El otro Tom

Laura Santullo

Fragmento

Título

Uno

ALGUNAS HORAS MÁS TARDE, LENA YA NO PODRÍA RECORDAR los detalles. Pero en aquel momento, cuando escuchó el chasquido de la puerta trasera al abrirse, pensó en el automóvil recién comprado y sobre todo en el descuido imperdonable de la traba; debió accionar el seguro para niños ni bien se subió al coche, pero no lo hizo. Después, sintió su propio pie presionando a fondo el pedal del freno y su torso doblándose sobre el volante hasta hacerse daño en los pechos, también escuchó un golpe seco y lejano sobre el pavimento. Entonces, los ojos se le cerraron involuntariamente y, por un segundo, le sobrevino un falso silencio dentro de la cabeza, como si toda la situación no fuera más que un paréntesis, un movimiento violento suspendido en el aire sin llegar a ser impacto. Hasta que el mutismo aquel se vio interrumpido por un sonido agudo y reiterado, el de la señal que alerta al conductor cuando una de las puertas del automóvil ha quedado abierta.

OBJECTS IN MIRROR ARE CLOSER THAN THEY APPEAR, las palabras se situaron ante sus ojos apenas abrirlos, por encima de éstas, el espejo retrovisor le devolvía la imagen de la puerta trasera todavía abierta, y atrás, mucho más atrás, la figura nítida de un cuerpo tirado en la acera. Su cabello castaño, pensó, es él, ¡Dios mío!, se cayó del auto.

¡Levántate, Tom, no juegues!, ¡levántate, Tomás!

Después todo fue correr y gritar pidiendo auxilio.

Dormía profundamente, con una paz imposible para su cuerpo lastimado y su cara informe por los hematomas; eran los calmantes, que tanto le evitaban el dolor como lo alejaban de lo humano. Sabía que era estúpido razonar de aquel modo, pero a la vez, le resultaba difícil esquivar la desagradable sensación de que en aquel descansar absoluto y sin sobresaltos también el niño se había ido, no sólo el sufrimiento. Y ella necesitaba, tanto o más que él mismo, de su retorno urgente; necesitaba saber cosas sobre la caída, necesitaba preguntar, necesitaba entender.

Las primeras horas se mantuvo aferrada a la mano del hijo, con la mirada fija sobre los párpados cerrados. Un enfermero, que enfundaba su cuerpo obeso en un uniforme demasiado estrecho, vino en reiteradas ocasiones a la habitación durante ese mismo tiempo; cambió el suero, tomó la presión arterial, hizo notas en un tablero que colgaba a los pies de la cama metálica. Sin hablar casi, resoplando para todo porque cada movimiento le resultaba un exceso. Y cada vez, ella se ponía de pie; para acomodar las almohadas, para encender una lámpara, para deshacer un pliegue inexistente en la sábana. Intentando abarcar, en lo posible, el campo visual completo del pequeño por si acaso despertaba. Cuando abras los ojos, quiero ser lo primero que veas.

No le era nada simpático aquel hombre, no le gustaba que le costara tanto moverse ni su silencio, que tomó por apatía o desinterés.

Y, sin embargo, a la última hora del día, parado detrás de ella el enfermero apoyó por sorpresa una mano firme sobre el hombro de Lena y le dijo:

—Trate de descansar, madre, ahora está sedado, pero después va a necesitar mucho de usted —el tono fue afectuoso.

Tal vez, fue aquel brevísimo contacto físico, o el escuchar pronunciar la palabra que la designaba como responsable de ese crío, a lo mejor fue sólo cansancio; lo cierto es que cuando el enfermero abandonó la habitación, Lena se derrumbó. Hubiera querido desmayarse, o desaparecer, pero como no pudo, lloró. Lo hizo por mucho tiempo, sentada junto a la cama y apoyando el torso sobre la colcha blanca, con la cara hundida entre los brazos cruzados.

Alguien que se asomó más tarde a la puerta creyó que ambos dormían, ella y el niño, y sin decir nada apagó la luz desde el pasillo para velar su descanso.

No te acuerdas, Tom, no podrías. Llorabas inconsolable en las noches. Estábamos solos, siempre estábamos solos. Yo te hacía dormir en brazos, caminando, haciendo círculos, inventado trazos y recorridos sobre el piso de madera, una sonámbula en pijama de franela, evitando las tablas que crujían bajo los pies; nunca supe exactamente cuánto me tomaba hacer aquello, pero era mucho tiempo. Después, cuando al final tus ojos se cerraban, me dejaba caer lentamente en la cama apoyándome sobre el costado, y tú te quedabas sobre mi brazo hasta que el brazo se dormía; sentía las cosquillas invadir mi cuerpo y luego, invariablemente, llegaba el dolor. Pero yo aguardaba todavía veinte minutos más antes de moverme, media hora a veces, hasta estar segura de que tu sueño era profundo. Sentía verdadero pavor de que despertaras y todo empezara de nuevo. Entonces, durante esa espera, volvía a quererte, me gustaba mirar tu rostro sereno y verte respirar con el pecho moviéndose apenas. Eras inquieto de pequeño, siempre lo has sido. No sé en qué punto lo olvidé.

Despertó al sentir la presencia del médico de guardia que vino a verlos en la madrugada. Se había dormido finalmente. ¿Cuántas horas? No lo sabía. Una sacudida helada le recorrió la nuca, con presteza, buscó la mano del niño que había perdido de entre las suyas en mitad del sueño; la tocó tibia y sintió alivio.

El médico, de espaldas y con la vista concentrada en una radiografía, parecía no haber notado que ella ya estaba despierta y erguida. Sin embargo, después de unos segundos, empezó a hablar sin saludar ni darse vuelta para mirarla. Explicó, señalándolas en el acetato, las dos fracturas en el brazo izquierdo de Tomás, una de ellas, expuesta. Detalló la magnitud del daño y los peligros de infección. Habló de politraumatismos. Mencionó una posible lesión por la compresión de las costillas rotas. A ella le costaba mucho entender lo que decía.

—Así no puedo escucharlo interrumpió. El hombre la miró por primera vez y sostuvo un instante de silencio sin comprender; ella se reprendió así misma pensando que tal vez había sido demasiado brusca y se apuró en aclarar—. Soy yo, no oigo bien del oído izquierdo y si usted está de espaldas…

El hombre volvió a empezar su alocución como si, además de ser medio sorda, ella fuera también un poco estúpida, ya que acompañaba cada palabra de amplios y variados gestos, aparentemente con el afán de facilitar la compresión. La disertación médica, así magnificada, resultaba un tanto absurda, pero pronto dejaría de parecerle ridícula para volverse amarga. Mientras ella buscaba palabras tranquilizadoras sobre la situación de su hijo, la explicación acabó desdibujándose hasta volverse un interrogatorio, disimulado apenas.

—El accidente fue singular, por no decir extraño —afirmó el doctor creyéndose perspicaz. Y de ahí en adelante, desde la altura que le otorgaba su cómodo taburete de superioridad moral, se dio el gusto de externar todas las sospechas que le vinieron en gana, sin importar en modo alguno el que sus presunciones pudieran zaherir a la mujer que tenía en frente.

—El seguro de la puerta trasera no estaba puesto y eso es negligencia suya, ¿lo sabe?; el niño

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