Gimpel, el tonto

Isaac Bashevis Singer

Fragmento

Título

GIMPEL, EL TONTO

I

Yo soy Gimpel, el tonto. No me creo tonto; todo lo contrario. Pero así es como la gente me llama. Me pusieron el nombre cuando todavía estaba en la escuela. Tuve siete nombres en total: imbécil, borrico, alcornoque, mendrugo, badulaque, pelele y tonto. El último fue el que quedó. ¿En qué consiste mi tontería? Yo era fácil de engañar. Decían: «Gimpel, ¿sabes que la mujer del rabino está de parto?» Y yo faltaba a la escuela. Bueno, pues resultaba que era mentira. ¿Cómo iba yo a saberlo? No se le había hinchado la barriga. Pero yo nunca la miraba a la barriga. ¿De verdad era tan tonto por eso? Los chicos se echaban a reír, saltaban, bailaban y cantaban una oración de buenas noches. Y, en vez de las uvas que dan cuando una mujer está de parto, me llenaban las manos de excremento de cabra. Yo no era ningún alfeñique. Si le pegara a alguien le haría ver las estrellas. Pero soy pacífico por naturaleza. Pienso para mis adentros: «Dejémoslo correr.» Y así se aprovechan de mí.

Volvía de la escuela a casa y oía ladrar a un perro. No tengo miedo a los perros, pero, naturalmente, no quiero verme enzarzado nunca con ellos. Alguno puede estar rabioso, y si te muerde no hay nadie en el mundo que pueda salvarte. Así que me escabullía. Luego, miraba a mi alrededor y veía a toda la gente que había en la plaza del mercado riéndose a carcajadas. No era ningún perro, sino Wolf-Leib, el ladrón. ¿Cómo iba yo a saber que era él? Parecía una perra aullando.

Cuando los bromistas y los guasones descubrieron que yo era fácil de engañar, todos empezaron a probar suerte conmigo. «Gimpel, el zar va a venir a Frampol; Gimpel, la luna ha caído a tierra en Turbeen; Gimpel, el pequeño Hodel Furpiece ha encontrado un tesoro detrás de la casa de baños.» Y yo me lo creía todo como un golem.1 En primer lugar, todo es posible, como está escrito en la Sabiduría de los Padres, no recuerdo exactamente dónde. Y, en segundo lugar, tenía que creer cuando toda la ciudad se me echaba encima. Si me atrevía a decir alguna vez «¡estáis de guasa!», entonces venían los líos. La gente se enfadaba. «¿Qué quieres decir? ¿Nos vas a llamar mentirosos a todos?» ¿Qué iba a hacer yo? Les creía, y espero que eso les hiciera algún bien por lo menos.

Yo era huérfano. Mi abuelo, que fue quien me crió, estaba ya con un pie en la tumba. Así que me pusieron de panadero, ¡y menudos ratos me daban allí! Cada una de las muchachas o mujeres que traían para que lo pusiera al horno, un montón de tallarines, tenía que embromarme una vez por lo menos. «Gimpel, hay una feria en el cielo; Gimpel, el rabino ha dado a luz, un ternero en el séptimo mes; Gimpel, una vaca ha pasado volando por encima de los tejados y dejaba caer huevos de bronce.» Un estudiante del yeshivá vino una vez a comprar un panecillo y dijo:

—Oye, Gimpel, mientras tú estabas aquí trabajando con tu pala de panadero ha venido el Mesías. Los muertos han resucitado.

—¿Qué quieres decir? —respondí—. ¡No he oído a nadie soplar el cuerno de carnero!

—¿Estás sordo? —exclamó él.

Y todos empezaron a gritar:

—¡Nosotros lo hemos oído, nosotros lo hemos oído!

Luego, entró Rietze, el cerero, y exclamó con su ronca voz:

—Gimpel, tu padre y tu madre se han levantado de la tumba. Te están buscando.

A decir verdad, yo sabía que nada de eso había ocurrido, pero daba lo mismo, pues los demás seguían hablando. Me puse mi chaqueta de lana y salí. Tal vez hubiera sucedido algo. ¿Qué podía perder con ir a mirar? Bueno, ¡menudo pitorreo se armó! Y entonces hice promesa de no creer nada más. Pero no sirvió de nada. Me embromaban de tal manera que no sabía por dónde andaba.

Fui al rabino para pedirle consejo. Me dijo:

—Está escrito que es mejor ser tonto durante todos los días de tu vida que malo una sola hora. Tú no eres tonto. Son ellos los tontos. Pues el que hace sentir vergüenza a su prójimo pierde para sí el Paraíso.

Sin embargo, la hija del rabino me engañó. Al salir de la casa, me dijo:

—¿No has besado todavía la pared?

—No. ¿Por qué? —respondí.

—Es la ley —me dijo ella—. Tienes que hacerlo después de cada visita.

Bueno, no parecía haber ningún daño en ello. Y ella soltó la carcajada. Era una buena broma. Me hizo caer por completo.

Quise marcharme a otra ciudad, pero, entonces, todo el mundo se empeñó en buscarme novia para que me casara y se echaban sobre mí de tal manera que casi me rompían los faldones de la chaqueta en sus ansias por atraparme. Me hablaban hasta ponerme la cabeza como un bombo. No era ninguna casta doncella la que me proponían, pero me decían que era virgen y pura. Cojeaba al andar, pero decían que lo hacía deliberadamente, por timidez. Tenía un hijo bastardo, y me decían que era su hermano pequeño.

Yo exclamé:

—Estáis perdiendo el tiempo. Nunca me casaré con esa zorra.

Pero ellos dijeron indignados:

—¡Qué manera de hablar! ¿No te da vergüenza? Podríamos llevarte ahora mismo al rabino y hacer que te multase por insultarla.

Comprendí que no podría escapar tan fácilmente de ellos y pensé: «Están decididos a conseguir su objetivo. Pero cuando uno se casa, el marido es el dueño, y si ella está conforme, también es agradable para mí. Además, uno no puede pasar por la vida sin sufrir algún daño, ni esperar tal cosa siquiera.»

Fui a su casa de arcilla, que estaba edificada sobre la arena, y toda la pandilla vino detrás de mí con gran algazara. Se portaban como si estuvieran dando una batida de osos. Cuando llegamos al pozo se detuvieron. Tenían miedo de empezar nada con Elka. La boca de ésta se abriría como si girase sobre goznes, y tenía una lengua muy suelta. Entré en la casa. Había cuerdas tendidas de una pared a otra, de las que colgaban ropas puestas a secar. Ella estaba junto a la artesa, con los pies descalzos, haciendo la colada. Vestía una raída bata de felpa. Llevaba el pelo recogido en trenzas de lado a lado de la cabeza. Casi se me cortó la respiración.

Evidentemente, sabía quién era yo. Volvió la vista hacia mí y exclamó:

—¡Mira quién está aquí! Anda, coge una silla.

Se lo conté todo; no negué nada.

—Dime la verdad —dije—, ¿eres verdaderamente virgen y ese pícaro Yechiel es de veras tu hermano pequeño? No me engañes, pues soy huérfano.

—Yo también soy huérfana —respondió ella—, y cualquiera que trate de burlarse de ti puede encontrar su merecido. Pero que no piensen que pueden aprovecharse de mí. Quiero una dote de cincuenta florines y, además, que hagan una colecta. Si no, que me besen ya sabes dónde.

Era muy clara hablando. Yo dije:

—Es la novia y no el novio quien da la dote.

Y ella replicó:

—No regatees conmigo. O sí, o no. Vete por donde has venido.

Yo pensé: «Ningún pan saldrá

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