1
No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes. No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí. Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio, preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.
Al principio, cuando la idea se me presentó, sentí un malestar que luego reconocí como miedo. ¿Qué podía pasar si asumía mi falta de fe? ¿Qué tendría que dar a cambio? Aquellos primeros pensamientos los eliminaba como un mal sueño del que era mejor despertar, o como una idea irreverente que debía descartar de plano a la espera de que llegara la próxima, un poco más sensata. Hasta que, un día, recibí un mazazo que me dejó aturdida, desnuda frente al mundo, incapaz de entender qué estaba sucediendo a mi alrededor y sobre todo los porqués; entonces, la incomodidad fue tan evidente que no pude seguir fingiendo una fe que no tenía. Ya no creía en Dios. Lo confirmé en el instante en que me anunciaron que había aparecido el cuerpo sin vida de mi hermana menor, Ana. Lo dije al día siguiente, en su velorio.
Ana, “el pimpollo” —como le decía papá—, la que dormía en mi mismo cuarto, la que me robaba la ropa, la que se metía en mi cama para contarme secretos que nadie más que yo podía conocer. A media tarde, llegó el párroco a dar el pésame y a rezar por ella; lo acompañaba Julián, que entonces era seminarista. Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha. Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta. Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75. Treinta años de ateísmo asumido y todavía puedo repetir pasajes de los evangelios de memoria. Como si me los hubiesen tatuado en la piel con un hierro caliente. El número del capítulo y el versículo no los recuerdo, eso lo busco en el propio texto cuando quiero citar, prefiero pensar que por deformación profesional y no por trastorno obsesivo compulsivo. ¿Por qué aún los recuerdo? ¿Con qué amenaza me los grabaron? “Y saliendo fuera, lloró amargamente”. A diferencia de Pedro, yo no lloré. Me temblaron las piernas pero, a pesar de eso, me sentí poderosa, dueña de mí a una edad en que todo eran dudas.
Declararme atea incomodó a los presentes. Excepto al cura, que no se dio por aludido. Con una sonrisa que pretendía ser comprensiva, el padre Manuel definió mis palabras como la consecuencia de un enojo adolescente, entendible y pasajero, frente a la circunstancia brutal del asesinato de Ana. Mi madre se tranquilizó con la interpretación que hizo el cura, aunque aseguró que yo no hacía otra cosa que querer llamar la atención, que ni siquiera frente a la muerte de mi hermana me detenía en mi afán de protagonismo. “Típica hija del medio”, solía decirme cuando se fastidiaba conmigo. Ese día no lo dijo, pero lo debe de haber pensado. No entendí de dónde mi madre sacaba fuerzas para cualquier otra cosa que no fuera desgarrarse en vida por la muerte de su hija más pequeña. Mi padre, que era quien mejor me conocía y no tenía dudas de que yo hablaba en serio, me apartó del grupo para pedirme que lo reconsiderara y que, mientras tanto, al menos dijera que era agnóstica. Carmen, nuestra hermana mayor, muy perturbada durante el velorio, pero sin abandonar ni un segundo su papel de encantadora de serpientes, intentando mostrarse como la más afectada por el drama que atravesábamos, aprovechó la ocasión para cobrarse viejas deudas conmigo, lloró en los brazos de sus amigos de la Acción Católica y dejó de hablarme a partir de ese día.
El único recuerdo de complicidad y cercanía que tengo de aquel momento fueron las miradas que crucé con Marcela, la mejor amiga de Ana, sentada en el piso a unos metros del ataúd, apoyada sobre una pared para no derrumbarse, sola, aturdida, dejando en claro que no quería que nadie la tocara, que nadie la consolara, sin poder parar de llorar, destrozada como yo —una, seca; la otra, empapada en lágrimas—. Las dos estábamos, ostensiblemente, del mismo lado. Percibí en sus ojos no sólo el dolor y el horror que compartíamos, sino un pedido confuso, una demanda que no terminaba de poder expresar, como si quisiera decirme algo que ni ella entendía. Tal vez me estaba pidiendo que la sacara de allí; quizás ella tampoco creía ya en Dios. No me olvido de su mirada, de sus ojos clavados en mí mientras jugaba con un anillo que movía de arriba abajo por su dedo anular sin llegar a sacárselo. Lo reconocí recién después de un rato: ese anillo era mío, tenía una piedra turquesa demasiado grande para nuestras manos. Ana lo había declarado “el anillo de la suerte” y me lo robaba cuando decía que necesitaba mi “fuerza”. ¿Qué fuerza vería Ana en mí que yo nunca percibí? Usaba el anillo cuando tenía un examen, cuando se enfrentaba a una cita con un chico que le gustaba demasiado, cuando participaba de algún campeonato de vóley con el seleccionado del colegio —un día me confesó que durante los partidos se lo ponía dentro de la bombacha para que no le molestara en el juego y yo grité: “¡Qué asco!”—. Ana se lo habría dado a su amiga, o se lo habría olvidado en su casa. ¿Qué importancia tenía en aquel momento un anillo que no había podido proteger a mi hermana de la muerte? Ese día no me acerqué y luego Marcela se perdió, le diagnosticaron amnesia de corto plazo como consecuencia del trauma por la muerte de Ana y de un fuerte golpe que recibió en la cabeza. Ya no pude hablar con ella. La muerte de Ana dejó marcas en todos nosotros.
A partir de que anuncié mi ateísmo, mi familia veló no sólo el cuerpo de mi hermana, sino mi fe. ¿Era necesario decirlo en medio del velorio de Ana? No tengo dudas de que sí, de que lo dije en ese momento y en circunstancias fúnebres porque se lo debía a ella, porque quería decirlo antes de que su cuerpo —los trozos de su cuerpo— fueran sepultados y condenados a permanecer definitivamente bajo la tierra, antes de que yo me despidiera de Ana para siempre. Aprendí esa misma tarde que “ateo” es una mala palabra. Y que la mayoría de los creyentes puede convivir con quienes creen en otros dioses, pero no con quienes no creen en dios alguno. Lo digan de manera directa o con eufemismos, es evidente que consideran que los ateos somos personas “falladas”. Más aún, hay quienes hasta concluyen que la imposibilidad de tener fe religiosa trae como consecuencia un grado de maldad inevitable: una persona que no cree en ningún dios no puede ser una buena persona.
Trato de no pensar en aquel día. Trato de que mi hermana Ana siga siendo, en mi recuerdo, la que se metía en mi cama a contarme secretos. Deposité todas mis preguntas en la fe o en la falta de fe. Desde que me negué a rezar junto a su ataúd cerrado, cuestiono cualquier relato, de la religión que sea, con el que se siga transmitiendo, aún en el siglo XXI, una construcción ficcional como si fuera la verdad. Me inquieta no poder descifrar qué hace que tantas personas, miles de años después, sigan creyendo en historias que no resisten la prueba de verosimilitud que le exigimos a cualquier ficción menor. Tal vez, lo hacen porque la duda frente a creencias arraigadas viene acompañada del temor a perder beneficios secundarios: los regalos que traen Papá Noel o los Reyes Magos, el dinero que deja bajo la almohada el Ratón Pérez, el cielo que nos espera después del Juicio Final. ¿Por qué sigo escribiendo “Juicio Final” con mayúsculas si para mí ese juicio no significa nada? Quien deja de creer en Dios ya no cuenta con la vida eterna, ni con la protección de un ángel de la guarda, mucho menos con la aprobación de los que lo rodean. En un mundo que asume la corrupción como un mal inevitable, no tengo dudas de que debe de haber quienes fingen creer a cambio de seguir disfrutando de esos beneficios. Yo no pude. Un acontecimiento inesperado rasgó el velo que protege la vida cotidiana de lo brutal, que la separa de lo salvaje, y ya no hubo lugar para seguir mintiendo una fe que no tenía.
Eso fue lo que repetí delante de todos, cuando empezaron a rezar un avemaría distribuidos alrededor del cajón de Ana, como para que no quedaran dudas de que mi atrevimiento no había sido la manifestación de una rebeldía adolescente, sino una convicción. Negué mi fe por cuarta vez, ni Pedro se atrevió a tanto. Tan pronto dijeron “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”, me hice lugar en un extremo del cajón, apoyé las manos sobre esa madera lustrosa que contenía el cuerpo descuartizado de mi hermana y dije, en voz baja pero firme, como si también estuviera rezando: “No creo en el fruto del vientre de ninguna mujer virgen, no creo que haya un cielo y un infierno, no creo que Jesús haya resucitado, no creo en los ángeles, ni en el espíritu santo”. Repetí una y otra vez la misma larga frase, como un mantra. “No creo en el fruto del vientre de ninguna mujer virgen, no creo que haya un cielo y un infierno, no creo que Jesús haya resucitado, no creo en los ángeles, ni en el espíritu santo”. Primero, en medio del murmullo, pensaron que rezaba con ellos, pero alguno dudó y se detuvo a escuchar. Luego escuchó otro, y otro, hasta que, uno a uno, fueron callando, y sólo se oyó mi voz. El cura se persignó. Mi madre dio tres pasos veloces hacia mí y estuvo a punto de darme una cachetada que mi padre detuvo en el aire. Habría sido en vano, aunque me la hubiera dado yo ya no creía, simplemente porque no temía más. Y si no le tenía miedo a Dios, no le tenía miedo a nadie. ¿Qué cosa peor podía pasarme si dejaba de creer? El cuerpo despedazado de Ana había aparecido en un terreno baldío y, de pronto, esa salvajada me hizo ver con claridad que mi fe estaba construida sobre el miedo, sobre la sospecha de que si no creía en ese supuesto Dios en que creían los que me rodeaban —o en cualquier otro dios—, podía pasar algo malo, terrible: el fin del mundo. Así había sido educada, en el temor reverencial a Dios. Pero ahora habían matado a mi hermana, habían intentado quemar su cuerpo, la habían descuartizado, ¿qué cosa más horrorosa podía suceder si yo dejaba de creer?
No lloré en su funeral, no pude; el enojo y el espanto eran tan fuertes que no me permitieron llorar. Mi llanto fue el silencio. Y lo cierto es que he llorado muy pocas veces en estos treinta años; si no lloré por su muerte, cómo encontrar motivo suficiente para hacerlo después. La furia, incluso el odio que sentía por quien la hubiera matado, empató y empata aún el dolor. Pero a partir de ese día dejé de ir a misa, dejé de rezar, nunca más me colgué un crucifijo ni siquiera de adorno, nunca más le conté supuestos pecados a un sacerdote para luego poder recibir una hostia que no puede ser el cuerpo de nadie. Abandoné una neurosis colectiva, me declaré atea. Y me sentí libre. Sola, rechazada, pero libre.
Con el correr de los meses, no soporté la mirada de los demás —que me señalaban fallada—, no soporté que Carmen no me dirigiera la palabra, no soporté el gesto reprobatorio de mi madre ni la supuesta neutralidad de mi padre —incapaz de abrir un nuevo frente de disputa en medio de tanto dolor—. Y, sobre todo, no soporté la ausencia de Ana ni que nadie pudiera decirme quién la mató y por qué, quién la quemó, quién serruchó sus piernas, su cuello, quién dejó las partes del cuerpo de mi hermana en un terreno baldío donde los vecinos depositaban la basura. Me fui de mi casa, de mi ciudad, de mi país, de mi vida anterior. Empecé una nueva a miles de kilómetros de distancia, en Santiago de Compostela. Ana había visto un documental sobre el Camino de Santiago y soñaba con que algún día hiciéramos juntas ese recorrido; apenas estábamos saliendo de la adolescencia, un viaje de ese tipo recién lo podríamos haber hecho cuando trabajáramos, cuando pudiéramos ahorrar para un pasaje, cuando fuéramos “grandes”. Pero a ella no le permitieron ser grande, y yo crecí de golpe aquel día. Conseguí un empleo de recepcionista en un consultorio médico y ahorré hasta que pude pagarme un pasaje barato a España y, luego, el tren más económico de Madrid a Santiago de Compostela, un tren que paraba en casi todas las estaciones. Mi camino de Santiago fue ese, desde Buenos Aires y sin caminata. Al poco tiempo de instalarme en esta ciudad, conseguí trabajo también de recepcionista pero en un hotel, adonde llegaban a diario peregrinos de una fe que yo ya no tenía. Quizás vine hasta aquí no sólo para cumplir el deseo de Ana, sino para entender por qué algunos sí creen en un cuento inverosímil narrado una y mil veces después de tantos siglos.
Hoy tengo una librería en la misma ciudad. Después de que dejé mi primer empleo en el hotel, trabajé durante muchos años como vendedora en el salón y luego como encargada. Cuando el dueño murió, sus herederos me propusieron comprarla con tantas facilidades que aún hoy les agradezco la oportunidad de quedarme para siempre con ella. En esta librería voy a morir, no tengo dudas, es mi lugar en el mundo. Está ubicada en una calle por donde pasan peregrinos a diario. No se detienen a comprar libros antes de llegar a su meta, la Catedral de Santiago; apenas miran de reojo la vidriera. Pero varios de ellos, luego de instalarse en un hotel o en un refugio, vienen a mi librería y eligen algún ejemplar. Si no conocen el idioma, se llevan al menos uno de fotos de la ciudad. Aquí termina su caminata, así que ya no le temen a cargar peso. Los oigo hablar, decodifico sus gestos, cada tanto entiendo sus lenguas. No tengo dudas de que muchos de los que caminan tampoco creen en ningún dios, de que son tan ateos como yo. No es la religión lo que los lleva a hacer el Camino de Santiago. Marchan con el objetivo de llegar a un sitio concreto, de tener una meta, una certeza. Y probarse que pueden cumplir lo que se propusieron como un desafío. Creen en sí mismos, en su perseverancia, en su fortaleza física y anímica para no abandonar antes de llegar. En eso ponen su fe, en ellos mismos. Una fe que siento bastante más cercana a la mía. Yo podría ser uno de esos peregrinos ateos.
—Disculpa, Lía... —Ángela, la encargada de la librería, abrió la puerta de mi oficina sin golpear.
—Sí... —dije disimulando el malhumor que me provocó la irrupción.
—Te buscan en recepción...
—¿Quién? —pregunté sin mayor interés.
—Una tal Carmen Albertín.
Me costó unos instantes comprender lo que Ángela acababa de decirme. Oír el nombre de mi hermana junto al apellido de Julián me sorprendió. Sabía que se habían casado tiempo después de que él abandonara el seminario, me lo había dicho mi padre en una carta. Me enojé cuando me lo contó, si bien había aceptado que mantuviéramos una correspondencia periódica y amorosa de padre e hija, también habíamos acordado, a mi pedido, que a menos que se descubriera quién había matado a Ana, nuestro intercambio epistolar no incluiría noticias mías ni de ellos. Era nuestro pacto, el compromiso de que seguiríamos buscando la verdad. Pero, además, yo no estaba dispuesta a leer nada que me remitiera a aquello que había dejado atrás, ni estaba dispuesta a revelar cómo había construido mi nueva vida. Sólo quería seguir en contacto con mi padre, necesitaba su voz, aunque fuera por escrito. A pesar de saber que Carmen se había casado con Julián, nunca había asociado el nombre de mi hermana con ese apellido: Carmen Albertín. Nosotras éramos las hermanas Sardá. Carmen, Lía y Ana Sardá. Ana la linda, la de los ojos azules, la que se ponía colorada cuando mi padre le decía “pimpollo” frente a terceros y escondía la cara detrás de su cabello castaño.
Ángela esperaba una respuesta. Yo había quedado en blanco, no atinaba a decir nada. Ella insistió:
—En cuanto dijo el nombre agregó que eran familiares tuyos.
—¿Por qué hablás en plural? ¿Carmen y quién más?
—Su marido. Supongo. No me lo presentó, pero da la impresión de que son un matrimonio. ¿Si quieres pregunto?
No hacía falta, no había dudas. Eran ellos, mi hermana había decidido volver a dirigirme la palabra treinta años después y yo debía decidir si me prestaba a su juego o no. Carmen, desde niñas, había sido siempre quien definía a qué jugábamos, cuándo y qué rol nos tocaba a cada una. No cabía ninguna posibilidad de que Ana o yo nos quejáramos por su decisión. Si nuestra hermana mayor había aceptado compartir algún tiempo con nosotras, eso ya era suficiente, y teníamos que estar agradecidas, por más que a mí me asignara, una y otra vez, el papel de “la tía soltera”. Cambiar sus planes, los que fueran, no entraba dentro de su cosmovisión, el mundo de Carmen era “Carmencéntrico” y, si sus hermanas menores osábamos modificar alguna de sus indicaciones, la insubordinación era castigada con el silencio, la burla o el destierro infantil a los lugares más solitarios y oscuros de nuestra casa. Durante la infancia y parte de la adolescencia, la obedecimos casi reverencialmente. Carmen no sólo era la mayor, sino aquella persona a la que Ana y yo más temíamos en esa casa; un miedo que no sentimos por nuestros padres, ni siquiera por nuestra madre, que hacía muchos méritos para espantarnos. Fuera de casa, mi hermana era otra cosa, nunca entenderé cómo lograba ser carismática, agradable, seductora, ni bien pasaba el umbral. Estoy segura de que si le hubiera preguntado a Ángela qué impresión le había dado Carmen en ese primer encuentro, me habría respondido: “¡Muy maja!”. Esa habilidad de mi hermana mayor para ser dos personas muy distintas, una con nosotros y otra con el resto del mundo, creo que era lo que más me enojaba de ella.
Pero para cuando Carmen se presentó en mi nuevo mundo, nuestra infancia había quedado muy atrás. Y mis miedos y enojos, también. O eso creí.
—¿Los hago pasar, Lía? ¿O prefieres verlos en el salón?
2
Ángela abrió la puerta otra vez y se puso de lado, para permitir que Carmen y Julián entraran en mi oficina. Mi hermana le dio las gracias al pasar con un gesto amable, y la sonrisa de Ángela me confirmó que ella le parecía, tal como temí, “muy maja”. Estaba preparada para recibirlos, casi en guardia, pero en el momento en que los vi, se me cortó la respiración. Me paré detrás del escritorio; ellos avanzaron hacia mí, aún sin dirigirnos la palabra. Me tembló una pierna, traté de calmarla levantándola apenas del piso y flexionando la rodilla; me enojé con mi cuerpo, que seguía reaccionando de las maneras más insólitas ante la presencia de Carmen. El silencio, que había sido natural entre nosotras durante los últimos tiempos compartidos, ahora, en mi pequeña oficina y con Julián delante, resultaba incómodo. Supongo que los tres, cada uno a su manera, estábamos midiendo quién daría ese primer paso después de tantos años sin palabras.
—Hola, Lía, qué linda librería tenés —dijo Julián, por fin. Quizás asumiendo que, por ser el hombre, debía tomar la iniciativa; esa actitud y su modo conciliador, lejos de aliviarme, me irritaron.
—Hola —respondí, seca, amarga.
—Tanto tiempo... —sumó Carmen, recién unos segundos después, con su tono discreto pero altivo que, me di cuenta entonces, yo nunca había olvidado.
Sin agregar una palabra más, hice un gesto para que nos sentáramos y evitáramos los saludos de forma. Julián corrió la silla de Carmen y esperó parado detrás de ella para acomodársela. Mi hermana, en esa silla de oficina sin gracia alguna que heredé de los dueños anteriores, parecía una reina.
No hubo besos ni abrazos. Ni siquiera nos dimos la mano.
Carmen seguía siendo Carmen.
Su pelo mantenía el color gracias a la tintura mensual, pero había perdido el brillo de la juventud. Sus caderas se habían ensanchado. La papada colgaba floja detrás de un pañuelo de seda que no cumplía el encargo de disimularla. Aun así, la hubiera reconocido en medio de una multitud. Su mirada altanera, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, ese gesto en la boca a medio camino entre una sonrisa y un reproche. Y la cruz de plata, ancha, gruesa, que fue de mi madre, cayendo en medio de su escote.
En cambio, no creo que hubiera podido reconocer a Julián si me lo encontraba por ahí sin previo aviso. No sólo porque ya no usaba esa ropa anodina gris, negra o azul que, aun sin sotana ni alzacuello blanco, nos indicaba que sería cura, sino porque se había convertido en un hombre. Y eso, ser un hombre, lo hacía definitivamente otra persona. La piel de la cara se adivinaba áspera, opaca, tenía canas detrás de las sienes y dos arrugas profundas en la frente que no se correspondían con su edad. Pero lo que más alejaba a ese señor —que ahora permanecía en silencio sentado frente a mí después de decir: “Hola, Lía, qué linda librería tenés”— de aquel joven que conocí en la parroquia de Adrogué es que sus ojos marrones no temblaban más cuando miraba. Ya no tenían esa oscilación involuntaria que los hacía únicos, dispuestos a entrecerrarse primero con extrañeza, como si no hubiera entendido bien, para luego abrirse con sorpresa cuando Ana o yo decíamos una imprudencia o hasta una guarangada delante de nuestro “curita”. Muchas veces, lo hacíamos sólo para verlo repetir ese gesto y que sus ojos vibraran.
Creo que Ana estaba enamorada de Julián. De alguna manera lo estábamos todas, como una fantasía inconfesable, descubriendo el erotismo de lo prohibido y deslumbradas frente a un hombre que no remarcaba su condición de macho en una época en que se repartían los roles entre mujeres y varones de manera tajante. En cambio, Ana, sospecho, se había enamorado en serio. Estoy convencida de que eso quería decirme una noche, dos días antes de su muerte, cuando me pidió pasarse a mi cama a contarme un secreto y yo le dije que no, que estaba cansada, casi dormida, que mejor mañana. A veces no hay mañana. Cómo saberlo. Ana no insistió; eso fue raro, siempre insistía cuando quería algo. Se sentía mal, eso dijo, pero ni el dolor de estómago más fuerte podría haberla detenido si hubiera querido contarlo. Tal vez no estaba tan segura como para confesarlo. Tal vez hasta la alivió que yo le dijera que no, que mañana. En medio de la noche, me pareció oírla llorar; miré hacia donde dormía, totalmente tapada por las mantas, temblaba debajo de ellas. Pero, al rato, empezó a respirar más profundo y se calmó. Intenté volver a dormir, me levantaba muy temprano al día siguiente, tenía mi primer examen en la universidad y seguiría teniendo uno cada día aquella semana. Aun sabiendo que mi hermana estaba mal, decidí dormir. No me parecía tan grave que se hubiera enamorado, a los diecisiete años, de un hombre que iba a ser cura y ni sabía el nombre de ninguna de nosotras. Peor era enamorarse de alguien libre para quererte y que miraba para otro lado, como me sucedía a mí en aquella época. Podríamos haberlo hablado, pero esa conversación con Ana me hubiera llevado un largo rato y yo necesitaba descansar. “Mañana”, me dije, antes de que se me cerraran los ojos. Me lo reprocho hasta hoy, haberla escuchado no hubiera cambiado el hecho de que poco tiempo después la asesinaran, pero otro sería el recuerdo de mi último momento con ella. En lugar de un pedido que rechacé, habría sido un abrazo, su mano sobre mi hombro —o quizás jugando con mi pelo—, ella acurrucada detrás de mí, tibia, susurrándome al oído algo que nadie más que yo, en esa casa, debía saber.
—Te sorprenderá vernos —dijo Carmen, y claro que me sorprendía, no solo verlos allí, también verlos juntos.
—¿Apareció el asesino de Ana? —pregunté sin vacilar, y ella levantó el pecho, enderezó la cabeza, me miró fijo, desde arriba, pero no contestó.
No necesitaba que respondiera, sabía que no era ése el motivo por el que estaba en mi oficina, lo dije para que se incomodara, para que supiera que lo único que podía interesarme de su visita era una respuesta a la pregunta: “¿Apareció el asesino de Ana?”. No podía imaginarme a qué había venido mi hermana. Recordé que Carmen siempre elegía caminos sinuosos para llegar al tema que quería tocar, y cuánto me fastidiaba ese modo tan suyo de abordar un asunto cuando ya me había cansado de escucharla hablar de nada. Desde chica, tenía un discurso que se regodeaba en sí mismo, a Carmen le encantaba oírse y que la escucharan. Le parecía interesante que, para contarnos qué haría a la noche, su relato comenzara por cómo se había lavado los dientes esa mañana. Supuse que ésta no sería la excepción. Por fin, después de un silencio fastidioso, repitió mi pregunta por lo bajo: “Si apareció el asesino de Ana”; luego dijo:
—Lía, la muerte de Ana, a esta altura, es un capítulo cerrado, ya nadie busca a ese supuesto asesino. ¿Vos sí? ¿De verdad? ¿Treinta años después?
—Yo sí, de verdad, treinta años después.
El clima entre nosotras se seguía enrareciendo. Julián se notaba incómodo, desubicado, casi de más. Yo, debo reconocerlo, no lo estaba haciendo fácil, pero la que tenía que esforzarse por mejorar el clima, en todo caso, era Carmen. Ella había venido a verme; si fuera por mí, no la habría tenido sentada en mi oficina. No me interesaba saber nada de ellos ni del sitio que había dejado atrás hacía treinta años. Mi único lazo vivo con aquel mundo era a través de mi padre. Y en ese lazo no estaban habilitadas noticias, sino sólo presencia, palabras, cariño. Había recibido su última carta tres o cuatro semanas antes, le había respondido hacía unos días, en una semana o dos me llegaría su nueva respuesta.
Un gesto brusco de Carmen —un movimiento sobre la silla, que Julián interrumpió poniéndole una mano sobre el muslo— me develó que, si mi hermana no me hubiera necesitado, se habría levantado e ido sin más, en el mismo momento en que dije: “Yo sí, de verdad, treinta años después”. Carmen habría salido, prepotente, atolondrada, ya sin disimulo, arrastrando a su marido ex seminarista con ella. Si se quedaba, era porque me necesitaba y mucho. Mi hermana, por fin, se acomodó en la silla ampulosamente, como si pretendiera que, después de ese movimiento, todo empezara otra vez. Julián agachó la cabeza y suspiró. Se quedó un instante mirando el piso, luego levantó la frente y me miró a los ojos sin su temblor, pidiendo una tregua. Yo le mantuve la mirada, tampoco dije palabra, pero hice un gesto que pretendía aceptar ese pedido; por él, no por Carmen. Entonces Julián, sintiéndose habilitado, se ocupó de ir directo al asunto que los había empujado hasta allí.
—Tenemos un hijo, se llama Mateo, acaba de cumplir veintitrés años.
No me importaba que tuvieran un hijo. No me importaba ni quería saberlo. Pero no me extrañó que le hubieran puesto ese nombre, el de un apóstol, o Jesús, o María Inmaculada si hubieran tenido una niña. No dije nada y mucho menos pregunté por ese chico del que no tenía noticias hasta ese día, no me alegré ni me asumí tía de nadie. Sin embargo, en ese primer momento malinterpreté el comentario de Julián; creí que había sido apenas un intento de aflojar la tensión, sin advertir que, por el contrario, su hijo era precisamente el objeto de la visita. Aun así, francamente no me interesaba ni eso ni ninguna otra cosa de la vida de mi hermana; si Julián y ella no estaban allí para decirme quién había asesinado a Ana, no entendía qué hacían conmigo en la librería ni cómo habían averiguado dónde ubicarme. Estaba convencida de que mi padre había guardado mi secreto. Lo había prometido. Mi remitente era una casilla de correo para que nadie pudiera rastrearme. Él no les habría dado mis datos, ni siquiera el nombre de la ciudad donde me instalé. Tenían que haber llegado por algún otro camino.
Traté de tener un poco más de paciencia. A lo informado por Julián, se sumaban ahora Carmen y sus vueltas para decir las cosas.
—Mateo viajó para conocer algunas catedrales. Estudia Arquitectura, pero ya desde chiquito tiene una gran admiración por las obras levantadas para adorar a Dios. Lo educamos en un profundo catolicismo, como el que practicamos nosotros. Y en Europa hay catedrales maravillosas. Así que juntos decidimos que era importante que hiciera este viaje que unía su profesión y nuestra Fe.
Mi hermana hizo una pausa marcada despué