplanos de palito como pájaros encañonando.
La gente se amontonó alrededor del potrero: las mujeres con vestidos blancos, guantes y sombrero, los hombres con corbata y zapatos de vestir, pero a los niños no nos dejaban acercar hasta el sitio porque podría ser una maniobra peligrosa. Solo el cura y los monaguillos ocupaban el palco principal junto a la banda de vientos.
Mi hermano Alejandro diseñó un plan para burlar la presencia de nuestra madre, que estaría en el sitio. Ella nos había prohibido ir porque tenía un mal presentimiento debido al anuncio de la cerveza gratis, o eso dijo.
Alejandro decidió que iríamos por los solares y no por la calle principal, como hacía toda esa romería de vestidos de gala. Ramiro y yo acatamos su plan, porque él era el mayor de los tres y el que mandaba desde que se había muerto nuestro padre.
Nos esconderíamos debajo del palco principal, donde estaban las autoridades y el cura y el gremio de comerciantes.
Mi madre era una de las invitadas entre las personalidades del pueblo, porque era la jefe del hospital, pero como estábamos debajo no nos vería desde el burladero. Ella era la distinguida viuda del doctor Plata, enfermera educada por las hermanas teresianas en el Hospital de la Misericordia, y estaba acompañada de los alcaldes de los pueblos de la serranía que habían ido a presenciar el aterrizaje como invitados de la SAV.
Alejandro iba vestido con sus pantalones cortos, las polainas de siempre y boina. Yo iba también con lo mejor que tenía: camisa manga larga y sombrero. Ramiro, el menor, iba sin camisa y descalzo porque era patiamarillo, le gustaba andar sin ropa y trasegar la calles de piedra del pueblo como un chueco marrano.
Cuando llegamos al campo de aterrizaje, vimos dos grandes astas con las banderas de Colombia y de Estados Unidos clavadas en el campo aéreo improvisado en el potrero de vacas, y la multitud aburrida a lado y lado del pastizal. Nos escondimos debajo del palco como había dicho Alejandro, y allí, entre los escupitajos y la algarabía, después de que el telégrafo anunció el inminente paso del biplano sobre el cañón del Chicamocha, pasamos el tedio de esperar bajo una lluvia de tusas de mazorcas asadas y papirotes de coco con melao y botellas vacías de cerveza la aparición de aquel raro insecto de cuatro alas como las libélulas, que al comienzo era una mancha en el aire y luego un sonido distante como un radio mal sintonizado. Pasó sobre el cañón y luego planeó en dos ocasiones sobre la meseta erosionada del pueblo.
Era un rumor casi inaudible, pero cuando se aproximó, zumbaba, luego se agrandó y se fue convirtiendo en una enorme libélula que se nos venía encima y volvía a ganar altura y volvía a aproximarse hasta que despuntó en la cabecera de la pista de tierra y aterrizó a trompicones sobre sus tres ruedas.
«¡Aterrizó el hijueputa, viva Colombia!», gritó Alejandro, y yo vi sus ojos relucientes cuando se quitó la boina y se alzó por encima de las gradas de madera del palco y salió del escondite.
La gente daba vuelta a sus pañuelos rojos y hacían volar los sombreros. Todos se pusieron de pie y quedaron lívidos por la sombra del avión que les pasó rozando por la cara.
A mí lo que me sorprendió fue la mirada de mi hermano antes de salir. Era algo súbito, una curiosidad insaciable y feroz.
Ahí supe que él miraba siempre hacia otro lado distinto a donde los demás mirábamos. Me acordé de la foto familiar de conjunto en que se nos nota a todos el parentesco, pero mientras todos miramos a la cámara de cajón de mi padre, Alejandro mira hacia el zenit.
Mi hermano era así. Sentía fascinación por las máquinas y por lo nuevo. Cuando yo lo vi antes de salir tenía la mirada de un poseído y su ojo izquierdo parecía ligeramente desviado.
A los que nos quedamos, la multitud no nos dejaba ver el biplano. Solo veíamos tobillos de señoras debajo del palco.
Por fuerza debíamos abandonar las gradas para ver el biplano y al piloto, y exponernos así a que nuestra madre nos descubriera desobedeciendo su mandato.
Alejandro se salió por la primera hendija que encontró entre las piernas de las señoras mientras el estruendo de la banda de cobres rompía el silencio rumiante del potrero y sonaba la fanfarria del himno nacional.
Lo vi tropezar en las tablas y caer y al segundo levantarse como una rata y luego saltar a la primera hilera cubierta por una cortina de faldas.
Yo lo llamaba desde el burladero, pero él no podía oírme ya. Así que también abandoné el escondite y lo seguí hasta donde pude. Entonces lo vi sobrepasar la cerca de madera de la corraleja que habían armado como si fueran ferias y lo vi entrar en el potrero de vacas convertido en pista en el mismo momento en que el avión tocó tierra.
Bienvenido Miller, al descubrir que el potrero era muy corto, menos de cuatrocientos metros, y que estaba lleno de gente al final y de vacas indiferentes, tuvo que aplicar todos los frenos y el avión dio tumbos y se fue ladeando antes de detenerse con un estropicio, saliéndose un poco de la recta y trastabillando en un nido de fiques erectos. Las vacas huyeron despavoridas.
Nuestra madre había sido abordada por el alcalde del pueblo del Cacique. Un hombre más bajo que ella, vestido de blanco y con sombrero que la tenía tomada de gancho. Al advertir la aparición de su hijo Alejandro en medio del espectáculo pareció perturbada y soltó al alcalde, que se quedó con la palabra en el aire. Cuando poco después lo vio corriendo a campo traviesa ya cerca del avión en medio del potrero, se sostuvo las enaguas para bajar las escaleras del tablado pidiendo permiso y empezó a llamarlo de arrebato, pero Alejandro ya no atendía razones ni prohibiciones de nadie, se había transformado en un hombrecito, y estaba trepándose al biplano usando como escalera el ala doble del avión y luego saltando encima como un energúmeno y sujetando de las muñecas de piloto a Bienvenido Miller, que alzaba los brazos en júbilo.
El piloto no alcanzó a quitarse los lentes oscuros y la especie de escafandra, pero logró sacar una bandera de Estados Unidos en una mano y los dos dedos con la enseña de la victoria en la otra. La multitud se echó sobre la nave y la hizo tambalear. Bienvenido Miller cayó sobre una red de brazos levantados. Lo alzaban lanzándolo por los aires como un mico flaco y entre aquellos que lo zarandeaban estábamos los hermanos Plata, hijos del difunto doctor Plata y de doña Mariquita Serrano.
Después, la misma fuerza humana de brazos arrojadizos enderezó el aparato, lo alzaron como si fueran hormigas y empujaron el avión a la cabecera del potrero para disponerlo al despegue entre tunos y fiques erizados.
Algunos campesinos con azadones y picas alzaron las piedras sobresalientes que podrían obstruir la maniobra y allí estuvieron emborrachándose hasta que los radiadores de cada ala del avión se llenaron y se enfriaron para alzar vuelo e inaugurar otro campo aéreo en otro pueblo.
Yo volví sin mis hermanos. Por la calle oí el sonido del motor del avión y me quedé tieso pensando que iba a estrellarse en el techo de las casas. El avión volaba ahora por encima del pueblo para virar luego hacia el puerto del Cacique.
Se vio mientras eludía las montañas de la serranía y luego se convirtió en una ceja negra sobre el azul hasta desvanecerse como los pájaros que buscan llegar al sol.
El menor apareció después de mi madre, aún sin camisa y sin zapatos con una bandera de Colombia en la mano, y dijo que no sabía nada de Alejandro, salvo que se había ido con unas internas del colegio de monjas que saltaron las cercas para ver el avión y acaso estaban bailando en secreto en el salón del club con los propietarios de la aeronave.
Cuando Alejandro volvió estaba irreconocible. Llevaba la ropa nueva untada de aceites y combustible, pero tenía puestas las gafas de sol de Bienvenido Miller, el piloto norteamericano de la SAV.
«¿Qué cree que estaba haciendo en la pista?», dijo mi madre.
A lo que él ripostó: «Salí a conocer el mundo».
Ella fue rotunda con él: «Uno puede conocer el mundo sin confundirse con los mediocres. Su papá siempre fue el mejor en todo y ustedes deben ser mejores aún que él, que en paz descanse».
No sé de dónde sacó la insolencia para contrapreguntar a nuestra madre: «¿Y usted por qué estaba de gancho con el alcalde del pueblo del Cacique? ¿Así es como respeta la memoria del doctor Alejandro?».
Mi madre lo abofeteó.
«Usted no tiene por qué darle órdenes ni exigirle cuentas a la mamá».
Luego nos ordenó a los tres hermanos que nos bañáramos y nos reuniéramos con ella en el comedor.
Sentados a la mesa, vestidos los tres con los piyamas a rayas que parecían uniformes de galeotes, nos informó que había aceptado ser la directora del hospital del pueblo del Cacique, al otro lado de la serranía, y que a partir de la siguiente semana solo viviríamos en casa con Matea, y ella vendría a vernos una vez por mes. También nos dijo que habría una mesada individual para los gastos personales de los tres y que en manos de nosotros estaba si despilfarrábamos ese dinero o lo gastábamos con sobriedad en necesidades verdaderas y no como los mediocres. Así llamaba a los borrachos, los mediocres.
Ya nos estábamos haciendo grandes y podríamos decidir lo bueno y lo malo con la educación moral que nos habían inculcado los hermanos salesianos.
Sobre el acto de desobediencia que había presenciado entre las tunas del potrero, no añadió palabra. Luego entró en el cuarto que había sido de mi padre y volvió con sus reliquias para entregárnoslas porque ya no guardaría en su relicario el ajuar del difunto marido.
A mí me dio la carabina, el telescopio y el traje de paño. A Ramiro la cámara de cajón, el violín y el estetoscopio. A Alejandro el revólver, la máquina de escribir y la bandola. «Aquí tienen, para que conquisten el mundo», dijo. No quedamos conformes con la repartición.
Yo quería la máquina de escribir y el revólver. Ramiro quería la carabina, la bandola y el violín. Alejandro, el traje de paño, la cámara de cajón y el telescopio. Pusimos todo en la mesa y lo intercambiamos. Nadie quería tener el estetoscopio. Era algo que simbolizaba la profesión de médico de nuestro padre, y ninguno quería ser médico. Así que mi madre lo tomó de la mesa después de que nos fuimos y se lo llevó entre sus ocho maletas al otro pueblo.
Fue una repartición providencial. Yo me convertí en secretario de juez, por lo que llevé el revólver y la máquina siempre conmigo. Ramiro se convirtió en empleado ferrocarrilero, parrandero y cazador, así que le quedaron bien los instrumentos y la carabina. Y Alejandro se convirtió en trabajador petrolero, andariego y fotógrafo. Ella, una mujer en la treintena, se quedó con el Studebaker, al que subió la cuna donde nos crio y ocho maletas con lo indispensable para irse a vivir y fundar otra familia en el pueblo vecino.
Nos informó que en tres meses se casaría en segundas nupcias con el alcalde del pueblo del Cacique, don Domingo Gómez Albarracín. Así que el año del biplano fue también el año en que mi madre se desentendió de nosotros, Alejandro, Timoleón y Ramiro, los hijos de su primer matrimonio.
Alejandro se metió debajo del trapo negro de la cámara de cajón y miró la imagen para encuadrarnos en el lente, como hacía cuando ayudaba a papá a producir los negativos en papel para luego pasarlos a positivo en un balde de agua. Yo me fui a trabajar en los juzgados de los pueblos solitarios del Chicamocha. Ramiro, el menor, se fue a trabajar en el ferrocarril de Wilches y luego al del Catatumbo y guardó distancia con ella desde el día en que se casó en segundas nupcias con don Domingo hasta que Ramiro murió a causa de la diabetes, al igual que nuestro padre.
Alejandro, el mayor, fue el primero en marcharse porque ese era el año de su graduación en el Colegio Salesiano. Se fue al puerto del Cacique a trabajar en la concesión, no sin antes pasar a visitarla en la hacienda Buenos Aires del pueblo del Cacique, donde la llevó a vivir don Domingo, y luego siguió enviándole cartas y fotos, y en esa década nacieron ustedes, los medio hermanos.
LA CASA DE LOS PÁJAROS
—El árbol va a caerse —anuncia la niña.
Lo dice al notar que los pájaros que viven ahí se mudan. Saltan al aire y abandonan los nidos. Cabezas rojas de carpinteros y pajas que se agitan en el agujero. Briznas secas que caen. Chillidos que son el clamor de los pichones. Anuncios de lo que solo los pájaros saben.
La mujer mira el árbol. Tiene ramas retorcidas como brazos suplicantes y calabazos secos. Los pájaros se mudan. Ella los ve desde el balcón de la casa de madera. Sacude el polvo y mira. Se sienta y mira, desde la ventana del cuarto, ese árbol viejo y retorcido con arrugas, frutos globosos, estrellas de epífitas y barbas de musgo. Se va a dormir y lo alumbra con su linterna. Las hormigas también se marchan de noche.
—¿Por qué se irán todos?
Al día siguiente, el árbol se cae solo.
La mujer sujeta con una mano un puñado de hojas del árbol caído. Las huele. Huelen a clorofila y a madera podrida y a chinches.
La mujer mira a la niña, señala uno de los grandes huecos que tenía el tronco y sentencia:
—Murió de viejo.
Ha muerto el árbol, pero los pájaros, las hormigas y la niña sabían que iba a caer.
Ahora es la niña la que toca el tronco mohoso de aquel árbol antiguo y muerto. Unas ramas que aun en tierra resultan más altas que ella, de un árbol tan alto como la casa de madera en que vivían, al otro lado de la carretera de tierra y que se llenaba de globos verdes y de insectos de colores que cazaban los garrapateros y ríos de termitas que servían de alimento a los pájaros carpinteros.
Se acerca la niña al tronco añoso.
Las raíces del árbol se habían aflojado y sus ramas empezaron a convertirse en un espectro. No hubo tormenta ni ventisca, solo un cacho de luna creciente sobre la carretera. El árbol se derrumbó en la oscuridad.
El corazón del árbol estaba seco debajo de la luna.
—¿Cómo saben los pájaros que un árbol va a caerse, mami?
—Dímelo tú que ya lo sabías, pajarito.
—No sé. Lo sentí aquí, más abajo de la barriga.
La mujer había dicho en clase que para comprender a un árbol había que conocer su semilla y la tierra en que crece. Pero no había mencionado sensaciones bajo la barriga.
UN AÑO DESPUÉS DE LA DESAPARICIÓN
Entró en la pensión Casa Pintada sosteniendo el estuche de la máquina de escribir en la mano y preguntando por misiá Bárbara. Una mujer negra ataviada con cofia y delantal fue al fondo de la casa y lo dejó solo, a la espera, en el primer patio donde había una pila de agua vacía en la que sobrevolaba un torbellino de zancudos. La luz se reflejaba en el tono rosa de las paredes, y las puertas que daban a los dos zaguanes ajedrezados estaban todas cerradas. En la pared que dividía el fondo de ese patio del zaguán que conducía al siguiente había dos cuadros de gran tamaño. Eran pinturas hechas con manchas y líneas, a blanco y negro, trazos chispeantes y regueros sobre la tela, como si el pintor más que ceñirse a un boceto se encargara de descifrar y aislar formas escondidas con una espátula y detalles con el pincel luego de lanzar chorros azarosos de pintura sobre la tela blanca. Uno era un retrato y otro un torso, el retrato de un hombre que miraba fijamente entre los claroscuros, y el del torso, como si estuviera siendo sometido a una tortura, un cuerpo retorcido por el dolor.
Por el zaguán que llevaba hacia el otro patio había una serie de cuadros más pequeños hechos en papel y carbón. En ellos figuraban personas individuales, mujeres que desempeñaban distintos oficios. En la pared paralela, una serie de grabados, en los que predominaban multitudes, hombres reunidos en un velorio con trajes y sombrero, huelgas con abanderados, procesiones, mujeres lavando en un río. Rostros que observaban fijamente o mostraban gestos enigmáticos, expresiones de rabia o de fatiga. Aunque eran técnicas distintas, todos los cuadros estaban hechos por la misma mano, porque el estilo de los trazos era igual. Estaban firmados por dos iniciales, U. A., y la hoz y el martillo en la esquina inferior derecha.
Misiá Bárbara apareció en el umbral del zaguán que daba al segundo patio y avanzó con el bamboleo de su cuerpo hinchado . Era una mujer pesada y coja, de voz carrasposa y pelo grisáceo, y se ayudaba a caminar con un bordón pulido que acababa en un tacón de llanta. Tenía la cabeza cubierta por una pañoleta roja. Iba vestida completamente de blanco, con el vientre inflado bajo un delantal de dos bolsillos, y sudaba de la frente hasta el pecho y opacaba con su humor corporal los collares de acero con dijes de alpaca que colgaban de su cuello grueso reblandecido por los años.
—Si se le ofrece una habitación, tengo que informarle que la pensión está llena y solo habrá cupos el mes entrante, cuando me las desocupen tres obreros que se van del puerto.
—Soy Timoleón Plata. Mi hermano Alejandro Plata tenía arrendada una habitación aquí.
—Pobre don Alejandrito, mi Dios lo lleve con bien.
—Tengo una carta de autorización firmada por la madre para recoger sus cosas.
Le entregó la carta. La mujer avanzó hasta la claridad del patio y alzó de entre sus cadenas colgadas al cuello las lupas gruesas de hipermétrope que agrandaron sus ojos para poder leer. Reconoció la firma de la mujer que le dirigía la carta y luego dejó caer de nuevo las gafas sobre su pecho desplomado.
—Lo esperé seis meses, pero como no volvió, tuve que desocupar la habitación para poder arrendarla. Pero no se preocupe que tengo todas las cosas de Alejandrito inventariadas y bien guardadas en San Alejo. Yo soy muy organizada y legal porque soy ocañera. Con esta carta basta, porque conozco el dolor de una madre. Disculpe que no me haya presentado, me llaman misiá Bárbara. Para entregarle las pertenencias de Alejandrito necesito eso sí que me pague los meses que mantuve la habitación sin huésped.
Timoleón extrajo un fajo de billetes que traía en un carriel de cuero de vaca aún con pelo. La mujer contó el dinero dos veces y después llamó a la empleada. La misma mujer con cofia y delantal apareció por el zaguán que conducía al segundo patio.
—Présteme la llave de San Alejo, Merceditas.
La mujer extrajo una llave gruesa del manojo de llaves maestras y se la dio a misiá Bárbara.
—Siga para más adentro.
Y lo condujo a trancos por zaguanes idénticos que conducían a los tres patios de la casa.
El siguiente era un patio más amplio empedrado con media docena de mesas sombreadas por una lona templada con cuerdas. Se usaba de comedor y sitio para pasar el bochorno de la tarde. El decorado en todas las paredes de la pensión Casa Pintada seguían siendo aquellos cuadros con figuras de hombres y mujeres que se adivinaban entre las manchas de pintura hechas indudablemente por el mismo pintor.
Ayer conocí a un pintor bolchevique. Pinta lumpen y proletariado. Pinta la gente que vende en el puerto, en el mercado, en la calle. Pinta a los trabajadores, la clases populares. Pinta hombres y mujeres sin ropa. Pinta a los negros. Hace pinturas rápidas sobre papel con carboncillo o con tinta: lanza la pintura como si estuviera en trance directamente sobre la tela y luego busca las formas entre las manchas. Los óleos solo los usa en su estudio para pinturas lentas. Su estudio es una habitación vacía al lado de aquella donde se hospeda y están unidas por una puerta interna. Vive en uno de los patios de la misma casa donde yo vivo. Pinta de pie. Y también bebe de pie. Y los cercanos le preguntan si también hace el amor de pie. «También», responde, «y con todo lo que me pongan». Le salieron llagas en las pantorrillas de estar parado. Los que lo respetan le dicen maese.
Me pidió que posara con la cámara de cajón en uno de los pasillos de la pensión para un retrato, le dije que sí, siempre y cuando después me permitiera fotografiarlo. Aceptó complacido, porque le pareció un justo intercambio. Le gusta pintar en el patio cuando hace mucho calor en su taller. Mientras pintaba, me interrogó. Le conté que me habían echado del trabajo porque el ingeniero pensó que me robaba materiales de construcción porque era el capataz. Como no tenía trabajo me puse a usar mi cámara de fotografiar. Había un concurso del club y yo quería presentar mi trabajo para optar al premio, que era una cámara. Preguntó qué fotografiaba y le dije que hacía exploraciones por calles o puertos o parajes aislados y fotografiaba lo que me llamaba poderosamente la atención. Pero estaba tratando de hacer fotos cercanas de la gente, aunque era difícil porque la gente cuando se siente observada deja de ser para aparentar que tiene el control. Me dijo: «¿Te has preguntado qué es dibujar a alguien?». Me quedé callado, pensando una respuesta. Contestó por mí: dijo que consistía en simplificar. Siguió pintando en silencio. Solo se ocupaba de enjugarse el sudor de la frente con un trapo para que no cayera y le deformara el papel. Usaba una mesa de escuadra para dibujo erguida como un flamenco, formando un ángulo recto, la más alta que he visto, soportada en dos patas plegables. Me indicó dónde ponerme y cómo poner la cámara. Pidió que pusiera el codo sobre el cajón y mirara fijamente por encima de su cabeza. Usó como marco la ventana y la pared de su taller. Algunos huéspedes pasaron y se quedaron viéndonos, pero el maese no los saludó. Parecía indiferente a tener público, de lo acostumbrado que debe estar a pintar en la calle con distracciones. Terminó de frotar el papel después de estar durante más de una hora con aquel yeso negro.
Observé el dibujo de trazos rápidos y aquel ojo separado del otro con lo que enfatizó mi mirada. Leí una inscripción que hizo en la parte baja del papel. Decía: «El hombre de la cámara». Le pregunté si yo tenía los ojos así de desviados y la mirada así de hierática.
«Aún no. Pero el tiempo también pinta. Lo importante en ti es que tienes los ojos más separados que los de los demás, como los de las vacas, y esa característica aumentará con el tiempo. Pero es una buena señal de que verás muchas cosas en este mundo».
Dijo que luego lo llevaría al óleo. Después fuimos a comer mangos en el patio de atrás de Casa Pintada. Él mismo los bajó con una vara. Era menos intenso el calor en ese patio por la sombra que daba el árbol. Comimos el mango con la cabeza hacia adelante para no mancharnos con las gotas que escurrían y luego fuimos a la pileta para lavarnos las manos pegajosas y vi los peces que le habían servido de modelo. El agua estaba también tibia, recalentada por el sol. Me tendió su pañuelo para secarme las manos. Estaba tan manchado de pintura como su bata. Sacó una botella de ron y compartimos un trago. Me dijo: «Yo pinto rápido porque encontré pinturas rápidas. Los cuadros lentos me toman mucho tiempo. La vida es corta y hay que hacer la revolución». Me mostró las dos habitaciones que había alquilado, una para su taller. Había cuadros en todos los espacios, unos amontonados sobre otros. Vendedora de pescado. Vendedora de ollas de barro. Costurera. Linotipista manchado. Niño voceador de periódicos. Embolador de zapatos. Carnicero. Perspectivas de calles. De vías del tren, de paso de vapores en el río. Pinturas de cuerpos semidesnudos, cuerpos extenuados, cuerpos heridos o flagelados, músculos tensionados como haciendo grandes esfuerzos, las odaliscas de los burdeles, indiferentes y expectantes, los bagres bigotudos con rayas de tigre y los pájaros del río con sus patas zancudas. Su obra parecía infinita y todo lo había visto en las calles del puerto del Cacique. Dijo: «Yo solo pinto lo que veo». Comentó que el fraile Angélico había sacado su arte de las miniaturas de los libros de horas y magnificó en los altares esas anunciaciones, ángeles en tablas cubiertas de oro en polvo, convirtiendo la mitología bíblica en tema de todos, iluminando los claustros de los monasterios y las celdas de los monjes. Él en cambio iluminaba las barracas de los obreros, las cantinas, los burdeles y los hoteles de paso porque cada quien era hijo de su tiempo. Luego se encerró a dormir una siesta en las horas de más calor bajo las aspas del ventilador de su cuarto.
Más tarde lo encontré en el Club Nacional. Estaba borracho hasta los zapatos y reclinado en la barra sostenido de un codo y en una pierna y después de varias horas cambiaba de lado para sostenerse de la otra pierna. Me dijo tres cosas: que la revolución bolchevique apenas empezaba y que no llegaría mañana, sino que se iba a demorar más de un siglo. Pero que ya pronto iban a dar el primer golpe contra la burguesía porque se habían reunido las condiciones y el Comité Central Conspirativo tenía listo el bandazo para el año entrante. Los obreros se alzarían contra los puestos militares, tomarían los cantones, ahorcarían a los caciques políticos y a los gamonales que fungieran de alcaldes y el gobierno caería en Bogotá cuando la inspección de las tropas por parte del ministro recibiese un bautismo de fuego. Dijo que la masa de obreros recibía el trato de esclavos de la Colonia y que los amos yanquis y sus agentes nativos habían diseñado un esquema perfecto para neutralizar la revuelta importando negros yumecas. Las habitaciones mejor adecuadas eran para esos trabajadores de Jamaica, y el resto, más de tres mil, vivíamos en campamentos que llamábamos ergástulos o en pensiones de medio pelo y hoteles de mala muerte, y la empresa solo contaba con dos médicos para atenderlos a todos. A los trabajadores nacionales los medicaban sin examen y siempre recetaban quinina, aspirina y yodo, y al que se enfermaba de gravedad lo despedían antes de que se declarara impedido para no tener que asistirlo con una pensión. La Gringa, como llamaban a la compañía, instaló una alambrada para separar la ciudadela de los extranjeros de los barrios de obreros nacionales, y no obedece a la policía porque tiene un grupo de comisarios que reprime y se amanguala con los esquiroles para aniquilar cualquier brote de protesta en sus predios. Dijo que yo debía estar listo para la revolución, con el ojo abierto y la máquina Kodak siempre a la mano, para fotografiar el día en que los obreros rompieran las alambradas y entraran en los comisariatos exclusivos a llevarse los enlatados y las sopas Camps. Me pidió que le tomara una fotografía y se puso al frente del salón. El Club Nacional estaba atestado de gente de los buques cargueros y negros de los braceros y desbrozadores del oleoducto de la otra compañía, la Holandesa. Fotografié todo el conjunto.
—Don Alejandrito dejó pagados tres meses por anticipado —repitió la mujer—. Supongo que pensaba regresar en menos tiempo. Pero el caso es que nunca volvió. Pasados seis meses saqué sus cosas y arrendé el cuarto. Y hasta el sol de hoy.
Mientras seguía a la mujer, cuyo bastón taconeaba por aquellos pasillos y patios que olían a cáscaras de naranjas secas y a sudor, se dedicó a observar los cuadros por momentos. La mujer notó el interés prestado a aquel cuadro que lo hizo detenerse porque presintió un aire familiar. Era un hombre que posaba junto a una cámara de cajón con el codo reclinado sobre el aparato. Ella explicó que era un retrato de su hermano, realizado por otro de sus huéspedes, maese Goya, como le decían al pintor Ulises Álvarez, autor de la totalidad de los cuadros que rodeaban los patios de la pensión Casa Pintada. Lamentablemente, añadió, el pintor fue asesinado por la policía del pueblo del Cacique en 1929 cuando el alzamiento bolchevique. En una época le gustaba hacer cuadros en yute, esa tela ordinaria a la que echaba pintura en todas direcciones y le gustaba colgarlos sin marco o pintar directamente en pedazos de madera o en muros de cantina. El hermano del pintor quiso reclamar los cuadros para venderlos, pero ella no se los entregó porque Ulises Álvarez tenía una mujer que era su asistente y modelo y había tenido un hijo con ella, así que antes de irse a hacer la revolución bolchevique había dejado arreglado para que ella, la madre de su hijo, tuviera la potestad de la obra. La mujer del pintor regresó, pero solo se llevó los cuadros a color y los que estaban firmados con su apellido y no con aquella bandera comunista que a veces ponía en la esquina inferior derecha. Entonces colgó los cuadros por toda la casa, aunque tenía muchos más en el cuarto de San Alejo, pero no los ponía todos más por falta de paredes que de espectadores. Alejandro y el pintor habían sido buenos amigos y por eso lo había retratado.
La mujer continuó andando hacia las habitaciones del fondo de la pensión.
El último patio era un solar con árboles frutales, lavadero al aire libre y cuerdas para extender sábanas con ropa puesta a secar. Había un naranjo al que no se le quitaban las frutas que caían mohoseadas o colgaban secas de las ramas, había un gran hormiguero en el tallo. El palo de mango había extendido una de las ramas sobre el techo de barro sin llegar a rozarlo. En la rama había varias iguanas embobadas de calor.
El cuarto de San Alejo era el último. Como no tenía ventana, el haz de luz del día penetró en el cuarto como un puño resplandeciente cuando la mujer abrió la puerta rasgando la oscuridad. Había una torre de catres de hierro montados unos sobre otros, escaños de madera, sillas rotas, espejos de hierro del mismo tamaño, cajas herméticamente selladas, baldosas blancas y negras como las que tapizaban todos los zaguanes, bidés, lavamanos, una mecedora sin mimbre, un triciclo de niño y un andamio donde había amontonado el resto de los cuadros del pintor.
Junto a los cuadros, había dos baúles de compartimentos forrados en cuero y remachados con taches, bisagras y cerradura y una bicicleta.
—Es todo lo que dejó don Alejandrito. El pobre solo se llevó una maleta de cuero y un maletín de mano. Eso sí iba bien vestido, porque elegante sí era. Pero tenía un ojo chungo de los golpes que le dieron en el calabozo.
—¿Estuvo preso?
—El ojo colombino se lo cubrió con un parche de pirata para que se le quitara la visión doble. Donde mi hijo no lo ayude, si más lo matan, cuando estuvo preso. A mi hijo no me lo dejaron llegar a coronel, pero me dieron una condecoración con su cadáver. Por eso le digo que sé bien lo que es perder un hijo. Cuando mi hijo supo que don Alejandrito estaba en el calabozo del batallón se arriesgó y pudo sacarlo vivo. Don Alejandrito se despidió de mí y se fue en el carro de uno de sus amigos.
—Yo no sabía eso.
—Si quiere saber más, pregúnteles a ellos, sus amigos. ¿Cómo va a hacer para llevarse ese trasteo? Esa máquina de escribir se ve que le pesa y usted solo tiene dos manos. ¿Le consigo una zorra?
Le pidió que le permitiera mantener las cosas guardadas en el cuarto de San Alejo mientras encontraba un lugar para alojarse en el puerto, y luego pasaría a recogerlas.
—Lo que sí puede llevarse ahora son las cartas.
—¿Qué cartas?
El pintor me dijo que le gustaba dibujar en papel porque era más rápido acabar un dibujo en las horas de calor y más fácil almacenar la obra en papel, porque los lienzos ya no cabían en las paredes de Casa Pintada. Quiso ver las fotos que había tomado y después de ver los retratos que hacía usando como fondo el terciopelo negro me dijo que no fotografiara con decorado, ni tratara de suplantar a la pintura, que eso era puro teatro, que debía salir a la calle y fotografiar directamente a la gente en sus actividades cotidianas. Que aprendiera de la pintura: desde La Comuna de París la pintura había desterrado a los reyes y había puesto a los dioses junto a los artesanos y los trabajadores y los estudiantes. Por eso La Libertad guiando al pueblo de Delacroix marcha descamisada sobre una pila de muertos. Por eso Rembrandt iba a las clases de Medicina donde diseccionaban cadáveres. Por eso Caravaggio pintó al enemigo al que dio muerte y se incluyó en la escena en que Judas entrega a Jesús en el monte de los Olivos. Courbet se puso del lado de La Comuna. Por eso Goya se había dado cuenta de dónde estaba lo importante y sacó a los reyes de sus cuadros y metió a los jorobados y a las ancianas chuchumecas. Porque el arte estaba en la calle. El protagonista era el pueblo. «¡El impresionismo es el arte de la burguesía!», se exaltó. «El arte debe ser como piedra dura», concluyó en su arrebato estético.
Un ayudante joven que lo escolta a todos lados, y que figura en algunos cuadros como su modelo, sonrió disimuladamente como si ya estuviera acostumbrado a esas intervenciones enérgicas como los discursos de mítines que se hacen durante las quincenas en la plaza pública. Luego el pintor habló, siempre estando de pie, de santería. La historia de los dioses domésticos que trajeron los esclavos en el barco negrero. No eran dioses para celebrar, eran dioses para proteger y hacer daño al esclavizador. La riqueza de América eran los indios, no las minas. Pero como los mataron, trajeron a los negros. Toda la riqueza la sacaban para engrandecer las ciudades de Europa y en América solo dejaban miseria. Aquí me pareció que quienes lo rodeaban ya estaban muy borrachos y nadie ponía atención a los arrebatos veintejulieros del pintor, por lo que resultaba un tanto patético. Me fui al bar y lo dejé vociferando.
Después me enteré de que el pintor era uno de los oradores en la tarima que Mahecha instalaba los sábados en el Parque Nariño y que había alternado con María Cano, la Flor del Trabajo, y era uno de los miembros del Comité Central Conspirativo (del Partido Bolchevique Revolucionario) y leía en los dormitorios de los obreros boletines de noticias que llegaban desde París y desde Moscú y desde Hamburgo. Las noticias de los obreros eran impresas en una prensa portátil de propiedad del pintor y se leían en voz alta para que los trabajadores analfabetos pudieran comprender las contradicciones del mundo que los esclavizaba.
El pintor, al que llaman «maese Goya» desde la época en que instaló en el puerto el taller de grabado Maese Goya, tiene una llaga en la pantorrilla que se cubre con vendas, se llama Ulises Álvarez y creo que lo que me dijo esa tarde me hizo cambiar la forma de mirar el puerto del Cacique con las bandas de gallinazos acechando en las cuerdas de la luz, prestos a destripar el primer burro o perro muerto que encalle en el río, estos carros de lujo estacionados en perpendiculares, esas mansiones gringas soterradas con porche y barandales de madera, esos almacenes llenos de enlatados y electrodomésticos, los lujos de los petroleros y las carencias de la gente que no tiene nada y que hace fila en la esquina de los varados y solo espera que los contraten para otro frente de obra y así trabajar en la Gringa mientras esperan que cambie su destino malviviendo en las chozas que se construyen en las barrancas de sedimento de arena que el río ha amontonado por los siglos de los siglos. «El privilegio hará que los obreros se llenen de odio de clases y rompan los alambres de la opresión», dijo. Pero entonces uno de la patronal le contestó: «No se le olvide que los obreros desean vivir también en mansión y comprar en el comisariato de los gringos y tener automóvil, maese». El pintor respondió: «Los revolucionarios queremos privilegios burgueses para todos, pero para eso necesitamos tomar el poder». Unos meses después fuimos al Club Nacional con mi amigo Rubén y nos enteramos de que el pintor se había ido a organizar la revolución en el pueblo del Cacique.
—Don Alejandrito recibía y enviaba muchas cartas. Todas las que recibió las tengo yo guardadas en la caja fuerte de la pensión.
La mujer abrió el armario de puertas dobles y le pidió el favor de que le acercara uno de los bancos amontonados. Aposentó en el banco sus nalgas pesadas, sacó del seno encorsetado una llave larga y abrió una compuerta que dejaba a la vista la perilla de una caja fuerte empotrada en la pared. Le pidió a Timoleón que se diera vuelta y giró la perilla hasta combinar la clave que desaseguró la palanca. Abrió la caja fuerte y buscó una lata de galletas saladas marca Nacional. La tomó y cerró la caja fuerte con un golpe recio. Cerró la compuerta, luego cerró el armario y se levantó apoyándose en el bastón.
—Alejandrito me dijo que si el ejército venía por sus cosas, dejara que se llevaran todo, pero que no les entregara esta lata porque ahí estaban las cartas con la gente más cercana y las direcciones, así que después de que pasaran los militares debía prenderles fuego para proteger a los remitentes, pero los militares nunca vendrían a registrar la casa de la mamá de un capitán. Yo no miré lo que contenían, para no meterme en problemas. Guardé todo esperando que un día él volviera y podérselas devolver, pero como no volvió, en tus manos encomiendo mi espíritu. Mi hijo me dijo un día que habían encontrado un ahogado en la Laguna del Miedo en Cazabe y que estaba irreconocible, pero que la descripción de su ropa coincidía con la de don Alejandrito. Chismes que corren en el puerto. Pero yo estoy segura de que no era él, porque él se fue en septiembre y el cadáver que le digo apareció en enero.
EL PUERTO DEL CACIQUE
Cuando llegué al puerto del Cacique me había vestido con la ropa de mi padre como si fuera para la universidad: un traje verde que fue de él y me quedaba al cuerpo, pajarita, botines puntudos de cremallera lateral. Así imaginaba que se vestían los que iban a la universidad, porque así era como vestía mi padre, a quienes todos llamaban el doctor Plata.
Mi pobre padre era médico. Dedicó media vida a estudiar el funcionamiento del cuerpo humano y otra media a cuidar las fallas en los cuerpos de sus pacientes, siempre soñó con darle la vuelta al mundo y, como no pudo hacerlo, por estar siempre ocupado sanando los cuerpos de los demás, se compró artefactos que simulaban el movimiento para engañar su anhelo de aventura.
Tenía caña de pescar y carabina para cacería. Tenía bandola y violín para amenizar las fiestas. Se compró un telescopio para ver las estrellas y una cámara de cajón que hacía instantáneas sumergiendo una placa en un balde de agua. Y un Studebaker, que era uno de los tres carros que había en circulación, y como aún no existía la carretera para llegar al pueblo, tuvieron que traerlo por partes, por el camino de piedra, a lomo de mulas. No había quien lo ensamblara, así que trajeron al herrero que arreglaba los coches de caballos y le mostraron los planos. En dos semanas, ante los ojos de todos, el herrero logró armar el carro como indicaba el plano. Luego le dieron manivela y el Studebaker encendió en un ataque de tos metálica y se quedó temblando como un caballo a punto de salir al gran Derby ante la mirada atónita de todos, y el herrero se puso a bailar de contento, entonces mi padre le pagó un curso en Bogotá para que aprendiera ese nuevo oficio, la mecánica del automóvil, y así fue como Clímaco «Carroloco» cambió de oficio.
Luego mi padre se aficionó a otros instrumentos. Así llegó a casa la cámara Kodak de cajón y placa para intentar detener el paso del tiempo, pero esa pasión la interrumpió una diabetes que primero lo fue dejando ciego y en menos de cinco años le arrebató las piernas, el único vehículo que debió haber usado para irse por el mundo.
Pensé, al llevar su mismo traje, y nombre, que me había transformado en él, y que tenía la encomienda de realizar ahora todo lo que él no pudo hacer por estar estudiando el cuerpo humano.
Por eso me puse esa ropa, porque iba a donde estaban el trabajo, el progreso y el dinero: el puerto del Cacique, la llanura lacustre de la concesión petrolera donde retozaron de amor los dinosaurios y donde desde el fondo de la tierra manó una lluvia de aceite negro que convirtió una aldea de pescadores en una fabulosa ciudad de hierro, quemadores y chimeneas que fabricaba dólares, en cuyas avenidas anchas y asfaltadas transitaban más carros que en la capital de la república y a donde iban a dar todos los que deseaban cambiar de suerte para intentar convertirse en los mejor pagados de la familia, con camisas desabotonadas, pantalones de mezclilla y botas de petroleros, antes de que la sangre de la tierra se agotara y la refinería estuviera más yerta que un brontosaurio y su osamenta de drenajes, escapes y tuberías fuera abandonada por las hormigas a orillas del río de la suerte.
Mientras bajábamos de la serranía al valle de La Magdalena y veía esas llanuras interminables atravesadas por nubes de polvo, pensaba menos románticamente en la universidad. La gente que iba a la universidad desde mi pueblo no volvía. Pero eran pocos los que iban a la universidad. Casi todos iban al seminario, con vocaciones erróneas inspiradas por los hermanos salesianos. Y las mujeres iban a que las momificaran en los conventos, adoctrinadas de beatitud por las hermanas betlemitas, y si no se casaban a los dos años de salir del internado entonces era porque iban a vestir santos o a ser los bordones de la vejez de sus padres. Iba malherido del corazón. Me había trozado las venas por una venezolana interna en el colegio de las monjas. Sus padres vinieron por ella en noviembre y se la llevaron de regreso a Mérida. Se llamaba Miranda como el precursor y tenía el pelo rubio, los ojos azules y los labios rojos como la bandera de ambos países. Ni siquiera nos permitieron despedirnos. Se la llevaron a la madrugada, advertidos por las monjas de que el único visitante de su hija en las tardes de domingos aburridos de ese año había sido yo, el hijo borracho de doña Mariquita, la jefa del hospital, cuyo padre era un médico que había muerto con el hígado cariado de cirrosis, según ellas, pues su moralina les impedía diferenciar entre una hepatitis y una diabetes. Era el año de mi graduación y esa pena de amor lo decidió todo. Me emborraché frente al internado de señoritas y empecé a romper las botellas vacías contra el paredón intentando borrar de un golpe su recuerdo, hasta que quedé exhausto y me senté en el andén a verme los zapatos. Entonces vi mis brazos largos cruzados de venas azules y se me ocurrió pasarme el pico de una botella y me rayé la muñeca, pero fue una herida superficial que mi madre desinfectó y vendó cuando caí dormido como una piedra en la hamaca de mi padre.
«Qué le pasa», me reclamó en el desayuno. «¿Se va a matar por la primera mujer que se encuentra en el derrotero de la vida? Esa no es ni la primera ni será la última chigüira de Venezuela, porque usted apenas empieza a abrir los ojos. ¿Qué es lo quiere en la vida?».
Quería irme de ese pueblo de seminaristas y mamasantas. Ser como esa palabra que encontré en el diccionario, andariego, y que mi madre usaba para todos los forasteros que venían a trabajar en los tabacales y un día se marchaban dejando todo, las botas y el sombrero, y se iban al puerto petrolero. Ser un sin rumbo, cruzar la serranía y subirme al primer buque de vapor que surcara el río de La Magdalena.
Le dije a mi madre que me ayudara a llegar al puerto del Cacique y ella habló con su nuevo marido, el alcalde del pueblo vecino, el pueblo del Cacique. Ellos lo arreglaron todo para que yo olvidara a Miranda, la venezolana.
Yo me iba entonces del pueblo, pero no iba a la universidad. Iba a probar suerte en el puerto del petróleo. Llevaba una carta de un alcalde para ser incorporado a la cuadrilla del ingeniero Krone Nepper, quien había hecho la misma carretera de tierra por la que yo viajaba entre el pueblo y el puerto.
Mi pueblo levítico quedó detrás de la serranía con sus casas blancas y sus solares de geranios alargados y sus caneyes pardos, las calles solas y las puertas abiertas como un cementerio abandonado. Lo dejé atrás sin remordimiento, alejándome por aquella carretera de equilibristas por la que solo cabía un vehículo de ida. Había que romper las nubes de la serranía y descender luego al pueblo del Cacique, cuna de liberales donde vivía gente hosca que vigilaba a los del pueblo de al lado como enemigos políticos y donde la mirada de los de fuera no entendía nada de lo que allí pasaba. Ambos pueblos dependían de la carretera que se abrió para romper la serranía y descender a las planicies del chapapote donde estaba el puerto del Cacique. Los campos petroleros fueron los terrenos que el pueblo del Cacique perdió a manos de la concesión cuando los pescadores vendieron sus tierras y la riquezas del subsuelo a un falso arrendador, y empezó la extracción de la sangre de la tierra, que atrajo a las compañías extranjeras en menos de doce años. Tuve que detenerme brevemente en el pueblo del Cacique, antes de seguir al puerto, para recibir la carta de presentación del alcalde. De allí en adelante la carretera se iba haciendo más caliente y polvorienta mientras se alejaba de la serranía hasta entrar en el espejismo vidrioso del nivel del mar.
El bus dejó de bambolearse por la carretera de tierra y avanzó por una avenida de gravilla asfaltada que recorría una llanura con altozanos, algunos islotes de monte con bombas extractoras de petróleo y sus balancines cabeceando día y noche entre potreros de pasto nuevo y caños evaporados.
Un hedor a pescado y a vómito de bebé al interior del bus se vio de pronto contaminado por un olor acre más intenso, el del diésel de los quemadores que expulsaban humo negro y que saturaba todo el ambiente de los campos petroleros. De pronto vi las primeras construcciones metálicas e indescifrables y solitarias como ciudadelas de hierro en medio de la nada que la compañía norteamericana, a la que todos llamaban la Gringa, había instalado en terrenos de la concesión, como si fueran talleres de extraños navíos que aún no hubieran sido inventados. Vi fugazmente y de cerca una torre de taladro en su bucle incesante de extracción de petróleo. Luego pasamos junto a un edificio blanco que semejaba una mansión norteamericana y a lo lejos vi una serie de hangares que eran talleres de mecánica para carrotanques y maquinarias, y más allá depósitos cilíndricos de petróleo crudo, y luego carreteras que se subdividían en ramales que proseguían hacia los innumerables perforadores petroleros que bombeaban al mismo tiempo en la llanura de la concesión. De repente vi los bungalows del barrio de los extranjeros.
Había un reverdecido campo de grama donde un grupo de mujeres con faldas blancas y hombres vestidos también de blanco y con zapatillas jugaban a pasar una pelota blanca por encima de un charco, y luego vi las canchas de tenis de tierra colorada y la enorme construcción del Club Extranjero. Eso fue como una aparición fantasmal, como haber tenido la visión fugaz de estar entrando en otro país.
El bus pasó un tramo de selvas de mangos, con los árboles más altos de esta especie que yo hubiera visto hasta entonces, y después de bordear una serie de ciénagas entró a los truculentos barrios de tabla y techos de palma y zinc que habían brotado como hongos directo de los bancos de arena mientras se tendía la avenida del ferrocarril, barrios de andariegos que habían llegado recientemente al puerto en busca de trabajo como obreros rasos en la compañía petrolera. Luego siguió a los barrios de ladrillo sin pintar de los obreros casados y luego a los bungalows del barrio obrero de solteros contratados por la compañía, seguido por el comercio con sus calles grasientas por el aceite vertido por carrotanques y construido a molde por la compañía. Así avanzó el bus por varias manzanas idénticas hasta las calles principales. Aquella avenida con ferrocarril en medio de talleres, graneros, billares, llegaba hasta el paseo del río y seguía hasta el puerto, donde nuestro bus al fin se detuvo.
Al bajarme sentí el calor que vino a recibirme. Era un calor que provenía de todos lados. Nunca imaginé ese bochorno afiebrado que había en el puerto del Cacique y que me hizo arrepentirme del atuendo elegido y desanudarme la pajarita porque al descender estaba todo empapado de sudor. El sol era implacable y hacía correr más lento el tiempo y había en el ambiente una atmósfera líquida con olor a barro seco. Cuando me limpié el sudor de la frente todo apestaba a algo podrido, como a reptil y mortecina. Abrí la boca para dejar de olfatear el ambiente. Al ver la línea de vapor líquido en la reverberación del horizonte y sentir en el cuerpo la hinchazón de la fiebre del mediodía, me sentí pesado, cansado súbitamente, mirando todo con las pestañas como cortinas semicerradas, respirando hondo. Me quité el saco y desabroché el chaleco y solté los botones superiores de la camisa ensopada.
Entonces vi las altas torres de la refinería en las que vomitaban fuego los quemadores de los alambiques. Al echarme a caminar casi arrastrando los pies sobre esa tierra caliente me perseguía la marejada del calor como el aliento de una paila de azúcar derretida. Era un calor pegachento que me empapaba las axilas. Mientras transpiraba y caminaba, percibía mi propio olor de caballo asustado.
Llevaba una maleta de cuero, la cámara de cajón de mi padre, la carta de recomendación del alcalde, cien pesos que me dio mi madre y toda la fuerza de los diecinueve años.
En una cancha de tierra, un grupo de niños sin camisa y sin zapatos jugaban a patear una pelota de trapo que ya se estaba desvistiendo o que acaso había sido hecha con la ropa que les faltaba a los jugadores. Había uno vestido solo con el calzoncillo roto.
Doblé el saco y el chaleco y los puse dentro de la valija de cuero. Me anudé el pantalón con la corbata y me quedé en mangas de camisa, con los ojales del pecho desabotonados. Los niños pensaron que yo iba a jugar con ellos y me lanzaron la pelota de tela. La pateé y por poco la meto en el espacio imaginario entre dos piedras que les servía de meta. Pero el arquero descamisado la desvió de un puñetazo. Vi un arrume de periódicos junto a la cancha y tomé uno. El niño que jugaba de arquero, al verme, empezó a vocear la noticia central: «LA MANCHA NEGRA, PLIEGO DE PETICIONES DE LOS OBREROS NACIONALES, SI LA COMPAÑÍA NO ACEPTA EL PLIEGO IRÁN A HUELGA». Le pregunté cuánto costaba y me indicó tres centavos con el índice el anular y el corazón de su pequeña mano sucia. Le dejé cinco sobre el arrume de periódicos.
Caminé en busca de un hotel hacia la calle del Molino y me detuve varias veces a ver las vidrieras de los almacenes. De un balcón colgaba un canasto y tenía un cartel: «LA PESCA MILAGROSA: deposite aquí un centavo y obtendrá un regalo fabuloso». Deposité la moneda y el canasto subió y desapareció en el balcón. Pensé que me habían despojado de la moneda tontamente, pero luego el canasto volvió a descender como si desenvolvieran una caña de pescar. Adentro había un regalo con una tarjeta: EL QUE NO PESCA, NO GOZA. Lo desenvolví. Había un portarretratos de madera muy bien pulido. Como estaba vacío, busqué en mi billetera una fotografía de mi padre y madre con sus tres hijos pequeños sentados en el capó del Studebaker. Le quedaba perfecta. Luego guardé el portarretratos en un bolsillo externo de la maleta. Sentía el cuello pegoteado y el pelo recalentado de caminar bajo el sol. Me recliné contra una pared para que el sol no me pegara directo, y un vendedor ambulante de sombreros de toquilla me dijo que no me asoleara más, así que le compré uno, y al verme recién llegado me recomendó el mejor aposento para andariegos, Casa Pintada: una pensión diagonal a la torre de correos, al fondo de la calle del Molino, reconocible porque tenía las paredes pintadas de color rosa.
Le hice caso porque usó esa palabra, andariegos, gente como yo. Llegué hasta allí caminando bajo el sol con mi sombrero de toquilla nuevo y reconocí la torre de correos coronada con un capitel que en lugar de pilastras tenía dos cariátides con mirada serena y las manos apoyadas sobre espadas colosales talladas en piedra que vigilaban la entrada y miraban hacia el río. La calle terminaba interceptada por el molino de viento que extraía agua subterránea. Allí empezaba la albarrada y el paseo del río hasta el fondeadero del puerto donde estaban los burdeles y la estación del tren de la compañía y una de las ocho entradas de la ciudad de hierro de la refinería. En la esquina se había amontonado la gente, porque frente al molino había un par de actores cómicos con trajes de don Quijote y de Sancho Panza. Una mujer hacía de Sancho y se había inflado la cintura con almohadas y se había pintado una barba de preso. El actor no necesitaba disfraz, de lo flaco que era, y aun así usaba una armadura de cartón plateado sin camisa debajo, por lo que al alzar la lanza se le veían las costillas. Estaban montados en sendos caballo y burro, de madera, y don Quijote amenazaba al molino con irse lanza en ristre mientras la Sancho de gordura y barba postiza le decía que no eran gigantes. «Non fuyades cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete», y se rompía la crisma contra la pared inmutable del molino. La gente se echó a reír con su locura quijotesca y con las contradicciones sanchopancescas. Ellos también eran andariegos, como yo, pensé. Los dejé atrás y caminé hasta la pensión.
Casa Pintada era un hotel de rastacueros, vendedores ambulantes y aspirantes a obrero. Las habitaciones parecían barrios: barrio de intrusos, barrio de aventureros, barrio de andariegos, barrio de los gringos. Y así olían. Los mejores, con ventanales abiertos y cortinas blancas. Los más baratos, cuartos compartidos y revueltos olorosos a pecueca. Lo atendía misiá Bárbara, una mujer regordeta con los pechos rígidos que despuntaban bajo el camisón de holán bordado en sedas de colores. Era de Ocaña. Me vio sentado en una silla de la primera sala, mirando el tejido del sombrero en mi mano, sudando a chorros y despatarrado, y preguntó de dónde venía a sancocharme de calor en el puerto del Cacique. Al oír el apodo que le habían puesto a mi pueblo de montañeros de a pie, Alpargatoca, no pudo evitar fruncir las cejas como si algo le molestara y dijo que me daría la habitación más barata y me condujo al último patio, donde daba sombra un palo de mango. En el piso había un tapete de mangos rajados cubiertos por una capa de moscas que se alzó cuando pasamos. La habitación era ciega, sin ventana, y apenas cabían una cama y un pupitre escolar y tenía un baño con azulejos que hervía de calor como un baño turco.
En Casa Pintada, informó, había piezas por una noche como en los hoteles, o residencia con pensión de diferentes precios. Aquella era habitación de una noche porque se usaba exclusivamente para el amor. «Las más baratas tienen cama y toalla, pero solo necesita un trapo para arroparse, porque el calor le puede quitar el sueño».
Tal vez pensó que no tenía cómo pagar una pensión, pero luego me di cuenta de que insinuaba que yo provenía de tierra de gente tacaña, y le dije que quería un cuarto de pensión con derecho a todo: desayuno, lavado y planchado, vistas a la calle o a uno de los patios internos.
Dijo que esos eran los cuartos más caros, que solo podían permitirse aquellos que ya tenían trabajo. Le dije que no me importaba el precio porque yo ya tenía trabajo y entonces me llevó de regreso al primer patio donde había una alberca de piedra en la que zumbaba el agua de la llave y unos pájaros caían en picada para bañarse y luego volar de nuevo al techo.
Para demostrarle que no era tacaño, le pagué todo un mes por anticipado. Ella pareció impresionada y preguntó si estaba huyendo de mi pueblo, porque aún dudaba de mi generosidad, no de mi solvencia. Le dije que venía a trabajar, y pregunté dónde estaba la oficina de la Gringa.
«Sí, joven, es lo que dicen todos cuando llegan, dónde está la Gringa», comentó desilusionada, pero me informó que las oficinas de la patronal y la gerencia estaban en un edificio enorme en terrenos de la concesión y había que ir en tren y tener una cita para que dejaran entrar, pero en el Parque Nariño estaba el edificio de Servicios Administrativos donde contrataban obreros ocasionales, y enseguida me indicó cómo llegar.
La habitación tenía una cama sencilla con mosquitero de gasa, una mesa con un taburete de cuero de babilla y una gran puerta como ventanal que daba a la calle, desde donde podía ver el pecho firme y la mirada altiva de las dos cariátides.
Las llamé las romanas Anita y Consuelo, porque se me parecían a las de una ilustración de arte romano, y todas las mañanas al rasurarme les hablaba, les contaba cómo iba la obra, o les leía en voz alta estas cartas para que me ayudaran a corregir los errores con un carboncillo.
Salí de allí en busca del ingeniero Krone Nepper y caminé guiándome por la torre del agua hasta la plaza principal. Junto al edificio de la alcaldía estaba el edificio de Servicios Administrativos de la Petroleum Company. Una secretaria general me informó cuál era el cubículo de su oficina. Me atendió otra secretaria que me anunció enseguida tras una puerta metálica. «Puede seguir, lo estaba esperando», dijo para mi sorpresa. El ingeniero estaba en su oficina y me esperaba, así que sospeché que, además de recomendarme, mi padrastro lo había llamado para hacerlo personalmente.
Entré en esa oficina y vi un escritorio con un mapamundi, una estantería con los veinte tomos de la enciclopedia El tesoro de la juventud, un cuadro con una escena de cacería y un hombre fumando en pipa y sentado en un sillón en medio de un escritorio diagonal de dibujante lleno de planos revueltos.
El ingeniero era de corta estatura, pero de hombros firmes y brazos fuertes, con el pelo cortado a cepillo y peinado hacia atrás, fijado con gomina y los ojos del azul diáfano del cielo a las cinco de la tarde.
Me presenté y le extendí la carta del alcalde.
La leyó y la releyó y observó la firma y el nombre. Dijo que debía hacerme una prueba y luego dijo que lo acompañara y me llevó a los billares del Club Nacional, que olía a cerveza y a tortillas de huevo recién hechas y a la rancia nata del pan con mantequilla de la lonchería. Allí me presentó al dueño del lugar, el propio señor Hayita escondido en un estanco de cajas de cerveza apiladas hasta el techo.
Era un anciano de ceño fruncido y deslenguado que dejó de leer el periódico y se puso feliz al detectar la presencia del ingeniero y enseguida hizo traer al mesero tres cervezas heladas. Bebimos varias rondas. En cada cerveza deslizábamos chupitos de ron. El ron no hace sudar las copas como la cerveza helada. Tampoco el cuerpo. El ingeniero pidió permiso a Hayita para apartarse y se fue al orinal, y Hayita me dijo en su ausencia que tuviera cuidado, porque el ingeniero Krone no contrataba a nadie sin someterlo antes a pruebas de aptitud difíciles, razón por la cual los obreros contratados solían llamarlo a sus espaldas el ingeniero K-brone.
Cuando acabamos la segunda botella ya empezaba a bajar el sol en el puerto del Cacique y la luz se hacía más amarilla en el horizonte. El calor no menguaba y de pronto estábamos en silencio, como anclados por un magnetismo que hacía todo más y más lento en el calor. Una lentitud que parecía hacer flotar las botellas vacías. El ingeniero se levantó de nuestro lado de la barra como si concentrara todas sus fuerzas para apartar la modorra y aferrarse a una idea y dijo: «Ya es hora de matar patos, Hayita». El viejo entró en la trastienda y regresó con tres carabinas .30 y una caja de balas. Nos dio una carabina a cada uno y caminamos hasta el embarcadero de la ciénaga a pocas cuadras de allí. Afuera hacía más calor que adentro. Un calor viscoso por el que la camisa se pegaba a la piel. Una vez allí subimos a su canoa y el remero nos llevó a la otra orilla donde planeaban los patos migratorios en busca de alevinos y cangrejos. Sentimos la brisa de la inercia de la barca que se impulsaba sola. Había pájaros lejanos de patas largas, pico curvo y colas verdes, eran ibis, me informaron. También había garzas blancas.
La ciénaga estaba secándose y esa era la causa de tantas moscas. Donde el agua había retrocedido se veía un tapete verde de taruya con parches negros de quema que se extendían hasta llegar a un playón de barro seco. Hayita apuntó a unos matorrales y árboles amontonados en la orilla y nos dijo que debíamos disparar cuando la bandada de patos se elevara. Disparamos y los patos se dispersaron graznando en todas direcciones. Ningún pato cayó. Sin embargo, con el estruendo aparecieron de entre los matorrales cuatro personas. Caminaban lentamente y nos estaban mirando. Hayita miró al ingeniero y le hizo una señal casi imperceptible con la vista. «¿Ve esos parches negros? Son ellos los que están quemando la ciénaga». Le pregunté intrigado por qué lo hacían. Hayita escupió y dijo que cazaban manatíes para hacer bolas de manteca y venderlas en el mercado del puerto. Luego calló y siguió mirándolos. Cuando la ciénaga estaba seca, dejaba esos grandes terrenos pantanosos donde se encallaban los manatíes. Al quemar la taruya los manatíes alzaban alaridos delatando inocentemente su ubicación. Entonces los tipos iban y los atravesaban con una lanza que les partía el corazón.
Pasó una ráfaga de viento y vimos un fuego que se avivó cerca de donde estaban los matadores de manatíes. Un águila roja de incendios planeó sobre la columna de humo. Dijeron que no habláramos mientras el viento iba en dirección a ellos porque el aire arrastraba las palabras al otro lado de la ciénaga y podían oír lo que decíamos como si estuviéramos junto a ellos. Probablemente acaban de escuchar lo que decíamos, añadió el ingeniero, porque se detuvieron a mirarnos. Seguimos caminando en silencio pero las pisadas en la taruya crujían con un ruido espantoso. El viento sopló un rato en la misma dirección y el fuego se extendió en torno a ellos. Pero luego ya no hubo viento y el incendio también se detuvo. El ingeniero dijo que había que ir a inspeccionar y recordarles con delicadeza que por decreto del alcalde estaba prohibida la caza de manatíes en la ciénaga, porque estaban acabando con la especie. Vamos, les dije, esmerándome para parecer preocupado como ellos por los animales. Ellos se miraron de una manera extraña. «No podemos ir todos, porque pueden volverse violentos. Debemos mantenernos alejados uno del otro por si pasa algo, y solo puede ir uno de nosotros a hablar con ellos, desarmado».
El sol había empezado a descender sobre la ciénaga y todo resplandecía de un amarillo ocre. Entonces vi que los dos estaban mirándome. «Vaya usted», me dijo el ingeniero. Hayita me quitó la carabina como si fuera una orden marcial. Recordé que me había hablado de la dificultad de las pruebas que imponía el ingeniero Nepper a los aspirantes a trabajar con él. Beber era una, porque era el pasatiempo preferido de los obreros, y un obrero con «mal beber» podría emborracharse y armar pleitos. Otra prueba era enviar a un obrero de compras a establecimientos de precios conocidos con una suma considerable y probar así su honestidad, me había prevenido Hayita. Pero entonces supe de manera súbita que la invitación a beber era el preámbulo para la verdadera prueba que me impondría el ingeniero K-brone ese atardecer.
Pensé que si me negaba a ir a hablar con los cazadores de manatíes, bien podría pasar al regreso del hotel por mi maleta de cobarde y regresar al pueblo de seminaristas o irme a la universidad y ser una copia de mi padre y obtener un título antes de intentar siquiera conseguir trabajo con él.
Entonces me eché a andar sobre la taruya hacia los matadores de manatíes, decidido. Con cada paso, apretaba los puños y mis pies hacían crujir las hojas secas y me daba la impresión de estar haciendo un ruido infernal que asustaba a los pájaros y ponía en guardia a los cazadores. Me daba la impresión de que los cuatro tipos intentaban aumentar la distancia alejándose de nosotros, pero la ciénaga era tan grande que no podíamos estar afuera de su perímetro solo caminando. A medida que me acercaba noté que llevaban sombreros de ala ancha y ponchos que les servían para envolverse parte de la espalda y la cabeza para así proteger el cuello y las orejas del sol. Llevaban también unas varas largas y afiladas que eran las que debían usar para matar a los manatíes o, llegado el caso, a entrometidos como yo.
Cuando los vi hurgar la tierra con esas lanzas, me detuve. No sabía si entenderlo como una señal de amenaza. Era como si me advirtieran que estaba cruzando una invisible línea roja. Estaba a diez metros de ellos. Podía percibir su olor montuno. Ver sus ropas rotas y manchadas en el resplandor del crepúsculo.
Caminé hacia ellos decididamente, pero creo que iba aguantando la respiración de puro miedo. Cuando les hablé, alzaron la vista y me miraron con indiferencia. No me contestaron el saludo, pero no esperé su respuesta para soltarles un cuento.
«Mis amigos apostaron a que no era capaz de venir a decirles que el alcalde prohibió la caza de manatíes y el comercio de su grasa».
Ellos dejaron de mirarme y volvieron a punzar la tierra con sus lanzas.
«Dígales que ambos perdieron la apuesta, porque lo que estamos buscando es tortugas galápagas».
Me limpié el sudor de las manos con las faldas de la camisa y perdí el miedo con su respuesta. Me acerqué más. Ahora los detallé y me di cuenta por sus andrajos de que eran gente muy pobre que vivía en los ranchos de invasión que había visto a lo lejos cuando subimos a la canoa, y que aquellas lanzas eran varas de corozo afiladas con machete, y si bien podrían atravesar un manatí, habría que ser muy diestro para usarlas como arma de defensa contra un oponente humano.
«Dígales también que en esta ciénaga ya no hay manatíes».
Me acerqué al caparazón de tortuga que uno de ellos encontró entre la taruya y que barrió con la lanza y rodó a mis pies. Estaba hueco. Significaba que otros cazadores de tortugas se les habían adelantado. Miré el caparazón abierto por un lado con un puñal y olí su vacío de algas. Alcé mi brazo y les hice señas al ingeniero y a Hayita para que vinieran. Ellos se acercaron a pasos lentos con las carabinas atravesadas al hombro para demostrar que no eran hostiles. Los cazadores siguieron hurgando la taruya sin prestarles atención. El ingeniero les preguntó cómo iba la galapagada, y ellos lo saludaron como si fuera un viejo conocido:
«Ni una, ingeniero, ya no hay ni tortugas en esta ciénaga. Solo sapos».
Hayita parecía estar disfrutando del momento y de que me llamaran «sapo» en mi presencia. Me devolvió la carabina, nos despedimos de los cazadores y volvimos a la canoa dando un gran rodeo a la ciénaga mientras el último rayo de luz se extinguía y el sol se apagaba como el ojo de un girasol seco en el cielo canicular.
La canoa se deslizó entre los cantos de las bandadas de aves y chillidos de ranas nocturnas y el reflejo de las casas que bordeaban la orilla, y pude ver fugazmente el interior de aquellas casas iluminadas con lámparas de petróleo, pisos de tierra apisonada y ropa puesta a secar en barandas de cañabrava, mujeres con niños desnudos a horcajadas en las caderas que nos miraron pasar y el cuerno de la luna menguante que rielaba sobre el agua.
Volvimos al Club Nacional y llegaron los contertulios de Nepper. Eran extranjeros que detestaban el Club Gringo porque estaba fuera de la ciudad y lejos del río, en medio de la nada. El chef Giordaneli. El piloto Joseph Miller, a quien yo ya conocía, pero que no se acordaba de mí. Todos mantenían una botella de cerveza al alcance. Cuando alguno se iba al baño, los otros aprovechaban para pedir una nueva ronda y hablar mal del ausente.
«Hace componendas y testaferrato y es traductor de los gringos que fuman la mariguana que traen los toreros mexicanos. Estaba prohibido que se casaran con colombianas y este vergajo tiene una mocita de dieciséis que es toda una grosera. Nada de mencionar en su presencia que la reunión de mañana es para crear un sindicato porque nos delata, pilas que ahí viene con su nadadito de perro».
Y el otro se iba al baño y entonces decían que el chef Giordaneli era un turco peluquero. Ya lo habían averiguado con los otros cocineros. Cuando peluqueaba en el Líbano solía echarles alcohol a los clientes para quemarles las orejas peludas, pero hubo uno al que no pudo apagar y se le incendió toda la cabeza con quemaduras de tercer grado, y por eso los hermanos del quemado lo iban a matar y se fue en un barco que lo llevó a Valencia y de ahí a Barranquilla donde al desembarcar fue a desayunar, le sirvieron un tamal y se comió las hojas, y entonces alguien comentó: «Este no es un árabe de Barranquilla sino un costeño del Líbano, dele kibe, no joda».
Hayita puso en la mesa una botella de whisky, de parte del ingeniero, y los demás dieron alaridos de festejo. Entonces el ingeniero habló. Dijo que mi padrastro, el alcalde, había sido quien le tendió la mano cuando llegó a Colombia graduado de ingeniero pero sin el título y sin el idioma, es decir un «rastacuero», como decían en el puerto. Se sintió forastero los cinco años que le tomó aprender el idioma y tuvo que trabajar domando caballos en varios puertos del río hasta que lo contrataron en el puerto del Cacique para herrar la caballería de la hacienda El Plan al otro lado de la serranía, pero el viejo Juan de la Cruz Gómez Rueda, padre del alcalde, dudó de sus capacidades como herrero al saber que era extranjero. Tuvo que vencer sus reticencias, como si fuera la más dura de las pruebas. Así que permaneció en el amansadero y herró sesenta y dos bestias en un día, sin almorzar y sin fallar un clavo. Cuando el alcalde fue a almorzar a la casa de su padre se enteró de la proeza de aquel extranjero que apenas balbuceaba frases llenas de incorrecciones y quiso conocerlo. El alcalde invitó al extranjero a hacer un recorrido a caballo por la hacienda desde la que se veía el pueblo y le preguntó su historia. El extranjero le hizo un resumen de su vida. Le dijo que era ingeniero, pero que su título se había quedado en Austria cuando huyó de los reclutamientos tras la muerte del archiduque, y entonces el alcalde preguntó si era capaz de construir la plaza de ferias del municipio usando tanto hierro y hormigón como si fueran a sufrir un bombardeo aéreo. Krone Nepper aceptó así su primer contrato y se quedó cinco años en ese pueblo, en donde hizo con el mismo sistema de defensa antiaérea en hierro y hormigón no solo la Plaza de Ferias sino el Café Latino, el edificio Tivoli, el Teatro Cervantes, la casa de Ángel Miguel Ardila, las bodegas de la Federación de Cafeteros y cuarenta kilómetros de carretera para conectar el pueblo del Cacique con el puerto del Cacique.