La superficie más honda

Emiliano Monge

Fragmento

Título

Alguien más le dijo, probablemente el revisor: la suya es la única maleta, nadie quiere ir hoy a Alquila, no hay manera en que se pierda. Pero Hernández insistió en llevarla arriba: me gusta ver mis cosas.

En el andén, Hernández se comió unas galletas, compró una botella de agua y se fumó, ansioso, dos o tres cigarros. Luego abrieron las puertas del autobús y entró desbocado, como si hubiera más gente esperando.

Necesito traerla junto, le explicó al chofer en la pequeña escalera, alzando su maleta: traigo aquí mis medicinas. Sin voltearlo a ver, el chofer del autobús asintió con la cabeza pero apretó el volante entre sus manos.

Hombre de supersticiones, Padilla temía que algo le pasara a su camión si hablaba antes de marcharse, igual que temía que algo le pasara a su pasaje. Por eso nunca decía nada hasta llegar a las montañas.

Para entonces, Hernández se había adueñado de una línea de asientos, empotrando su maleta en el pasillo. Le emocionaba ser el único viajero que aquel día hubiera tomado el autobús rumbo a Alquila.

No entorpezca el pasillo, solicitó Padilla saliendo de una curva. Sorprendido, Hernández irguió el cuerpo, buscó los ojos del chofer en el espejo que comunicaba ambas cabinas y sonriendo preguntó: ¿está diciéndomelo en serio?

Es peligroso para el resto del pasaje, respondió Padilla, observando él también a Hernández. Las reglas son las reglas, añadió callándose el motivo de su orden: si dejaba que invadieran el pasillo sufrirían un accidente; en el mejor caso, un retraso.

Señalando los asientos que había en torno suyo, Hernández se dispuso a defenderse pero el chofer, experto en estas discusiones, encendió la radio, subió el volumen y retiró sus ojos del espejo. Meneando la cabeza, Hernández decidió no hacerle caso y recostarse nuevamente.

Minutos después, con el chofer vuelto una furia, Hernández sacó el mapa que guardaba en un bolsillo de su saco: se lo había mandado ella por correo. Emocionado, lo desdobló con cuidado y lo estuvo contemplando un largo rato. Finalmente estaba yendo a verla.

Hernández conoció a Romina tres semanas antes, en una fiesta de la facultad de arquitectura que por poco termina con ellos dos metidos en la cama. Me encantaría verte en Alquila, le dijo ella, sin embargo, ante el portal de su edificio: cuando tú quieras, por supuesto.

Desde entonces, Hernández no había pensado en otra cosa. A sus veinte años, era el único de sus amigos que seguía siendo virgen. Y Romina la única opción real que él tenía para olvidar esa palabra que lo había martirizado tanto tiempo.

Por eso los nervios amenazaban con no dejarlo descansar durante el viaje, un viaje que, para colmo, duraría la noche entera. ¿Y si me vengo antes de tiempo?, se torturaba Hernández en silencio: ¿si no aguanto ni un minuto, si me vengo apenas ver cómo se encuera?

Doblando el mapa y guardándolo de nuevo, Hernández alcanzó su maleta, sacó de ésta una bolsita y revisó que no faltara ni una compra: cuatro paquetes de condones: a ver cuántos echan a perder mis putos nervios; una caja de viagra: por si tengo que imponerme al ridículo, y las pastillas que le habían recomendado, otro cliente en la farmacia, para dormir durante el viaje.

Aunque la caja de somníferos decía que dos bastaban, Hernández, que para entonces ya no era capaz de echar de su cabeza la forma de Romina ni el miedo a que su propio cuerpo le fallara, decidió tomar cuatro tabletas. Al fin que quedan muchas horas, murmuró y dándole un trago a su botella volvió a recostarse, suplicando que el efecto fuera inmediato.

En ese mismo instante, el chofer hizo bajar las diez pantallas que habían permanecido escondidas y la voz de una azafata sonó a todo volumen. Me estás buscando, soltó Hernández dando un brinco y subiendo el tono añadió: ¡no quiero verla! Pero Padilla fingió no escuchar nada y apenas terminar el comercial de la línea que pagaba su salario subió al máximo el volumen que emergía de las bocinas.

Tapándose los oídos y apretando la quijada, Hernández admitió lo absurdo de aquella situación en la que estaba, se levantó dando un salto, apresuró su andar por el pasillo y llegó hasta Padilla: ¿por favor, podría quitarla? Le prometo que no hay nadie que esté viendo la película, sumó instantes después, esbozando una sonrisa que de honesta no tenía ni medio pliegue.

No se puede, respondió Padilla tras dejar pasar, él también, un breve instante: son las reglas. Y ya vi que usted no las respeta, pero yo las sigo a rajatabla, agregó el chofer volviendo el rostro y observando a Hernández fijamente, cuya sonrisa se había erosionado, remató: regrésese a su asiento, aquí no puede estar parado. Está prohibido.

Aguantándose las ganas de insultarlo, Hernández se tragó su frustración, dio media vuelta, empezó a desandar el pasillo que recién había cruzado y en voz baja preguntó: ¿podría aunque sea bajarle un poquitito? No se puede, repitió Padilla acelerando, convencido de que así igual y caería su pasajero sobre el suelo: ni un poquito más ni un poquito menos, nos obliga el reglamento.

Manteniendo el equilibrio, apurando su avanzar y sonriendo nuevamente, esta vez más de impotencia que de burla, Hernández sacudió la cabeza con coraje, masticó un par de palabras que ni él mismo entendió y humillado alcanzó sus cuatro asientos. Por fortuna, pensó, empezaba a sentir la somnolencia que las pastillas dispersaban por su cuerpo.

Así que muy pronto ni el ruido ni aún menos la luz que vomitaban las pantallas ni tampoco los frenazos y arrancones que siguió dando Padilla parecieron importarle a la consciencia de Hernández, quien apenas recostarse se entregó a la nada negra.

Tan profundo durmió Hernández, tan desconectado, que no volvió a saber de sí ni del planeta hasta no estar en Alquila. Cuando Padilla, que se había esforzado por hacer de su trayecto un calvario, lo sacudió del brazo aseverando: ándale, cabrón, que ya llegamos.

Párate, que no me toca estarte despertando, insistió Padilla empujando las piernas de Hernández con la suela del zapato: tampoco tengo que esperarte. O te bajas o te bajo, amenazó el chofer pateando a Hernández nuevamente, quien, tras sentir el golpe de sus talones contra el suelo terminó de espabilarse: órale pues, que ya te oí. Ahorita bajo.

Secándose la baba que escurría por su barbilla y sobándose el rostro con las palmas de las manos, Hernández irguió el cuerpo, se puso en pie aceptando que seguía un tanto mareado, desempotró su maleta como pudo y echó a andar tras el chofer, que en voz baja iba diciendo: ojalá y te trate este lugar como mereces.

En la calle, combatiendo el mareo que las pastillas olvidaran en su cuerp

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