Tiempos críticos

George Orwell

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Orwell como crítico

Recordado sobre todo como novelista, George Orwell cultivó con especial asiduidad el arte del ensayo. Su primer libro fue una crónica autobiográfica de largo aliento, y hasta el final de su vida siguió preparando artículos y reseñas. Dueño de un estilo claro y directo, era un observador nato, capaz de traducir casi cualquier realidad compleja a argumentos inteligibles. Redactó numerosos textos por encargo, según imperativos circunstanciales y a veces apremiado por los plazos, y quizá por ello no se vanagloriaba del resultado. «En una época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros recargados o meramente descriptivos», anotó. «Pero tal como están las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista». A estas alturas, el supuesto panfletista se ha convertido en otra cosa, por cuanto sigue deparando lecturas insoslayables más de setenta años después de su muerte.

Articulista todoterreno, Orwell fue también un literato interesado en las condiciones de su oficio, siempre atento a la relación entre arte y sociedad y muy comprometido con el ejercicio de la opinión como parte necesaria del ecosistema intelectual. En esa veta, firmó una obra crítica de primer nivel compuesta por reseñas, polémicas, perfiles y hasta piezas memorísticas sobre asuntos poco tratados en el periodismo cultural de entonces, como la precariedad en que vivían los escritores o las desventuras de los libreros de lance. El presente volumen recoge lo mejor de esos textos, redactados en la larga década que va de 1936 a 1947, mientras aparecía también el grueso de sus celebrados comentarios de actualidad. Las críticas sobre arte y literatura, pues, pueden leerse como un complemento de los escritos centrados en la política compilados en nuestra antología anterior, Opresión y resistencia, con los que guardan un evidente parentesco de estilo y cosmovisión. En un sentido importante, no podía ser de otra manera.

Orwell tenía claro que la separación entre arte y política era en gran medida ficticia o, como mucho, cuestión de énfasis. «No hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político», apuntó, y tampoco se le escapó que pretender lo contrario, como algunos belletristas de la generación anterior a la suya, era «en sí misma una actitud política». Su impulso natural era vincular las dos esferas, y la lucidez con que abordaba sus temas bastaba para establecer el nexo. El texto de 1936 con el que se abre esta antología, «En defensa de la novela», es un buen ejemplo. Orwell no pone a desfilar ante los lectores tópicos fáciles sobre la libertad creativa del género o su infinita maleabilidad formal, sino que enfoca la mirada en la circulación de la literatura. Al cabo, la defensa comporta un ataque contra los discursos publicitarios que anuncian cada novedad en términos de «obra maestra inolvidable», así como contra el reseñismo que trata de genialidad cualquier título solo aceptable. De ello se desprende una apreciación artística y sociológica: para que la novela conserve su relevancia entre el público, se necesitan críticos independientes que contribuyan a definir una jerarquía del talento, no recomendadores al servicio de intereses monetarios.

El típico ensayo literario de Orwell procede de un modo similar al anterior: plantea un asunto en apariencia consabido, busca sus implicaciones en ámbitos distantes del punto de partida y acaba llevando a los lectores a una consecuencia insospechada. A veces, el efecto se consigue en solo un par de oraciones. A muchos críticos, por ejemplo, se les ocurría decir que Kipling era «un patriotero imperialista», «moralmente insensible y estéticamente repugnante», como hace Orwell al comenzar su valoración del escritor; pero pocos añadirían a renglón seguido que más vale «empezar por reconocerlo, y ver después, si acaso, por qué sobrevive su obra mientras que las personas más refinadas, que se han burlado de él y lo han despreciado, aguantan tan mal el paso del tiempo». De la condena política se pasa así a una pregunta por el valor simbólico de una obra incómoda. Bajo esa óptica, Kipling cifra un problema que pertenece a toda una cultura, y su permanencia en el imaginario británico exige un estudio que vaya más allá de la imagen arraigada en las mentes de sus detractores o defensores.

Que Orwell comentase con ecuanimidad a un escritor tan alejado de sus simpatías políticas puede llamar la atención, pero demuestra su honestidad intelectual. Como buen crítico, entendía que la relación entre ideología y expresión literaria era compleja, y sabía que no podía descalificarse a un creador solo sobre la base de sus ideas. Así, cuando le toca el turno al maduro T. S. Eliot en un ensayo de 1942, no le echa en cara su afianzado posicionamiento clasicista, anglicano y monárquico, sino el hecho de que eso no se traduzca en versos memorables como los que había escrito en otra época. «Ni el feudalismo ni el fascismo son necesariamente letales para los poetas», escribe Orwell, con notable sangre fría. «Lo que es verdaderamente letal […] es el conservadurismo tibio de los tiempos que corren». Dicho de otro modo, el problema con la poesía tardía de Eliot es su decaimiento retórico, que no por casualidad coincide con una flojedad política inexcusable por entonces. Se sigue que el credo de un escritor puede y quizá debe someterse a examen cuando repercute en la obra misma. Unos meses después, Orwell lo deja claro en una reseña sobre la filosofía de William Butler Yeats, cuyas tendencias fascistas no duda en vincular con la «escritura caprichosa y retorcida» del poeta.

Muchos ensayos de Orwell acerca de escritores —y hay que señalar, por el lado negativo, que rara vez se ocupaba de escritoras, o aludía a ellas con frecuencia— se han convertido en textos de referencia por derecho propio, con interpretaciones pioneras en el ámbito literario y el sociológico. Por seguir con los ejemplos, su examen de la obra de Henry Miller, «En el vientre de la ballena», arroja luz sobre el modo en que la literatura de los años veinte y treinta reaccionó a una época convulsa, y su casi omnisciente estudio de Dickens, un escritor por el que sentía una admiración evidente, impugna lugares comunes sobre la supuesta veta contestataria de las novelas. Orwell nota que «Dickens parece haber conseguido atacar a todo el mundo sin enemistarse con nadie». Y remata: «Eso hace que uno se pregunte si no habría algo irreal en su ataque contra la sociedad». Por esa vía, el crítico acaba desvelando justo lo contrario de lo que suele reconocérsele al novelista: una actitud complaciente, sin duda de signo político opuesto a la de Eliot, pero igual de tibia y falta de trascendencia. Nadie vuelve a leer a Dickens como antes tras sopesar los argumentos de Orwell, y un efecto similar tienen sus consideraciones sobre George Gissing, P. G. Wodehouse, Yevgueni Zamiatin o Salvador Dalí.

Lo dicho bastaría para que nuestro autor mereciera figurar entre los críticos más destacados de la primera mitad del siglo XX. Pero su singularidad aflora también en la atención que prestó a ciertos fenómenos artísticos poco considerados en su momento, por lo general pertenecientes a la cultura popular. Desde luego, las llamadas alta y baja cultura no eran compartimentos estancos: en los años treinta un gran crítico como Edmund Wilson podía escribir sin empacho sobre novelas policiacas, y ya en 1901 Chesterton había elogiado las historietas de terror en un texto que parece adelantarse al famoso ensayo de Orwell «Semanarios juveniles». Con todo, los análisis de este último suelen ir más lejos que las meras excursiones de sus colegas. En el artículo recién citado, por caso, no solo aventura la premisa de que las publicaciones populares son «el mejor indicio con que contamos acerca de lo que siente y piensa la gran mayoría de la población inglesa», una frase precursora de la crítica cultural que tan buena fortuna haría en la generación siguiente; al analizar las revistas orientadas a los jovencitos en edad escolar, nota que la imaginería de sus historias es marcadamente conservadora, con el corolario de que la izquierda no parece haberse ocupado de ofrecerles modelos de lectura. Provocación final: «Este es un hecho que solo carece de importancia si uno cree que lo que se lee en la infancia no deja una impresión duradera».

No cabe duda de que las inclinaciones políticas del autor, siempre vinculadas al socialismo democrático, le ayudaron a advertir problemas como el anterior, que difícilmente identificaría un crítico reaccionario. Hay también un impulso democrático en su voluntad de reivindicar la experiencia estética en ámbitos de escaso prestigio. En este sentido, el ensayo clave es sin duda «El arte de Donald McGill», cuyo tema, poco prometedor a primera vista, son «las viñetas que se muestran en los escaparates de las papelerías baratas, las postales coloreadas que se venden a un penique o a dos». Orwell sabe que es un género menor, a menudo denostado por su humor ramplón y su uso de estereotipos sociales. Sin embargo, ve en la vulgaridad una virtud: las imágenes de las postales no solo reflejan bajezas y conductas inherentes a la condición humana, sino que recuperan un material cómico-carnavalesco que, en tiempos modernos, rara vez encontraba expresión en otra parte. La gran literatura, señala también, lo incluía sin problemas en época de Shakespeare o Cervantes, y excluirlo en nombre del decoro puede ir en detrimento de ella. El puente entre culturas queda debidamente tendido en el marco del ensayo, que contiene desde análisis de chistes verdes hasta alusiones a James Joyce. (Vale recordar que Orwell elogiaba el Ulises por descubrir un mundo de asuntos pedestres, pero plenamente reconocibles).

El ensalzamiento de Joyce puede sorprender a quien considere al irlandés un escritor poco afín a Orwell, cosa muy cierta en el aspecto técnico; pero Orwell no era menos literario a su manera, y sus textos dan muestra de un prodigioso abanico de lecturas. La mayor diferencia estriba quizá en que Orwell no parecía ver nada excepcional en la vocación literaria. Cuando escribía sobre el mundo profesional de los escritores, como hace en muchos de los ensayos aquí reunidos, se esmeraba en comentar realidades tangibles: cantidad de encargos, relaciones con redactores, atractivo comercial de tal o cual texto. Dicho en términos marxistas, le preocupaba en especial la estructura económica que sostiene la superestructura simbólica de la literatura. También es notorio lo mucho que mencionaba el dinero en relación con los libros. ¿Eran demasiado caros? ¿Costaba más leer o fumar? ¿Cuánto necesitaba un escritor para vivir? En varias ocasiones, Orwell plantea estas y otras preguntas similares para contestarlas sin aspavientos, a sabiendas de los aprietos que puede suponer una carrera literaria. El idealismo esteticista, sin duda, no es lo suyo. Ni siquiera tiene palabras muy amables para el templo de cualquier letraherido: las librerías. En su texto sobre el oficio de librero, que desempeñó de joven y que retrató con ironía en su novela Que no muera la aspidistra, recuerda que «mientras me dediqué a él perdí todo mi amor por los libros». Cabe suponer que lo recuperó, aunque sería aventurado decir que no encontró otros desengaños.

Parece significativo que el retrato más despiadado sobre los profesionales de las letras se encuentre en el ensayo «Confesiones de un crítico literario», en el que se esboza el arquetipo del crítico, un individuo no muy limpio, sentado con desgana ante una mesa repleta de colillas y papeles polvorientos, que solo logra redactar la reseña de turno a último momento, con la mínima información necesaria. El ensayo se ha convertido en un texto de culto, que todo crítico cita al menos una vez en la vida en una mezcla de autoflagelación y solidaridad gremial. Nadie pone en duda que Orwell hablaba por experiencia al tildar el reseñismo de trabajo «desagradecido, irritante y agotador». Sin embargo, el texto mismo es menos negativo. Para Orwell, el problema era la escritura de opiniones indiscriminadas a la que se veía obligado cualquier crítico a sueldo; pero percibía una solución en redactar largas reseñas sobre las obras que «pareciesen importar». Al hacer esa propuesta, claro, también hablaba por experiencia. En los textos reunidos a continuación, el crítico se da el espacio necesario para tratar en profundidad las cuestiones que lo tocaban de cerca, con el feliz efecto de volverlas importantes para nosotros.

MARTÍN SCHIFINO

En defensa de la novela

En defensa de la novela

New English Weekly, 12 y 19 de noviembre de 1936

A estas alturas, apenas será necesario señalar que el prestigio de la novela está completamente por los suelos, a tal extremo que la observación de que «nunca leo novelas», que hace una docena de años se pronunciaba por lo común con un deje de disculpa, ahora se proclama siempre con un tono de suficiencia manifiesta. Es cierto que todavía quedan en activo unos cuantos novelistas contemporáneos, o más o menos contemporáneos, a los que la intelectualidad considera permisible leer, pero lo que cuenta es que de la buena novela mala al uso suele hacerse caso omiso, mientras que los buenos libros malos al uso, sean de poesía o de crítica, aún se suelen tomar en serio. Esto significa que, si uno escribe novelas, automáticamente dispone de un público menos inteligente que aquel del que dispondría si hubiera elegido otro género. Son dos las razones, bastante obvias por otra parte, por las que esto imposibilita en la actualidad que se escriban novelas buenas. A día de hoy, la novela se deteriora a ojos vista, y se deterioraría mucho más deprisa si la mayoría de los novelistas tuvieran una cierta idea de quiénes leen sus libros. Es fácil sostener, cómo no (véase, por ejemplo, el extrañísimo y rencoroso ensayo de Belloc), que la novela es un género artístico despreciable y que su destino no tiene la menor importancia. Dudo que valga la pena poner siquiera en tela de juicio esa opinión. Sea como fuere, doy por sentado que vale la pena con creces salvar la novela, y que con la finalidad de salvarla es preciso convencer a las personas inteligentes de que se la tomen con la debida seriedad. Es por consiguiente útil analizar una de las múltiples causas —a mi juicio, la causa principal— de este desprestigio que vive hoy la novela.

El problema está en que a la novela se la condena a gritos a no existir. Pregúntesele a cualquier persona con dos dedos de frente por qué «nunca lee novelas», y por lo común se descubrirá que, en el fondo, se debe a las nauseabundas paparruchas promocionales que se escriben en las cubiertas y contracubiertas. No hace falta poner demasiados ejemplos; basta tomar una muestra del Sunday Times de la semana pasada: «Si usted es capaz de leer este libro sin dar alaridos de placer, es que su alma está muerta». Eso mismo, o algo muy parecido, es lo que ahora se escribe acerca de todas y cada una de las novelas que se publican, como bien se puede comprobar mediante un estudio de las citas que llevan en la cubierta o en la contracubierta. Para todo el que se tome en serio lo que dice el Sunday Times, la vida debe de ser una larguísima y muy dura lucha para estar al día. Nos bombardean con novelas nuevas a razón de unas quince al día, y cada una de ellas es una inolvidable obra maestra; perdérnosla es poner en peligro nuestra alma. Así pues, decidirse por un libro en la biblioteca se vuelve muy difícil, y uno se sentirá muy culpable si no le provoca alaridos de placer. En realidad, a nadie que se precie se le engaña con este tipo de bobadas, y el desprestigio en que ha caído la reseña de novelas se extiende a las novelas mismas. Cuando todas las novelas que se publican son presentadas como obras geniales, es más que natural dar por sentado que todas ellas son paparruchas. En el seno de la intelectualidad literaria, esta suposición se da por sentada. Reconocer que a uno le gustan las novelas es hoy en día casi lo mismo que admitir que a uno le encanta el helado de coco o que prefiere leer a Rupert Brooke antes que a Gerald Manley Hopkins.

Todo esto es obvio. No me lo parece tanto, en cambio, el modo en que se ha llegado a la situación en que nos encontramos. El robo a mano armada que suponen los libros es sencillamente una estafa de lo más cínica. Z escribe un libro que publica Y y que X reseña en el Semanario W. Si la reseña es negativa, Y retirará el anuncio que ha incluido, por lo cual X tiene que calificar la novela de «obra maestra inolvidable» si no quiere que lo despidan. En esencia, esta es la situación, y la reseña de novelas, o la crítica de novelas, si se quiere, se ha hundido a la profundidad a la que hoy se encuentra sobre todo porque los críticos sin excepción tienen a un editor o a varios apretándoles las tuercas por persona interpuesta. Ahora bien, la cosa no es tan tosca como parece. Las diversas partes implicadas en la estafa no actúan conscientemente al unísono, y se han visto obligadas a participar de la situación actual en parte en contra de su voluntad.

Para empezar, no se debe dar por hecho, como se hace a menudo (véanse, por ejemplo, las columnas de Beachcomber, passim), que el novelista disfrute e incluso sea en cierto modo responsable de las críticas que reciben sus novelas. A nadie le gusta que le digan que ha escrito un relato de pasión palpitante que está llamado a perdurar mientras exista la lengua inglesa, aun cuando ciertamente sea una decepción que no se lo digan, ya que a todos los novelistas se les dice lo mismo, y verse privado de tales alabanzas posiblemente signifique que sus libros no se vendan nada bien. El reseñador que trabaja a destajo es de hecho una suerte de necesidad comercial, como lo es la cita incluida en la sobrecubierta del libro, de la cual termina por ser una mera prolongación. Pero ni siquiera el desdichado destajista de las reseñas ha de cargar con culpa alguna por las tonterías que escribe. En sus circunstancias particulares, es imposible que escriba ninguna otra cosa. Y es que, aun cuando no mediara la cuestión del soborno, directo o indirecto, sería imposible que hubiera buena crítica de novelas, al menos mientras se dé por sentado que toda novela bien merece una reseña.

Un periódico recibe la consabida pila semanal de libros, de los que remite una docena a X, el reseñador a destajo, que tiene esposa e hijos y tiene que ganarse esa guinea, por no hablar de la media corona por volumen que conseguirá vendiéndole a un librero de segunda mano sus ejemplares de cortesía. Hay dos razones por las cuales a X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para empezar, lo más probable es que once de cada doce libros no consigan prender en él ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos, meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase por hacerlo, jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien esta: «Este libro no me inspira pensamientos de ninguna clase». ¿Le pagaría alguien por escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por tanto, X se encuentra en la falsa posición de tener que escribir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen de la trama (lo cual, a la sazón, le delata ante el autor; pone de manifiesto que no ha leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.

Pero hay un mal mucho peor que este. De X se espera no solo que diga de qué trata un libro, sino también que dé su opinión y dictamine si es bueno o malo. Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no tanto como para imaginar que La ninfa constante de Margaret Kennedy es la tragedia más sensacional que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen o D. H. Lawrence, o Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, en primer lugar, por rebajar de un modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas corrientes, del montón, es como ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes. En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas grandes y moscas pequeñas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve decir monótonamente, un libro tras otro, «este libro es una paparrucha», porque, una vez más, nadie pagará nada por una cosa así. X tiene que descubrir algo que no sea una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia relativamente alta o, de lo contrario, arriesgarse al despido. Esto significa rebajar sus criterios a un nivel en el que, digamos, El vuelo de un águila, de Ethel M. Dell, pase por ser un libro bastante bueno. Pero en una escala de valores en la que El vuelo de un águila pasa por ser un libro bastante bueno, La ninfa constante será un libro soberbio y El propietario de John Galsworthy... ¿qué será? Un relato de pasión palpitante, una obra maestra sensacional, capaz de estremecer el alma misma del lector, una épica inolvidable, llamada a perdurar mientras exista la lengua inglesa, etcétera. (En cuanto a cualquier libro verdaderamente bueno, haría reventar el termómetro). Tras comenzar por la suposición de que todas las novelas son buenas, el reseñador se ve impelido a seguir subiendo por una escalera de adjetivos a la que se le acaban pronto los peldaños. Y sic itur ad Gould.[1] Se ve a un reseñador tras otro, todos por el mismo camino. En menos de dos años desde que empezó, con intenciones en cualquier caso moderadas, proclama entre chillidos histéricos que Crimson Night («Noche carmesí»), de Barbara Bedworthy,[2] es la obra maestra más sensacional, incisiva, conmovedora e inolvidable de cuantas han sido en el mundo terrenal, etcétera, etcétera, etcétera. No hay salida de semejante laberinto cuando uno ha cometido el pecado inicial de fingir que un libro malo es bueno. Pero tampoco es posible ganarse la vida reseñando novelas sin cometer ese pecado. Entretanto, cualquier lector inteligente se da la vuelta y se larga asqueado, y despreciar las novelas pasa a ser una suerte de deber irrenunciable entre los entendidos. De ahí ese extraño hecho de que sea posible que una novela de verdadero mérito pase sin pena ni gloria, solo porque haya sido alabada en los mismos términos que cualquier paparrucha.

Son diversas las personas que han sugerido que sería mejor para todos si no se hicieran reseñas de novelas. De ninguna clase. Es posible, pero la sugerencia es inservible, puesto que eso es algo que no va a suceder. Ningún periódico que dependa en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de prescindir de las reseñas, y aunque los editores más inteligentes probablemente se hayan percatado de que no estarían mucho peor si la redacción de textos promocionales para cubiertas y contracubiertas estuviera abolida por ley, no pueden ponerle fin por la misma razón por la que no es posible un desarme completo de las naciones: porque nadie quiere ser el primero en empezar tal proceso. Así pues, durante mucho tiempo seguirán haciéndose y publicándose textos promocionales y reseñas muy similares, y seguirán yendo a peor; el único remedio consiste en ingeniar algún modo de que no se les preste atención y no se les tenga el menor respeto. Pero esto solo podría suceder si en alguna parte se realizara una crítica decente de novelas que sirviera como punto de comparación para todas las reseñas de medio pelo. Dicho de otro modo, existe la necesidad de un periódico (uno solo sería suficiente para empezar) que se especialice en la crítica de novelas, pero que se niegue a publicar paparruchas de ninguna clase, es decir, un periódico en el que los críticos, o reseñadores, lo sean de verdad, en vez de ser meros muñecos de ventrílocuo que baten la mandíbula cuando el editor tira de los hilos correspondientes.

Se podría aducir que esos periódicos ya existen. Hay unas cuantas revistas cultas, por ejemplo, en las que la crítica de novelas, o lo que de ella se publique, es inteligente y no se pliega a sobornos. Así es, pero lo que cuenta es que las publicaciones de esa índole no se especializan en la crítica de novelas, y desde luego no intentan siquiera mantenerse al corriente de la actual producción de obras de ficción. Pertenecen al mundo de la alta cultura, el mundo en el que ya se da por sentado que las novelas, en cuanto tales, son despreciables. Pero la novela es una forma artística popular, y de nada sirve abordarla con los presupuestos del Criterion o del Scrutiny, según los cuales la literatura es un juego de puro amiguismo y compadreo (con guante de terciopelo o con garras afiladas, según sea el caso) entre camarillas cultas diversas. El novelista es ante todo un narrador, y un hombre puede ser un muy buen narrador (véanse, por ejemplo, Trollope, Charles Reade, Somerset Maugham) sin ser estrictamente un «intelectual». Se publican cada año cinco mil nuevas novelas, y Ralph Straussnos implora que las leamos todas, o lo haría desde luego si tuviera que reseñarlas todas. El Criterion quizá se digna tener en cuenta una docena. Pero entre una docena y cinco mil puede haber cien o doscientas, o tal vez quinientas, que a distintos niveles posean un mérito genuino, y es en ellas en las que cualquier crítico al que le importe la novela debería concentrarse.

Ahora bien, la primera necesidad es un método de gradación. Hay un sinfín de novelas que jamás tendrían siquiera que mencionarse; imagínense, por ejemplo, los efectos perniciosísimos que sobre la crítica tendría el reseñar solemnemente cada novela por entregas que se publica en Peg’s Paper. Pero es que incluso las que vale la pena mencionar pertenecen a categorías muy distintas. Raffles es un buen libro, y también lo son La isla del doctor Moreau, La cartuja de Parma y Macbeth, pero son «buenos» a niveles muy distintos. Del mismo modo, Si llega el invierno, El bienamado, Un socialista asocial y Sir Lancelot Greaves son libros malos, pero a niveles distintos de «maldad». Esta es la realidad que el destajista de la reseña se ha especializado en difuminar del todo. Tendría que ser viable idear un sistema, tal vez un sistema muy rígido, que clasificase las novelas por clases A, B, C, etcétera, de modo que si un reseñador alaba o desdeña una novela, uno al menos sepa en qué medida pretende que se le tome en serio.

En cuanto a los reseñadores, tendrían que ser personas a las que de veras les importase el arte de la novela (y eso probablemente signifique no que sean de la alta cultura, ni de la baja cultura, ni de la cultura media, sino de cultura elástica), personas interesadas en la técnica narrativa y aún más interesadas en descubrir de qué trata un libro. Son muy numerosas las personas de tales características; algunos de los peores reseñadores, aunque ahora no tengan remedio, empezaron siendo así, como bien se ve echando un vistazo a sus primeros trabajos. Por cierto, sería bueno que los aficionados hicieran más reseñas de novelas. Un hombre que no es un escritor hecho y derecho, sino que simplemente ha leído un libro que le ha impresionado hondamente, tiene más posibilidades de contarnos de qué trata que un profesional competente, pero sumamente aburrido. Por eso las reseñas estadounidenses, a pesar de sus estupideces, son mejores que las inglesas; son más de aficionados, es decir, más serias.

Creo que, del modo en que he indicado, el prestigio de la novela podría recuperarse. La mayor de las necesidades sigue siendo la de un periódico o una revista que se mantenga al tanto de la ficción actual y que, sin embargo, se niegue a rebajar sus criterios. Tendría que ser un periódico poco conocido, pues los editores no se anunciarían en él; por otra parte, cuando hubieran descubierto que en un medio como ese hay elogios que lo son de verdad, estarían más que dispuestos a citarlo en sus textos promocionales. Aun cuando fuera un periódico muy poco conocido, probablemente provocaría una mejora del nivel general de las reseñas, pues las paparruchas de los dominicales solo se siguen publicando porque no hay con qué contrastarlas. Pero, aun si los reseñadores siguieran exactamente igual que hasta ahora, no importaría tanto, al menos mientras también existiera una manera decente de reseñar y de recordarles a unas cuantas personas que los cerebros más serios todavía pueden ocuparse de la novela. Así como el Señor prometió que no destruiría Sodoma si se pudiera encontrar en la ciudad a diez hombres de probada rectitud, la novela no será completamente despreciada mientras se sepa que en algún lugar hay aunque sea un puñado de reseñadores que se han quitado el pelo de la dehesa.

En la actualidad, si a uno le importan las novelas, y todavía más si se dedica a escribirlas, el panorama es sumamente deprimente. La palabra «novela» suscita los términos «genialidad», «contracubierta» y «Ralph Straus» de un modo tan automático como «pollo» suscita «asado». Las personas inteligentes rehúyen las novelas de un modo casi instintivo; de resultas de ello, los novelistas consagrados se vienen abajo, y los principiantes que «tienen algo que decir» se pasan de manera preferente a cualquier otro género. La degradación subsiguiente es obvia. Véanse, por ejemplo, las noveluchas de cuatro peniques que se ven apiladas en el mostrador de cualquier papelería de barrio. Esa es la descendencia decadente de la novela, que guarda con Manon Lescaut y con David Copperfield la misma relación que el perrillo faldero guarda con el lobo. Es harto probable que, antes de que pase mucho tiempo, la novela media no se distinga demasiado de esas noveluchas, aunque sin duda siga publicándose con una encuadernación de a siete y a seis peniques, con grandes fanfarrias por parte de los editores. Varias personas han profetizado que la novela está condenada a desaparecer en el futuro próximo. Yo no creo que llegue a hacerlo, por razones que sería largo detallar pero que son bastante evidentes. Es mucho más probable que, si los mejores cerebros de la literatura no se dejan inducir a regresar a ella, sobreviva de una manera superficial, despreciada, sin esperanza, en una forma degenerada, como lápidas modernas o espectáculos de polichinela.

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